ENCUENTRO DEL PAPA JUAN PABLO II
CON LAS GENTES DEL MAR
EN SANTIAGO DE COMPOSTELA
Martes 9 de noviembre de 1982
Queridos hermanos y hermanas,
1. Sean mis primeras palabras de afectuoso saludo en el Señor para vosotros y cuantos en alto mar me escuchan por radio. Quiero deciros en seguida que me siento muy a gusto entre vosotros; es una sensación de íntimo agrado, de gozo correspondido, porque sé que también vosotros deseabais ardientemente ver y escuchar al Papa, y estar junto a él.
Que este sentimiento común que ahora estamos viviendo, se eleve, hoy y siempre, como un canto de alabanza perenne a la gloria de Dios Padre: a ello nos invita, con su encanto particular, este lugar donde nos encontramos: la espléndida Plaza del Obradoiro y la basílica compostelana.
2. “¡Ved, qué dulzura y qué delicia convivir los hermanos unidos!” (Ps. 132, 1). Unidos no sólo como peregrinos en busca de la “perdonanza”, sino también porque, aun perteneciendo a distintas regiones españolas —Galicia, Asturias, Cantabria y otras— sois conscientes de formar parte de una gran familia. Y cuando digo familia, pienso en una clase de hombres, los hombres del mar, vosotros, fuertemente unidos por esos lazos entrañables de solidaridad fraterna que distingue a cuantos habéis hecho del mar el escenario habitual de vuestra existencia.
De esta fraternidad tenéis experiencia directa en vuestra brega continua por el ancho mar, que surcáis como heredad común dando prueba de vuestro valor y habilidad profesional, Y compartiendo, con ánimo siempre dispuesto a “dar una mano”, horas de resistencia a la fatiga e interminables momentos de peligro y de lucha, cuando se vuelven rebeldes los vientos y las aguas del océano.
Son éstos, entre otros muchos, acontecimientos que acentúan en vosotros la nostalgia de la propia tierra y la lejanía del hogar; pero al mismo tiempo son momentos únicos que sacuden lo hondo del alma, y hacen experimentar la fuerza indispensable e invencible de la fe y de la confianza en Dios, que ama y protege a sus hijos.
3. Estas breves consideraciones alusivas a vuestra condición de hombres del mar, me llevan a revivir espontáneamente tantas escenas del Evangelio, junto al mar de Tiberíades, y que nos son familiares. Bien podéis decir que en aquellas páginas se habla ya de vosotros y que los primeros amigos de Jesús, sus predilectos, eran de vuestra familia. Entre ellos estaba San Pedro, de quien por designio divino soy humilde Sucesor; de aquel primer grupo formaba también parte el querido Apóstol de España, Santiago; estaban a su vez otros que, al igual que ellos, eran pescadores de profesión.
La convivencia y larga amistad con el Maestro, a quien, escuchando su llamada, fueron siguiendo primeramente por los alrededores del lago y después a través de Galilea y de Judea; por los altos, por los campos y pueblos, les fue abriendo poco a poco los horizontes insospechados: en las palabras y en los milagros obrados ante ellos, se revelaba la voluntad de Dios Padre de salvar a todos los hombres por medio de la muerte y resurrección de su Hijo.
A partir de entonces, aquel primer grupo de pescadores (aumentado hasta constituir el grupo escogido de los Doce) iban a ser los continuadores de la obra de Jesús a través del inmenso mar del mundo. Impulsados por el viento del Espíritu, recibieron la misión de transmitir a todas las gentes su propia experiencia —desde los días de Tiberíades hasta el acontecimiento renovador de Pentecostés—, sin otro objetivo que el de llenar de hombres la barca de la Iglesia.
4. Así comenzó su navegación la nueva barca de Pedro. Y continuando su misión, tenéis entre vosotros al Sucesor de aquel pescador de Galilea. Ha venido para animar vuestra fe y confianza en el Señor, que os ha agregado a El desde el día del bautismo.
No se me oculta que, en medio de vuestras afanosas tareas, pueda a veces insinuarse el desaliento o adensarse la neblina que cubre la fe. Es entonces cuando habéis de saber recurrir a la oración y recordar que el Señor no os abandona, que habéis sido llamados por Jesús para estar con El en su barca, donde El vela por vosotros; aunque a los ojos humanos pudiera dar la impresión de haberse rendido al sueño: “¡Hombres de poca fe! ¿Por qué teméis?” (Mt 8, 26). La fe incondicionada y sin temores en la presencia cercana del Señor ha de ser la brújula que oriente vuestra vida de trabajo y de familia hacia Dios, de donde viene la luz y la felicidad.
El mundo en que vivimos necesita —como vosotros— esta fe, este faro de luz. Olvidarse de Dios, como pretenden las tendencias materialistas, significaría hundirse en la soledad y en la tiniebla, quedarse sin rumbo y sin guía. Por eso, queridos hermanos, os animo encarecidamente a que cultivéis la fe recibida. Conocéis ya cómo acercaros a Cristo, cómo estar con El, siendo discípulos de su persona y de su mensaje; y de esta experiencia propia han de beneficiarse vuestras familias y cuantos, en vuestros viajes por el mar, se acerquen a vosotros; aun los que quizá no han oído el mensaje evangélico.
