VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, BOLIVIA, LIMA Y PARAGUAY
ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS BOLIVIANOS
Nunciatura apostólica de La Paz, Bolivia
Lunes 9 de mayo de 1988
Venerables hermanos en el Episcopado:
1. He querido que mi primer encuentro después de pisar tierra boliviana sea con vosotros, amados hermanos obispos, que tenéis la responsabilidad de conducir en la fe y gobernar en la caridad a las Iglesias particulares del Pueblo de Dios que peregrina en Bolivia. Doy gracias a Dios por estar en medio de vosotros en vuestra querida tierra, en esta casa que es como un hogar de todos, porque es la casa del Papa.
Deseo, ante todo, manifestaros que estoy profundamente agradecido al Señor Presidente y, en su persona, a todos los miembros de esta Conferencia Episcopal por haberme invitado, junto con las autoridades del País, a realizar esta visita pastoral. Al mismo tiempo os expreso mi admiración y gratitud sinceras por la generosa entrega, solicitud y abnegación que ponéis en vuestra tarea de Pastores. Mi reconocimiento también por el esmero que habéis demostrado en la preparación de este viaje, para que produzca abundantes frutos de renovación en la vida cristiana de vuestras respectivas circunscripciones eclesiásticas. Pido a Dios que bendiga a cada uno de los obispos, a los sacerdotes y agentes de pastoral, así como a los fieles de vuestras Iglesias particulares, a los que envío a través de vosotros mi afectuoso saludo.
2. Además de estas expresiones de mi sincero agradecimiento a vosotros en general, quiero dar también las gracias más en concreto:
Que el favor divino acompañe a cada miembro de la arquidiócesis de La Paz, a su arzobispo, al arzobispo coadjutor y obispos auxiliares, así como a los Pastores de las Iglesias particulares de Coroico y de Corocoro.
Gracias igualmente a los fieles de la arquidiócesis de Cochabamba, a su arzobispo y obispos auxiliares y a los obispos de Oruro y Aiquile. Dios Todopoderoso siga bendiciendo con sus dones a estas Iglesias.
Llegue igualmente mi reconocimiento, hecho plegaria, a la arquidiócesis de Sucre, a su Pastor, a los obispos auxiliares y a las diócesis de Potosí y Tarija, con sus respectivos obispos.
Que la benevolencia divina proteja ahora y siempre a la sede metropolitana de Santa Cruz, a su arzobispo, obispos auxiliares y fieles.
Y que las gracias del Señor desciendan en abundancia sobre los componentes del Ordinariato castrense, sobre las comunidades eclesiales de los vicariatos apostólicos de Chiquitos, Cuevo, El Beni, Ñuflo de Chávez, Pando y Reyes, así como sobre sus obispos, a quienes expreso igualmente mi profundo aprecio.
Finalmente, deseo reservar un especialísimo recuerdo al señor cardenal José Clemente Maurer, a quien espero encontrar en los próximos días; así como a los demás obispos que por motivos de salud no han podido venir a este encuentro.
Mi gratitud a todos por el cuidado y esmero que habéis puesto en preparar mi visita pastoral.
3. Vosotros, hermanos obispos, –en palabras del Concilio Vaticano II– habéis sido “puestos por el Espíritu Santo, y ocupáis el lugar de los Apóstoles como Pastores de las almas, y juntamente con el Sumo Pontífice, y bajo su autoridad, sois enviados a actualizar perennemente la obra de Cristo, Pastor eterno” (Christus Dominus, 2).
Vuestra condición de Pastores de la Iglesia coloca toda vuestra misión en la perspectiva del plan divino de la Redención y os indica ya de por sí cuál es la verdadera y primordial dimensión de vuestro ministerio: dar vida perennemente a la obra de Cristo, que es la obra de salvación.
Para ello –como nos dice el documento conciliar apenas citado– “los obispos han sido constituidos por el Espíritu Santo, que se les ha dado, verdaderos y auténticos maestros de la fe, pontífices y pastores”(Christus Dominus, 2). Es la triple función de enseñar con autoridad la verdad revelada y de vigilar para prevenir los errores, de ser los ministros primeros del culto divino para la santificación de los fieles en virtud de la plenitud del sacerdocio recibido, y de regir y apacentar al Pueblo de Dios con potestad ordinaria, propia y inmediata.
De aquí surge la exigencia, en primer lugar, de no descuidar las funciones ministeriales, las cuales merecen ocupar un puesto preeminente en vuestra actividad pastoral.
4. Por la misma razón, vuestro servicio magisterial asume una función prioritaria en difundir la Palabra de Dios y iluminar con adecuadas orientaciones doctrinales a vuestro presbiterio y a vuestros fieles, como leemos en el Salmo: “Antorcha para mis pies es tu palabra, luz para mi sendero” (Sal 119 [118], 105). De esta manera, sabréis conducir a la Iglesia con fidelidad a la voluntad del Señor y con la atención dirigida siempre a las necesidades del hombre, que espera la enseñanza autorizada que le ayude a descubrir el valor trascendente de su existencia y le ilumine en su caminar como ciudadano y hijo de Dios.
