DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL PRESIDENTE DEL SOVIET SUPREMO DE LA URSS
MIJAIL GORBACHOV*
Viernes 1 de diciembre de 1989
Señor Presidente:
1. Me es particularmente grato dirigirle el más cordial saludo a usted, a su gentil señora, al señor Ministro de Asuntos Exteriores y a todos los miembros de su séquito.
La visita que usted ha querido hacer al Sucesor de Pedro constituye un acontecimiento importante en la historia de las relaciones de la Unión Soviética con la Sede Apostólica, y como tal es considerada con profundo interés por los católicos del mundo entero, así como por todos los hombres de buena voluntad. Como es bien sabido, la casa del Papa ha sido siempre la casa común para todos los representantes de los pueblos de la Tierra. Señor Presidente, sea, pues, cordialmente bienvenido. En su persona deseo saludar, también, a todas las poblaciones de las Repúblicas de la Unión Soviética, a las que van mi estima y mi afecto.
2. El año pasado hemos celebrado el milenio del bautismo de la Rus' de Kiev, que marcó tan profundamente la historia de los pueblos que recibieron allí el mensaje de Cristo. De esa manera, la riqueza de la Revelación acerca de la dignidad y acerca del valor de la persona humana, que deriva de su relación con Dios, Creador y Padre común, se fundió admirablemente con el patrimonio original de aquellas poblaciones, patrimonio que en el curso de los siglos se enriqueció con muchos otros valores religiosos y culturales.
Para citar una elocuente expresión de ese patrimonio, me complace referirme a los iconos que se exhiben en la exposición inaugurada por mí hace algunos días. En efecto, el icono es una admirable síntesis de arte y de fe, que eleva el espíritu hacia el Absoluto, en una fusión única de colores y de mensajes.
3. Me agrada contemplar su Visita, Señor Presidente, sobre el fondo de la celebración del milenio y, al mismo tiempo, como una semilla cargada de promesas para el futuro, pues nos permite mirar con mayor confianza el porvenir de las comunidades de los creyentes en la Unión Soviética.
A todos les son conocidos los acontecimientos de los decenios pasados y las dolorosas pruebas a que fueron sometidos tantos ciudadanos por causa de su fe.
En particular, es sabido cómo numerosas comunidades católicas hoy esperan con ansia poderse reconstituir y poder gozar de la guía de sus Pastores.
La evolución reciente y las nuevas perspectivas abiertas nos llevan a esperar un cambio de la situación, gracias a la decisión de su Gobierno, en numerosas ocasiones afirmada, de proceder a una renovación de la legislación interna, con el fin de adaptarla plenamente a los solemnes compromisos internacionales, suscritos también por la Unión Soviética.
En este momento hago mía la espera de millones de conciudadanos suyos —y con ellos de millones de ciudadanos del mundo— de que la ley sobre la libertad de conciencia, que pronto se discutirá en el Soviet Supremo, contribuya a garantizar a todos los creyentes el pleno ejercicio del derecho a la libertad religiosa, que es —como muchas veces he recordado— fundamento de las demás libertades. Mi pensamiento va particularmente a aquellos cristianos que viven en la Unión Soviética, en plena comunión con la Sede Apostólica. Para todos ellos —sean de rito latino, de rito bizantino o de rito armenio— hago votos de que puedan practicar libremente su vida religiosa.
En un clima de recuperada libertad, los católicos podrán así colaborar adecuadamente con los hermanos de la Iglesia Ortodoxa, tan cercanos a nosotros, puesto que con ellos tenemos un patrimonio común y con ellos queremos trabajar en un renovado empeño ecuménico para anunciar el Evangelio de Cristo a las nuevas generaciones y para colaborar juntos en el vasto campo de la promoción humana, en espera de reconstruir aquella unidad querida por Cristo para su Iglesia.
4. Con usted, Señor Presidente, hemos podido hablar también de la situación internacional y de algunos problemas específicos más urgentes. Asimismo hemos tratado del desarrollo de nuestros contactos tanto para la solución de los problemas de la Iglesia Católica en la URSS como para promover un compromiso común en favor de la paz y de la colaboración en el mundo.
5. Esta colaboración es posible puesto que tiene como objeto y sujeto al hombre. En efecto, «el hombre es el camino de la Iglesia», como recordé desde el inicio de mi Pontificado (Encíclica Redemptor hominis, n. 14).
Y si, por una parte, la Iglesia llega a conocer el misterio del hombre a la luz del misterio de Cristo (Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et spes, 22), también es verdad que ella aprende a comprenderlo igualmente a través de las experiencias de los individuos y a través de los éxitos y las derrotas de las naciones. Por esto, la Iglesia, como «experta en humanidad» (Pablo VI, Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas, 4 de octubre de 1965), se asocia hoy más que nunca a todos aquellos que quieren servir a la causa del hombre y contribuir al progreso de las naciones.
Al final del segundo milenio de la Era Cristiana, la Iglesia se dirige a todos aquellos que se preocupan de la suerte de la Humanidad, para que se unan en un compromiso común por la elevación material y espiritual. Esa preocupación por el hombre no sólo puede llevar a la superación de las tensiones internacionales y al fin de1 enfrentamiento entre los bloques, sino que también puede favorecer el nacimiento de una solidaridad universal sobre todo con respecto a los países en vías de desarrollo. En efecto, «la solidaridad —como ya he subrayado— nos ayuda a ver al «otro» —persona, pueblo o nación— no como un instrumento cualquiera..., sino como un «semejante» nuestro, una «ayuda» (cf. Gn 2, 18.20) para hacerlo partícipe, como nosotros, del banquete de la vida al que todos los hombres son igualmente invitados por Dios» (Encíclica Sollicitudo rei socialis, n.39).
Esto vale en particular para las naciones más fuertes y más dotadas. Refiriéndome a ellas anoté que «superando los imperialismos de todo tipo y los propósitos por mantener la propia hegemonía.... (ellas) deben sentirse moralmente responsables de las otras, con el fin de instaurar un verdadero sistema internacional que se base en la igualdad de todos los pueblos y en el debido respeto de sus legítimas diferencias» (ib.).
6. Ciertamente, la Humanidad hoy espera nuevas formas de cooperación y de ayuda recíproca. Sin embargo, la tragedia de la Segunda Guerra Mundial nos ha enseñado que, si se olvidan los valores éticos fundamentales, pueden nacer consecuencias tremendas para la suerte de los pueblos, e incluso los más grandes proyectos pueden fracasar. Por esto, en la Carta Apostólica escrita para conmemorar el 50º aniversario del inicio de la Segunda Guerra Mundial sentí el deber de recordar a la Humanidad que «no hay paz si el hombre y el derecho son despreciados» y «si los derechos de todos los pueblos — y particularmente de los más vulnerables — no son respetados» (n. 8). Además, expresé a los hombres de Gobierno y a los Responsables de las Naciones «mi profunda convicción de que el respeto de Dios y el respeto del hombre son inseparables. Constituyen el principio absoluto que permitirá a los Estados y a los bloques políticos superar sus antagonismos» (n. 12).
7. Señor Presidente, este encuentro no puede dejar de captar vivamente, por su novedad, la atención de la opinión pública mundial, como algo singularmente significativo, signo de tiempos madurados lentamente y rico en promesas.
La Santa Sede que sigue con gran interés el proceso de renovación puesto en marcha por usted en la URSS, desea que tenga éxito, y está dispuesta a favorecer toda iniciativa que sirva para proteger y armonizar mejor los derechos y los deberes de la persona y de los pueblos con el fin de salvaguardar la paz en Europa y en el mundo.
Usted tendrá mañana mismo un encuentro con el Presidente de los Estados Unidos de América, el Señor George Bush. Por mi parte, deseo cordialmente y pido a Dios que las próximas conversaciones aporten nuevos acuerdos, inspirados en una atenta escucha de las exigencias y de las expectativas de los pueblos.
Con estos sentimientos, Señor Presidente, le renuevo mis mejores deseos para su persona y su misión, para su familia y para su País, invocando sobre todos la bendición de Dios Todopoderoso.
*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n.50, p.1, 7.
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