DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA DE FILIPINAS ANTE LA SANTA SEDE*
Sábado 18 de mayo de 1991
Señor Embajador:
1. Me complace darle la bienvenida al Vaticano para la presentación de las Cartas que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República de Filipinas ante la Santa Sede. En este cargo, su misión consistirá en contribuir a un mayor fortalecimiento de los lazos estrechos que ya existen entre su País y la Santa Sede; lazos que reflejan una relación que se inició hace casi quinientos años, cuando se predicó la fe cristiana por primera vez en el archipiélago de Filipinas; lazos que tienen bases sólidas en los puntos de vista que compartimos sobre muchas cuestiones de relaciones internacionales, en nuestro compromiso por promover la justicia en todos los ámbitos de la sociedad y por favorecer la paz en el mundo. Le agradezco los saludos que me ha transmitido de parte de la Presidenta, Corazón Aquino; le ruego que asegure a Su Excelencia mis fervientes oraciones por el bienestar de Filipinas.
2. Una de las preocupaciones principales de mi Pontificado en relación con la comunidad internacional ha sido la de llamar la atención sobre el desequilibrio cada vez más notable entre los países del «Norte» y del «Sur», o sea, la gran distancia material que separa a los países desarrollados de los que están en vías de desarrollo. Como usted bien sabe, el juicio de la Iglesia respecto a ese desequilibrio no nace de intereses económicos o políticos; por el contrario, la Iglesia enfoca esta cuestión a la luz de su misión religiosa y, por tanto, desde un punto de vista eminentemente ético y moral.
A partir del declive de la contraposición ideológica que ha dividido al mundo durante la mayor parte de esta centuria, el desequilibrio entre naciones ricas y pobres es ahora ciertamente la causa de mayor amenaza de conflicto entre los pueblos. En mi mensaje de año nuevo al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, afronté nuevamente este tema, con la esperanza de que los líderes de las naciones tomaran una actitud previsora y moralmente responsable, para responder a la frustración de millones de hermanos nuestros atrapados en situaciones de privación material o cultural (12 de enero de 1991, n. 9; cf. L'Osservatore Romano, edición en Lengua Española, 18 de enero de 1991, pág. 8).
3. A fin de impedir que ese desequilibrio entre las sociedades desarrolladas y las que están en vías de desarrollo siga siendo causa crónica de tensión, la comunidad internacional deber llevar a cabo ajustes adecuados en su propio sistema económico y social y en sus prioridades. En particular, hay que aplicarse para resolver el problema de la deuda externa de los países menos capaces de cumplir con obligaciones que están por encima de sus posibilidades (cf. ib.). No se puede ignorar la seriedad de esta situación. En un nivel más inmediato, es preciso dar pasos urgentes con el objetivo de ayudar a millones de personas cuya existencia esta amenazada por el hambre, la falta de hogar y la violencia. En un nivel más general, pero no menos urgente, se requiere una nueva actitud para cambiar el orden predominante, en el que un sector reducido de la familia humana usa una parte desproporcionada de los recursos de la tierra y de las energías disponibles sin que su experiencia, su tecnología y sus actuales beneficios materiales del desarrollo redunden en bien del resto, que es, con mucho, la mayor parte de la raza humana.
Esto no significa criticar el progreso realizado por las naciones más desarrolladas a través de un duro trabajo y gracias a su espíritu emprendedor. Tampoco significa ignorar la responsabilidad que tienen las naciones en vías de desarrollo en la promoción de su propio crecimiento mediante políticas sabias y esfuerzos sostenidos. Significa reconocer, como escribí en mi reciente encíclica Centesimus annus, que allí existe una «creciente incapacidad para encuadrar los intereses particulares en una visión coherente del bien común» (n. 47).
A menudo falta un concepto adecuado, tanto a nivel teórico como práctico, del bien común, de la construcción de la nación y del trabajo, con vistas a un orden justo en las relaciones económicas y políticas. El bien común «no es la simple suma de los intereses particulares, sino que implica su valoración y armonización, hecha según una equilibrada jerarquía de valores y, en última instancia, según una exacta comprensión de la dignidad y de los derechos de las personas» (ib.).