5. Mi presencia aquí quiere ser, además, un signo vivo y fehaciente de la preocupación de la Iglesia por los hombres del mar. Todo lo que he dicho en mi Magisterio, especialmente en la Encíclica Laborem Exercens, acerca de la dignidad del trabajo humano, de su primacía sobre las cosas que produce, tiene su aplicación a vuestros problemas profesionales y laborales. “No hay duda de que el trabajo humano tiene un valor ético, que está vinculado completa y directamente al hecho de que quien lo lleva a cabo es una persona, un sujeto consciente y libre, es decir, un sujeto que decide de sí mismo . . .: es cierto que el hombre está destinado y llamado al trabajo; pero, ante todo, el trabajo está en función del hombre y no el hombre en función del trabajo” (Laborem Exercens, 6).
No ignoro las dificultades que encontráis para el desarrollo de vuestras personas en lo humano y para la vivencia de vuestra fe cristiana: la prolongada permanencia en el mar, el aislamiento, los obstáculos para la defensa de vuestros derechos en el campo profesional y laboral, la peligrosidad de las faenas que realizáis, el choque con ambientes de otras culturas.
Es necesario que estas condiciones de vuestra profesión sean asumidas por vosotros y por cuantos influyen en las condiciones de vida y trabajo de vuestro sector, para que haya siempre una mayor valoración de la persona humana. Ello implica más amplias facilidades para vuestra elevación cultural y profesional; mejores condiciones de trabajo y de vida a bordo; mejores garantías de seguridad e higiene en los barcos; más equitativa distribución de las ganancias; adecuadas vacaciones que faciliten el contacto con la familia, la sociedad y la comunidad eclesial; mayores posibilidades para el ejercicio de vuestros derechos laborales y cívicos.
6. Quiero dirigir ahora mi pensamiento a aquellos componentes del núcleo familiar que ven cómo una parte suya —el marido, los hijos mayores— debe apartarse del hogar, quizá por largas temporadas. Si la madre es siempre una figura insustituible, aquí se manifiesta de una manera particular su incomparable dignidad, su inmenso valor social. El corazón de la madre es siempre el corazón del hogar. En situaciones como las que ahora comento es, por así decir, casi el hogar entero. Gracias a la madre, que hace entonces de madre y de padre, se mantiene la continuidad del hogar, se garantiza la educación de los hijos, se hace más llevadera para toda la familia la espera hasta que el padre vuelva.
Mujeres que me escucháis y que os encontráis en una situación como la que describo: Sentid el orgullo de vuestra maternidad. Sed leales a vuestra misión. Buscad en Dios la fuerza para la gran entrega que se exige a vosotras. Y cuando el marido regrese, o cuando os reunáis de nuevo con él, volcad el cariño de vuestro corazón. Superad las dificultades que nunca faltan, y tened como única meta el servicio a Dios y a los demás.
Y vosotros hijos, hijos mayores sobre todo, ayudad a vuestras madres en esa tarea, con amor filial, con sentido de familia, con espíritu cristiano.
7. Sensible a las inquietudes de las gentes del mar, la Iglesia ha instituido, entre sus actividades más esperanzadoras, el Apostolado del Mar.
Ya desde mucho antes, la Iglesia en España se ha preocupado de su asistencia espiritual. Esta hermosa iniciativa continúa aún hoy mediante la obra de tantos sacerdotes españoles que prestan su ministerio desde los mares fríos del Norte hasta las aguas de África del Sur.
Vaya a todos ellos el agradecimiento de la Iglesia, el afecto del Papa por su inapreciable servicio y el aliento a proseguirlo con generosidad.
8. Hemos llegado al final de estas palabras mías, de este momento que desearía prolongar. Hay muchas cosas de las que no hemos podido hablar, pero quedan en vuestros corazones. Una vez más nos acordamos de los miembros de vuestras familias que no están con nosotros. Nos acordamos de tantas personas que, aunque no naveguen, viven del mar y para el mar.
Todos están hoy aquí y a todos querría dirigirlos al Señor. Deseo hacerlo por el mejor camino para llegar a Dios, siguiendo el impulso de la brisa favorable que hace avanzar la barca. Me refiero al amor a María Santísima, la Virgen Madre de Dios.
Que la Virgen del Carmen, cuyas imágenes se asoman a las rías que hacen la belleza de esta tierra gallega, os acompañe siempre. Sea Ella la estrella que os guíe, la que nunca desaparezca de vuestro horizonte. La que os conduzca a Dios, al puerto seguro.
A todas as queridas xentes de Galicia, a todos vos que tedes a grande fortuna de custodiar nesta vosa terra o tesouro mais precioso entrañado na memoria do Santo Apóstolo Santiago, que El sexa sempre a vosa guía, nunha firme e fervente fe en Cristo, e sempre na vosa vida exemplarmente cristiana. Así sexa.
Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana