VIAJE APOSTÓLICO A EXTREMO ORIENTE
DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS SACERDOTES Y SEMINARISTAS
EN EL AUDITORIO DEL SAGRADO CORAZÓN
Cebú, jueves 19 de febrero de 1981
Queridos sacerdotes y seminaristas:
¡Os saludo en el nombre de Jesús! Es una alegría para mí estar con vosotros, y a través vuestro saludar a los sacerdotes de todas las Filipinas, y bendecir y alentar a los seminaristas de toda esta nación.
1. "¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva, que pregona la salvación, diciendo a Sión: Reina tu Dios!" (Is 52, 7). Estas palabras del Profeta Isaías fácilmente vienen a la mente cuando recordamos el celo apostólico de aquellos sacerdotes misioneros que hace unos cuatro siglos empezaron a predicar el Evangelio de la salvación a las gentes de estas islas. Era la misteriosa obra de la gracia de Dios la que volvía ansiosos sus corazones y puso sus pies en movimiento hasta que la paz y la salvación fueron anunciadas en este país. Pensad en el sacerdote dominico fray Domingo de Salazar. El dejó su España natal para ir primero a Venezuela, luego a México, brevemente a Florida, y finalmente a Filipinas. Aquí llegó a ser el primer obispo de Filipinas, de Manila en 1578; aquí predicó la Buena Nueva no sólo a la población de estas islas, sino también a sus compatriotas, para persuadirlos de que el Evangelio del Señor significa justicia y no esclavitud para el pueblo que ellos habían venido a colonizar. Fue también el obispo Domingo de Salazar quien, en su regreso a España, recomendó la fundación de la provincia eclesiástica de Filipinas.
2. Vosotros sois los herederos de la labor misionera iniciada por fray Domingo y los primeros evangelizadores de estas islas: los sacerdotes agustinos, franciscanos, jesuitas y dominicos, cuyos pies evangelizantes serán por siempre llamados hermosos. Rindiendo homenaje a aquellos misioneros y a todos los demás misioneros —a los de todas las generaciones en Filipinas, incluyendo la presente generación— yo alabo la gracia de Dios que les sostuvo en el celo por su Reino. En los misteriosos designios de Dios vosotros habéis sido llamados por Cristo para anunciar su gozosa noticia aquí en vuestro propio hogar patrio. Reflexionemos juntos sobre esta labor sacerdotal que es hoy vuestra, hermanos sacerdotes, y para la cual, queridos seminaristas, debéis prepararos diligentemente también vosotros.
3. La fe en Jesucristo, que es Señor para siempre, es la respuesta a la cual Dios invita cuando envía su palabra a la tierra. Es la fe en el corazón de la vocación del sacerdote la que anima su ministerio y fundamenta el testimonio de su vida. En su Carta a los Romanos, San Pablo dice: "Si confesares con tu boca al Señor Jesús y creyeres en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para la justicia, y con la boca se confiesa para la salud... Pero, ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? Y, ¿cómo creerán sin haber oído de El? Y, ¿cómo oirán si nadie les predica? Según está escrito: '¡Cuán hermosos los pies de los que anuncian el bien!'... Luego la fe viene de la audición, y la audición, por la palabra de Cristo" (Rom 10, 9-10. 14-16. 17).
4. Predicar la Palabra de Dios: ésta es la tarea de cada generación. La "fe que viene por la audición" es una respuesta a la que Dios mismo invita, una respuesta que conduce a los hombres a confesar con sus labios que Jesús es el Señor y a convertirse en discípulos suyos. La proclamación de la Palabra y la respuesta de fe fundan el encuentro inicial, la comunidad básica de la Iglesia. Por este encuentro precisamente el apóstol sacerdotal es "enviado" a predicar: in persona Christi ofrece el Sacrificio de la Eucaristía, que recapitula la totalidad de la proclamación de la Palabra y en la cual la propia invitación de Cristo a creer y a ser formados en la Iglesia es continuamente escuchada por su pueblo. Como enseña el Concilio Vaticano II: "Por la sagrada ordenación y misión que reciben de los obispos, los presbíteros son promovidos para servir a Cristo, Maestro, Sacerdote y Rey, de cuyo ministerio participan, por el que la Iglesia se edifica incesantemente aquí, en la tierra, como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo" (Presbyterorum ordinis, 1).
5. Esta Iglesia es misionera por su propia naturaleza (cf. Ad gentes, 2). Todos los cristianos que creen y son hechos uno en Cristo participan en la tarea misionera del servicio apostólico al mundo. Pero "escuchar" la llamada a la fe —la palabra de salvación— debe ser una constante invitación a la conversión y a la renovación dentro de la misma Iglesia, y es a los Apóstoles y a sus sucesores en el Episcopado, junto con los sacerdotes sus colaboradores, a quienes el Señor ha confiado el papel de pastorear su pueblo misionero. Por propio designio de Dios, la Iglesia no puede existir sin esos hombres apostólicos "enviados" a predicar, para ser dentro de la misma Iglesia un signo sacramental de la perenne y fundamental llamada a "creer en nuestros corazones" que Jesús es Señor.
6. Hoy en día hay algunos que ignoran o interpretan mal esta importante dimensión de la naturaleza de la Iglesia, y sugieren que sólo disminuyendo la importancia del sacerdocio puede dárseles a los laicos su auténtico lugar en la Iglesia. Quizá ello se deba a una reacción ante esos sacerdotes que, por humana debilidad o ceguera espiritual, no han asumido con mucha seriedad la profunda lección que Jesús enseñó cuando replicó a la demanda de la madre de Santiago y Juan: "Vosotros sabéis que los príncipes de las naciones las subyugan y que los grandes imperan sobre ellas. No ha de ser así entre vosotros; al contrario, el que de entre vosotros quiera llegar a ser grande, sea vuestro servidor, y el que entre vosotros quiera ser el primero, sea vuestro siervo, así como el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos" (Mt 20, 25-28).
Con todo, una actitud que vea oposición o rivalidad entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio de los fieles no logra percibir el designio de Dios al instituir el sacramento de las sagradas órdenes dentro de su Iglesia. La Constitución sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II enseña claramente que "aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo" (Lumen gentium, 10). En el sacerdocio ministerial de las órdenes sagradas. Dios ha dejado en su Iglesia un signo visible por el cual el diálogo divino que él ha iniciado —la palabra salvífica que invita a una respuesta de fe— está sacramentalmente y, por lo tanto, eficazmente, representado. El sacerdocio es, pues, un sacramento cuya "celebración" afecta a la Iglesia entera, y toda la Iglesia —laicos y clérigos igualmente— debe cuidar que tal "celebración" no sea menoscabada a causa de un celo mal entendido o inadecuado por una multiplicación de ministerios entendidos como una sustitución del sacerdocio ministerial.
7. ¡Jesús es Señor! Esta proclamación de la Palabra alcanza su momento culminante en la Eucaristía: "Los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente trabados con la sagrada Eucaristía y a ella se ordenan... Por lo cual la Eucaristía aparece como la fuente y la culminación de toda la predicación evangélica" (Presbyterorum ordinis, 5). La celebración de la Eucaristía es el corazón del ministerio sacerdotal y de la vida cristiana, porque es el servicio del amor de Cristo mismo que se inmola. A través de cada Eucaristía la Iglesia se forma continuamente de nuevo a sí misma y recibe su forma definitiva: Cristo, por medio del ministerio de sus sacerdotes, reúne juntos a todos sus discípulos, para hacerles uno en su amor, y enviarles delante para ser portadores de la unidad y amor del banquete eucarístico como ejemplo y modelo de toda comunidad humana y de servicio.
8. Mis hermanos sacerdotes: Esta Iglesia misionera, este pueblo eucarístico, cuenta con vosotros para la proclamación auténtica de la Buena Nueva. Pero si vais a ser eficaces predicadores de lo Palabra, debéis ser hombres de fe profunda, y a un tiempo oyentes y operadores de la palabra. Pues con San Pablo debemos decir siempre: "No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús, Señor; y cuanto a nosotros, nos predicamos siervos vuestros por amor de Jesús" (2 Cor 4, 5). Por esta razón no debemos dejar nunca de examinar cuidadosamente cómo vivimos nuestra vida sacerdotal, para que no llegue a ser un antitestimonio que desfigure la presencia sacramental que el Señor quiere que realicemos en y para su Iglesia.
9. A este respecto os ofrezco hoy tres breves reflexiones sobre cómo vivir la vida sacerdotal según la mente y el corazón de Cristo.
En primer lugar, Jesús ha llamado a los sacerdotes a una especial intimidad con El. La verdadera naturaleza de nuestra labor lo requiere. Si hemos de predicar a Cristo y no a nosotros mismos, debemos conocerle íntimamente en la Escritura y en la oración. Si hemos de guiar a otros al encuentro y a la respuesta de fe, nuestra propia fe debe ser ella misma un testimonio. En la Sagrada Escritura la Palabra de Dios está siempre ante nosotros. Hagamos, por tanto,, de la Escritura el alimento de nuestra oración diaria y el objeto de nuestro regular estudio teológico. Sólo así podemos poseer la Palabra de Dios —y ser poseídos por la Palabra— en esa intimidad reservada para aquellos a quienes Jesús dijo: "Os llamo amigos" (Jn 15, 15).
La segunda consideración que deseo ofreceros concierne a la unidad del sacerdocio. Los padres del Concilio Vaticano II nos recuerdan que "todos los presbíteros, a una con los obispos, de tal forma participan del mismo y único sacerdocio y ministerio de Cristo, que la misma unidad de consagración y misión requiere su comunión jerárquica con el orden de los obispos" (Presbyterorum ordinis, 7). Esta unidad debe tomar forma concretamente en la realización del único presbyterium que los sacerdotes, diocesanos y religiosos, forman en torno a su obispo. La colegialidad que caracteriza la total unión del orden episcopal en la fe y en la participación en la responsabilidad con el Obispo de Roma, se refleja analógicamente en la unidad de los sacerdotes con su obispo y entre ellos en su común tarea pastoral. No debemos subestimar la importancia de esta unidad de nuestro sacerdocio para la eficaz evangelización del mundo. El signo sacramental del mismo sacerdocio no debe ser fragmentado o individualizado: constituimos un único sacerdocio —el sacerdocio de Cristo— del cual debe ser un testimonio nuestra armonía de vida y de servicio apostólico. La unidad fundamental de la Eucaristía ofrecida por la Iglesia requiere que esta unidad sea vivida como una realidad visible, sacramental, en la vida de los sacerdotes. La noche antes de morir, Jesús invocó a su Padre celestial: "Ruego también por cuantos crean en mí por su palabra, para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros y el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17, 20-21). Nuestra unidad en el Señor, sacramentalmente visible en el centro de la propia unidad de la Iglesia, es una condición indispensable para la eficacia de todo cuanto hacemos: nuestra predicación de la fe, nuestro servicio a los pobres como una opción preferencial, nuestros esfuerzos por la construcción de las comunidades cristianas de base como unidades vitales del Reino de Dios, nuestro trabajo en la promoción de la justicia y la paz de Cristo, toda la variedad de nuestro apostolado parroquial, todo empeño para proporcionar una guía espiritual a nuestro pueblo, todo esto depende totalmente de nuestra unión con Jesucristo y su Iglesia.
En tercer lugar deseo reflexionar con vosotros sobre el valor de una vida de auténtico celibato sacerdotal. Es difícil supervalorar el profundo testimonio de fe que da un sacerdote a través del celibato. El sacerdote anuncia la Buena Nueva del Reino como una valiente renuncia a los especiales gozos humanos del matrimonio y de la vida familiar para rendir testimonio de su "convicción de las cosas que no se ven" (cf. Heb 11, 1). La Iglesia necesita el testimonio del celibato gustosamente abrazado y alegremente vivido por sus sacerdotes por amor del Reino. Pues el celibato no es de ninguna manera marginal para la vida sacerdotal; da testimonio de una dimensión de amor diseñada sobre el amor del mismo Cristo. Este amor habla claramente el lenguaje de todo amor genuino, el lenguaje del don de sí por el Amado; y su símbolo perfecto siempre es la cruz de Jesucristo.
10. ¡Mis queridos seminaristas! Todo lo que ya he dicho a mis hermanos sacerdotes lo he dicho pensando en vosotros. Este precioso tiempo de formación en el seminario os es dado para que pueda ponerse una sólida base de cara a la tarea que os espera como sacerdotes. Podéis estar seguros que toda la Iglesia contempla con orante anticipación cómo las palabras del Señor —"Ven, sígueme"— adquieren raíces siempre más profundas en vuestras vidas. Y lo que es verdadero para todo el Pueblo de Dios es tanto más verdadero para estos sacerdotes de quienes os estáis preparando a ser compañeros en la predicación de la Palabra de Dios. Pues los sacerdotes saben bien que hay mucho trabajo por hacer, y ellos han rogado "al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt 9, 38). Ellos ahora se gozan viendo en vosotros una respuesta a su oración ferviente. Con todo, vosotros, seminaristas, estáis ya unidos con los sacerdotes en esta oración por un aumento de las vocaciones sacerdotales. A esos jóvenes en quienes el Señor aún ahora está plantando la oculta semilla de esta vocación, debéis ofreceros vosotros mismos como compañeros y guías, y debéis tener un vivo deseo de poner ante ellos el ejemplo de vuestra propia íntima unión con Jesús y de vuestro celoso servicio apostólico a su pueblo.
Sí, debéis tener siempre ante vuestros ojos a Jesús. El es la verdadera razón por la que estáis en el seminario, pues no puede ser nunca por algún motivo de promoción o de prestigio personal, sino sólo para prepararos a un ministerio de servicio basado en la Palabra del Señor. Jesús os ha elegido para llevar la luz de su Palabra a sus hermanos y hermanas. Podéis ver, pues, cuán importante es para vosotros personalmente conocer la Palabra de Dios, abrazarla con todas las exigencias de amor y sacrificio y, como María, meditarla en vuestros corazones (cf. Lc 2, 51). El seminario existe para prepararos a vuestra misión de proclamar la santidad y la verdad de la Palabra encarnada de Dios. Pero si el seminario está para realizar los proyectos en relación a vosotros, debéis abrir vuestros corazones con generosidad al Espíritu de Dios para que pueda conformaros con Jesús.
11. ¡Jesús es Señor! Como San Pablo nos asegura, "nadie puede decir 'Jesús es el Señor', sino en el Espíritu Santo" (1Cor 12, 3). Confiemos en la guía del Espíritu Santo a toda la Iglesia y en su poder que actúa en nuestro ministerio sacerdotal. Con confianza y celo incansable prediquemos la Palabra de Cristo y llevemos espontáneamente a los labios de nuestros hermanos y hermanas la sentencia del Profeta: "¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva, que pregona la salvación, diciendo a Sión: Reina tu Dios!".
¡Que María, Regina Cleri, Madre de los sacerdotes y seminaristas, os ayude a poner vuestra total confianza en el mismo Espíritu Santo que hizo que ella llegara a ser la Madre de Jesús, que es Señor para siempre!
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