4. En este año, que la Iglesia está dedicando a propagar el conocimiento de su Doctrina Social, no puedo menos de poner de relieve el destino social de todo poder y riqueza, así como el deber de usar estas realidades para el bien común. No es imposible que en muchos países - incluyendo a Filipinas - se establezca un nuevo pacto de solidaridad, un pacto social, por decirlo así, entre los responsables de la vida pública, los que controlan la economía, los que están empeñados en el desarrollo educativo, científico y tecnológico, y las otras fuerzas que actúan en el seno de la sociedad; pacto por el que todos estarían de acuerdo en trabajar con miras a mejorar las condiciones" pero, de modo tal que se beneficie un número de ciudadanos cada vez mayor, mediante su educación a una mayor participación en la vida económica y social. Para que pueda llevarse a cabo un esfuerzo semejante, las autoridades públicas tendrían que mostrar que están de verdad al servicio de sus comunidades; los líderes en el ámbito de los negocios deberían armonizar las necesidades de crecimiento del capital y de la ganancia con las exigencias de la justicia y la creación de una comunidad de trabajo respetuosa de la personalidad y de la creatividad de sus miembros; los que educan y los que forjan la opinión pública han de promover y apoyar una visión de la vida en la que la dignidad trascendente de cada persona sea el criterio de juicio y de acción. En resumidas cuentas, todos deberían convencerse de que la nación, como comunidad de personas, tiene que construirse sobre sólidas bases éticas y morales, y que cada uno de sus miembros tiene que compartir responsabilidades por el bien de todos.
5. Su nación esta experimentando una serie de profundas transformaciones. Su Excelencia se ha referido a los esfuerzos positivos que su pueblo y el Gobierno han llevado a cabo para afrontar los desafíos que se les han presentado. Usted sabe que la Iglesia es un interlocutor sabio y efectivo en el esfuerzo por construir una sociedad que sea profundamente respetuosa de la dignidad humana y que esté firmemente establecida sobre sólidas bases de justicia social. La Iglesia, de hecho, no es nunca un observador meramente pasivo en 1a escena humana. Su deber de comunicar el amor misericordioso de Dios abraza a los individuos, a las fami1ias y los grupos de cada uno de los estamentos sociales. Siente una llamada especial para servir al pobre, a todos los que tienen necesidades mayores y más urgentes. Pero nadie está excluido de su preocupación. Estoy segura de que en su País esta realidad es bien conocida y apreciada.
He tenido la oportunidad de reflexionar muchas veces con los obispos de Filipinas sobre las circunstancias de su ministerio. Se han comprometido intensamente a servir a los mejores intereses de su pueblo por medio del ejercicio de su función específica como guías espirituales y maestros, y también por medio de una inmensa red de obras educativas, sociales y caritativas, que han brotado del mandamiento evangélico de amar al prójimo como a sí mismo. La segunda Asamblea plenaria de Filipinas, que Su Excelencia ha mencionado y en la que usted participó personalmente, dio voz al deseo de los obispos de preparar mejor a la comunidad católica con el propósito de afrontar los muchos desafíos que tiene por delante.
6. Mediante su enseñanza y su actividad evangelizadora, los Pastores de la Iglesia se esfuerzan de manera especial por educar las conciencias en las exigencias objetivas de la justicia y de la solidaridad, que brotan de nuestra dignidad humana. Tienen plena confianza en la capacidad y en la bondad de su pueblo y reconocen debidamente los muchos aspectos positivos de la sociedad filipina. Se preocupan, asimismo, por lo que parece ser el declive de ciertos valores fundamentales. Notan el desequilibrio social, que en muchos casos, lleva a una pérdida de confianza en las instituciones políticas y públicas e incluso a la violencia.(cf. Discurso a los Obispos filipinos, 18 de septiembre de 1990, n. 2). Abrigo una viva esperanza, Señor Embajador, de que, sin confundir sus respectivas funciones, la Iglesia y las autoridades públicas de Filipinas continúen cooperando en la promoción del bien común.
Que Dios bendiga abundantemente al pueblo filipino en la construcción de una sociedad más equitativa, más justa y más caritativa. ¡Que su protección esté con usted, Señor Embajador, en el cumplimiento de su noble misión!
*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española n. 25 p.7 (p.343).
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