Con orientaciones claras, oportunas y adecuadas a las situaciones de cada época, vuestros fieles podrán ir logrando criterios cada vez más maduros en lo que concierne a su vida cristiana y a sus responsabilidades en la sociedad, al mismo tiempo que adquirirán la solidez doctrinal necesaria para hacer frente a ideas, mentalidades y sistemas que no estén de acuerdo con la fe genuinamente profesada.
5. A este respecto me alegra profundamente poder comprobar personalmente la religiosidad del pueblo boliviano, que espera y necesita vuestra guía doctrinal, para poder así purificar y consolidar en la verdad sus sinceras y hondas creencias religiosas. Asimismo necesita vuestras orientaciones para saber cómo actuar y defenderse frente a la actividad proselitista de las sectas que, en tiempos recientes, se están multiplicando en Bolivia; dichas sectas de corte fundamentalista están sembrando confusión en el pueblo y, por desgracia, pueden diluir muy pronto la coherencia y la unidad del mensaje evangélico. Será tarea vuestra proporcionar un adecuado discernimiento en vuestros fieles, para que, en actitud de sincero ecumenismo con los hermanos de las otras confesiones cristianas y de respeto con todos, sepan no obstante mantenerse y comportarse como hijos fieles de la Iglesia en la que han sido bautizados.
En esta línea, deseo poner de relieve y alentaros, queridos hermanos, por el interés que demostráis en promover una adecuada formación cristiana a todos los niveles, con particular atención a la niñez y a la juventud. Me complace el esfuerzo que estáis realizando para preparar convenientemente a catequistas, líderes religiosos, agentes de pastoral y laicos en general; que como hombres y mujeres comprometidos con su vocación cristiana, se empeñen en la labor evangelizadora y en la extensión del Reino de Dios. Pero sobre todo os animo a dar una particular importancia a la sólida formación cultural y humana, teológica y pastoral de los seminaristas y sacerdotes, primeros colaboradores vuestros, a los que os pido estéis siempre muy cercanos, preocupándoos fraternamente por su vida espiritual y material. Eso favorecerá también el deseado aumento de vocaciones.
Con esta actitud seréis verdaderos constructores de una Iglesia viva y dinámica, que partiendo de su fe sea con vosotros y con el Papa sembradora de justicia y esperanza, de acuerdo con el lema elegido para mi viaje pastoral a vuestro país.
6. La causa de la justicia es una causa plenamente asumida por la Iglesia en su servicio al hombre, particularmente al más necesitado. Una causa integrada en su doctrina social “para favorecer tanto el planteamiento correcto de los problemas como sus soluciones mejores”, a fin de lograr “un desarrollo auténtico del hombre y de la sociedad que respete y promueva en toda su dimensión la persona humana” (Sollicitudo rei socialis, 41. 1). En esta misma dirección se han movido los grandes documentos del magisterio social de mis Predecesores y es la que ha inspirado mi reciente Encíclica.
Ser sembradores de justicia supone defender y promover sus postulados a todos los niveles y, a la vez, denunciar sus violaciones como algo contrario al Evangelio y a la dignidad de la persona. Supone también denunciar los métodos injustos que procedan de los poderosos, así como el no cumplir con sus obligaciones, si esto ocurriera, por parte de los menos pudientes. Porque “el bien, al cual estamos llamados todos, y la felicidad a la que aspiramos no se obtienen sin el esfuerzo y el empeño de todos sin excepción, con la consiguiente renuncia al propio egoísmo” (Ibíd. 26).
7. Por eso, al promover el objetivo de la justicia no sólo deben combatirse “las estructuras de pecado” y “los mecanismos perversos” a que hacía referencia en mi última Encíclica (Ibíd. 37. 39. 30, sino también el pecado personal, sobre todo el egoísmo, que es la raíz originaria de esas mismas estructuras injustas y del pecado.
Ahí tiene un amplio campo de acción vuestra misión de Pastores, en la que debe resplandecer la doctrina y la práctica del amor solidario, del amor querido por Cristo, pues “todo el que no obra la justicia no es de Dios, ni tampoco el que no ama a su hermano... Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra el corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?” (1Jn 3, 10. 17).
Ese amor es el criterio de discernimiento para todo cristiano y debe ser el método de acción del mismo. Por tal motivo es siempre reprobable el recurso a la violencia y al odio como medios para conseguir una meta de pretendida justicia. Esta es una convicción que la Iglesia ha mantenido siempre y que continúa teniendo plena vigencia en el momento presente.
8. Sembrar la justicia –sobre todo donde existen tantos ejemplos y estructuras de injusticia– es sacar de la propia fe y de los principios del Evangelio la fuerza, y inspiración para tratar de cambiar esas situaciones concretas, con métodos evangélicos. De ahí que el Concilio exhortaba a evitar toda dicotomía entre la vida profesional y social y la vida cristiana, porque “el cristiano que falta a sus obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo, falta, sobre todo, a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna salvación” (Gaudium et spes, 43).
Este compromiso por la justicia y en favor de la eliminación de todo abuso y opresión, ha canalizado una corriente de pensamiento y de acción que, especialmente en América Latina, se ha concretado en el ansia de liberación de todo yugo y esclavitud.
Tal aspiración es algo ciertamente noble y válido; no puede negarse que en una teología de la liberación sana y auténticamente evangélica existen valores positivos, mas no hay que olvidar que “también las desviaciones y los peligros de desviaciones, unidos a esta forma de reflexión y de elaboración teológica, han sido convenientemente señalados por el Magisterio de la Iglesia” (Sollicitudo rei socialis, 46).
Os recuerdo encarecidamente, queridos hermanos, que en el ejercicio de vuestra función magisterial tengáis siempre presente los criterios del genuino discernimiento doctrinal y práctico que ilumine y guíe a los agentes de pastoral y a todos los fieles. Una reflexión teológica que distorsione la palabra inspirada con arbitrarios reduccionismos no puede ser aceptada por la Iglesia. Ello no significa que los Pastores deban callar ante innegables situaciones de injusticia. La Iglesia, en el campo social, tiene una función profética a la que “pertenece también la denuncia de los males y de las injusticias. Pero conviene aclarar que el anuncio es siempre más importante que la denuncia, y que ésta no puede prescindir de aquel, que le brinda su verdadera consistencia y la fuerza de su motivación más alta” (Sollicitudo rei socialis, 41).
9. Ser sembradores de esperanza es cumplir con otra misión esencial a la Iglesia, porque “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo” (Gaudium et spes, 1).
La solidaridad y cercanía de la comunidad eclesial a un mundo como el nuestro, probado por el dolor y dividido por odios y enemistades, es ya de por sí un signo de esperanza. Como también debe serlo el decidido empeño en predicar la hermandad de todos los hombres en Cristo: iguales en dignidad personal y llamados a la misma vocación de eternidad. Una fraternidad que se enriquece y adquiere nueva dimensión en la relación con la Virgen María, Madre de Jesús y Madre nuestra.
La Iglesia será asimismo sembradora de esperanza si sabe llamar a cada uno para que preste su contribución responsable, aquí y ahora, al mejoramiento de la sociedad según sus posibilidades, “sin esperarlo todo de los países más favorecidos y actuando en colaboración con los que se encuentran en la misma situación. Cada uno debería llegar a ser capaz de iniciativas que respondan a las propias exigencias de la sociedad” (Sollicitudo rei socialis, 44).
10. Por encima de todo la Iglesia debe sembrar esperanza, mostrando con claridad en su predicación y en su vida a Jesús de Nazaret, luz para todo hombre, camino, verdad y vida (cf. Jn 14, 6). Lo hará eficazmente si sabe conducir al ser humano desesperanzado hacia Cristo que es nuestra fe, nuestra fortaleza, nuestra Pascua.
Por eso, la Iglesia, por exigencia de su fidelidad a Cristo, no puede limitarse a ofrecer esperanzas meramente temporales o liberaciones parciales de males únicamente terrenos. No podemos confinar al hombre en espacios de sola liberación material, privándole así de su dignidad más alta que lo llama a la trascendencia en Dios, un Dios que es y se nos ha mostrado como Padre de misericordia, un Cristo hermano y Redentor del hombre, un Espíritu, Señor y vivificador de nuestra existencia temporal, que le inspira el soplo de vida que nunca acaba.
Difundiendo así la confianza en el Dios cercano, que nos ama infinitamente como a hijos, la Iglesia llevará aliento y nuevas energías al hombre de rostro doliente, boliviano y latinoamericano. Un aliento fundado en Cristo “por quien – como nos enseña San Pablo – hemos obtenido también, mediante la fe, el acceso a esta gracia en la cual nos hallamos; y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Más aún, nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza, y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones” (Rm 5, 2-5). Sólo en esta perspectiva hallan su plena realización las expectativas de paz, justicia y felicidad del hombre.
11. María Santísima, la Virgen de Copacabana, que nos dio a Cristo, Sol de justicia, y que es la “Madre de la esperanza”, aliente vuestro camino y os sostenga en vuestro fiel empeño eclesial.
Que Ella os enseñe a infundir fe, justicia y esperanza en los pobres, en la juventud, en la familia, para que a su vez se transformen en difusores de esos grandes ideales.
Que la Madre de Jesús y nuestra nos ayude a dinamizar la Iglesia de Cristo en Bolivia y bendiga los objetivos de este viaje pastoral. Para que mi voz pueda ser aliento en las dificultades de cada boliviano. Y para ser juntos, en esta sociedad tan necesitada, sembradores de justicia y esperanza. Que así sea.
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