DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE ARGENTINA
Buenos Aires
Sábado 12 de junio de 1982
Señores cardenales y queridos hermanos en el Episcopado,
1. Estoy seguro de que podréis leer en mi ánimo sentimientos que las palabras no pueden expresar adecuadamente: en primer lugar qué consolador es para mí este encuentro con vosotros en tierras de Argentina.
Con vosotros, a quienes el Espíritu Santo puso como Pastores (Cfr. Act. 20, 30) de las numerosas Iglesias particulares, que viven su fe y esperanza en toda la geografía de esta querida nación católica.
Con vosotros también, representantes de las Conferencias Episcopales de otros países vecinos y del CELAM, que habéis venido a asociaros a la oración y propósitos de paz de vuestros hermanos de Argentina.
A todos saludo de corazón con palabras del primer Obispo de Roma: “in fraternitatis amore” (1 Petr. 1, 22) e “in osculo sancto” (Ibid. 5, 14).
2. Por tercera vez la divina Providencia dirige mis pasos hacia América Latina. Aquí en Argentina se renueva la emoción de las anteriores visitas a la Iglesia —Pastores y fieles— en este gran sub-continente: las de Santo Domingo, México y Brasil.
Aunque el actual encuentro tiene un aspecto y significado muy diversos de los precedentes. En un momento de ansiedad y sufrimiento para esta nación y su pueblo, me sentí movido a emprender el inesperado viaje. Me impulsó a la venida ese conjunto de razones que he querido manifestar a los hijos e hijas de Argentina con la carta que les dirigí, con tanto afecto y confianza, el pasado 25 de mayo. He venido porque tenía prisa en confirmar con mi presencia el profundo afecto que nutro por vosotros y en compartir con vosotros mi anhelo de paz y concordia entre los hombres del mundo entero.
3. Mientras vivo con vosotros, hermanos obispos, esta hora de profunda comunión, una estupenda imagen eclesial aflora en mi espíritu: la imagen del Pueblo de Dios, magníficamente delineada en aquel denso capítulo segundo de la Lumen Gentium.
En este Pueblo de Dios brilla como una de sus dimensiones más admirables la catolicidad o universalidad. Lo constituyen, en efecto, hombres y gentes diseminados por todo el horizonte de la tierra, convocados y congregados por Jesús, Cabeza de este pueblo, y por el Espíritu Santo, que de este mismo pueblo es alma, principio de vida y de cohesión.
Así, pues, el Pueblo de Dios no se limita a los confines, forzosamente estrechos, de una nación, raza o cultura, sino que se extiende por todo el universo. Pero no ignora o desprecia las naciones, razas o culturas. Su grandeza y originalidad está precisamente en amalgamar en una unidad viva, orgánica y dinámica a las más diversas gentes; de tal modo que ni la unidad padece rupturas, ni la diversidad pierde sus riquezas esenciales.
De una meditación sobre el capítulo segundo, y particularmente sobre el número trece de la Lumen Gentium, es posible recabar siempre, con renovado gozo espiritual, nuevas y fecundas enseñanzas del más hondo contenido teológico. Hoy quiero limitarme a dos reflexiones que creo más apropiadas a la circunstancia que vivimos.
4. La primera es que, a la luz de la teología del Pueblo de Dios, se ilumina con mayor claridad la doble condición —no contrapuesta, sino complementaria— del cristiano. En efecto, él es miembro de la Iglesia, la cual es reflejo y preludio de la Ciudad de Dios. Y es a la vez ciudadano de una patria terrena concreta, de la cual recibe tantas riquezas de lengua y cultura, de tradición e historia, de carácter y modo de ver la existencia, los hombres, el mundo.
Esa especie de ciudadanía cristiana y espiritual no excluye ni destruye la humana. Antes bien, siendo por su naturaleza una ciudadanía universal y capaz de sobrepasar fronteras, esa ciudadanía característica del Pueblo de Dios aparece tanto más rica cuanto más se hacen presentes en ella los rostros e identidades varios de todos los pueblos que la componen.
5. La segunda reflexión, explícitamente mencionada en la Lumen Gentium, reviste particular importancia para nosotros. El Pueblo de Dios, precisamente porque es unidad en la variedad, comunidad de hombres y pueblos diversos —“linguarum multarum”, para decirlo con palabras de la liturgia de Pentecostés— que no pierden su diversidad, aparece como presagio y figura; más aún, como germen y principio vital de la paz universal. Porque la comunión armoniosa en la diversidad que se da en el Pueblo de Dios, provoca el deseo de que suceda lo mismo en el universo. Más aún: lo que acontece en el Pueblo de Dios, sirve de base para que se cree lo mismo entre los hombres.
6. En este sentido, la universalidad, dimensión esencial en el Pueblo de Dios, no se opone al patriotismo ni entra en conflicto con él. Al contrario, lo integra, reforzando en el mismo los valores que tiene; sobre todo el amor a la propia patria, llevado, si es necesario, hasta el sacrificio; pero al mismo tiempo abriendo el patriotismo de cada uno al patriotismo de los otros, para que se intercomuniquen y enriquezcan.
La paz verdadera y durable tiene que ser fruto maduro de una lograda integración de patriotismo y universalidad.
7. Estas verdades, aun apenas pergeñadas, lanzan ya una luz nueva también sobre la misión de los obispos.
Efectivamente, en virtud de la función espiritual que ejerce ante el Pueblo de Dios —un Pueblo de Dios concreto, encarnado en un determinado sector de la humanidad— cada obispo es, por vocación y carisma, testigo de catolicidad, sea ésta a nivel diocesano, nacional o universal; pero es, al mismo tiempo, testigo de lo que llamamos patriotismo, entendiéndolo aquí como la pertenencia a un determinado pueblo, con sus riquezas espirituales y culturales más propias. De aquí derivan las dos dimensiones de la misión episcopal: la del servicio a lo particular - a su diócesis y, por extensión, a la Iglesia local de su país -, y la apertura a lo católico, a lo universal, a nivel continental o mundial.
Puesto por el Espíritu Santo en este punto de convergencia de ambas dimensiones, el obispo tiene la obligación y el privilegio, la alegría y la cruz de ser promotor de la irrenunciable identidad de las diversas realidades que componen su pueblo; sin dejar de conducirlas a esa unidad sin la cual no existe el Pueblo de Dios. De ese modo él ayuda esas distintas realidades a enriquecerse en el contacto, más aún, en la mutua interacción.
8. Y precisamente por ello, la misión del obispo tiene siempre un aspecto que no tengo por qué disimular.
Es fácil y puede ser cómodo a veces, dejar las cosas diversas abandonadas a su dispersión. Es fácil, colocándose en el otro extremo, reducir por la fuerza la diversidad a una uniformidad monolítica e indiscriminada. Es difícil, en cambio, construir la unidad conservando, mejor aún, fomentando la justa variedad. Se trata de saber armonizar valores legítimos de las diversas componentes de la unidad, superando las naturales resistencias, que brotan con frecuencia de cada una.
Por eso, ser obispo será ser siempre artífice de armonía, de paz y de reconciliación.
De ahí que podamos escuchar con tanto provecho el texto de la segunda Carta a los Corintios, en el que San Pablo, tratando de iluminar toda la amplitud de la vocación apostólica, señala entre otros aspectos el siguiente: “Dios . . . nos confió el ministerio de la reconciliación, . . . la palabra de la reconciliación” (2 Cor. 5, 18 et 19).
No por caso sino ciertamente con una intencionalidad precisa, San Pablo se refiere a la palabra de reconciliación, es decir, anuncio, exhortación, denuncia, mandato, que cada Apóstol y sucesor de los Apóstoles ha de asociar a un servicio de reconciliación, o sea obra, pasos concretos, esfuerzo. Ambas cosas son necesarias e indispensables: la palabra se completa con el ministerio.
9. Quizás no sea superfluo, a este propósito, subrayar un elemento fundamental.
Es en el corazón de la Iglesia, comunidad de creyentes, donde primordialmente el obispo se muestra como reconciliador; esforzándose continuamente, con su palabra y su ministerio, por hacer y rehacer la paz y la comunión, desgraciadamente siempre amenazadas. Por no decir resquebrajadas a causa de la “humana fragilitas”, incluso entre seguidores de Jesucristo y hermanos en El.
Pero no lo olvidemos nunca: la Iglesia debe ser forma mundi, también en el plan de la paz y de la reconciliación. Por esto, un Pastor de la Iglesia no puede callar el verbum reconciliationis, ni dispensarse del ministerium reconciliationis también para el mundo, en el cual las fracturas y divisiones, odios y discordias rompen constantemente la unidad y la paz. No lo hará con los instrumentos de la política, sino con la palabra humilde y convincente del Evangelio.
10. Sucesor del Apóstol Pedro, hermano mayor vuestro y servidor de la unidad, ¿por qué no proclamar ante vosotros que, frente a los tristes acontecimientos en el Atlántico Sur, me he querido hacer yo también, con vosotros, heraldo y ministro de reconciliación?
Sabía bien que al dirigir mis pasos hacia Gran Bretaña —en el ejercicio de una misión estrictamente pastoral, que no era solamente del Papa, sino de toda la Iglesia— alguien podría quizá interpretar tal misión en clave política, desviándola de su puro sentido evangélico. Sin embargo, juzgué que la fidelidad a mi ministerio propio me exigía no detenerme ante posibles interpretaciones inexactas, sino cumplir con el mandato de proclamar con mansedumbre y firmeza el “verbum reconciliationis”.
Es verdad que antes quise encontrarme repetidamente con autorizados representantes del Episcopado de Argentina y de Gran Bretaña, para solicitar su parecer y consejos en una cuestión de tanta importancia para las naciones interesadas y para las Iglesias que en ellas se encuentran.
Luego quise celebrar una solemne Eucaristía en la basílica de San Pedro con algunos Pastores de los países envueltos en el conflicto. El testimonio conmovedor de comunión, que, aun en medio de la lucha entre sus países de origen, dieron esos Pastores “in uno calice et in uno pane”, se enriqueció aún más con la Declaración común que firmaron después de la Misa.
Y no necesito comentar aquí la ya mencionada carta firmada con mi propia mano que, como acostumbrada hacer San Pablo, escribí “a los queridos hijos e hijas de la nación argentina”. Fue una palabra salida del corazón, en una hora de sufrimiento para vuestro pueblo, con el fin de anunciar mi ardiente deseo de venir a encontraros.
Mucho me alegra, finalmente, que vuestros hermanos obispos de Gran Bretaña, durante mi viaje a aquellos pueblos, han tenido el noble y delicado gesto de escribiros, para sellar aún más fuertemente este “vinculum pacis” entre Pastores. Quiera Dios que el “vinculum pacis” alcance siempre a vuestros pueblos y naciones.
En todos estos gestos, ¿cómo no ver claras expresiones del “verbum reconciliationis” unido al “ministerium reconciliationis”?
11. Hoy, queridos hermanos, la solemnidad del Corpus Christi nos encuentra congregados en la unidad que brota de la comunión en el único Señor y en el mismo Pan.
Vengo a unir mi voz y súplica a la vuestra. Como lo hice en Gran Bretaña, vengo a rezar por los caídos en el conflicto, a traer conforte y consuelo a tantas familias acongojadas por la muerte de seres queridos. Pero vengo sobre todo a orar con vosotros y con vuestros fieles para que el actual conflicto encuentre una solución pacífica y estable, dentro del respeto de la justicia y de la dignidad de los pueblos afectados.
Y como es una tarea del Obispo de Roma fomentar la unión de los hermanos, quisiera yo confirmaros en vuestra propia misión de reconciliadores. Proclamando que es muy grande y urgente, aunque difícil y costosa, tal misión. Suplicándoos a la vez que permanezcáis conmigo en el cumplimiento decidido de tal tarea, facilitando así la mía.
12. Os agradezco de corazón vuestra acogida, todos vuestros esfuerzos y sufrimientos. Y pidamos juntos al Espíritu Santo, autor de la genuina unidad, que nos dé su gracia y perseverancia en la búsqueda del amor y de la paz en la sociedad argentina.
Pero no sólo en ella. En esta hora en que toda América Latina da pruebas de mayor cohesión, en la que busca afanosamente su más profunda identidad y carácter propio, es importante la presencia reconciliadora de la Iglesia, para que un continente que tiene un “real substrato católico” (Puebla, 412), conserve las inspiraciones ideales que lo han configurado.
En medio de las esperanzas y peligros que pueden cernirse sobre el horizonte, y en vista de las tensiones latentes que de vez en cuando afloran, es necesario ofrecer un servicio de pacificación en nombre de la fe y comprensión mutuas, para que las riquezas religiosas y espirituales, verdaderos cimientos de unidad, sean mucho más fuertes que cualquier semilla de desunión.
13. Os conforte y anime en ella la Virgen María, Reina de la Paz.
A los pies de esta dulce Madre nos hemos encontrado ayer en su santuario de Luján, corazón mariano de Argentina. Juntos rezaremos por la paz. No sólo por aquella paz que consiste en el silencio de las armas, sino también por aquella, plena, que es el atributo de corazones reconciliados y libres de resentimientos.
Desde ahora ruego a Santa María de los Buenos Aires conceda a todos y cada uno de los obispos argentinos la gracia de servir a Jesús y su Iglesia con devoción llena de alegría interior.
Con esta invocación, os doy, hermanos queridos, mi particular Bendición Apostólica. Os pido que os unáis a mí, para extender esa bendición a cada hogar argentino, sobre todo a aquellos donde hay lágrimas nacidas de la guerra. Les dé el Señor el consuelo y la paz.
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