PALABRAS DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
CON MOTIVO DE LA INAUGURACIÓN DE LA CAPILLA DE LA VIRGEN DE GUADALUPE
EN LAS GRUTAS VATICANAS
Martes 12 de mayo de 1992
Queridos hermanos en el Episcopado,
amados sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles:
Reunidos en torno al altar para celebrar el sacrificio eucarístico, queremos alabar también a la Bienaventurada Virgen María con motivo de la inauguración de esta hermosa capilla de Nuestra Señora de Guadalupe, junto a la tumba del apóstol san Pedro en la Basílica Vaticana.
En estos momentos mi pensamiento y mi recuerdo entrañable se dirigen al Tepeyac, donde el Señor me concedió la gracia de encontrarme en dos ocasiones con los amadísimos hijos de México, a quienes también invito hoy a unirse espiritualmente a esta celebración que se enmarca en los eventos conmemorativos del V Centenario de la llegada del Evangelio al Nuevo Mundo.
Con la inauguración de esta capilla, que es como una prolongación del Tepeyac en Roma, se hace más palpable la íntima comunión de Latinoamérica con la Iglesia universal. En efecto, este lugar de culto proclama y estrecha los lazos con un continente que, desde su nacimiento a la fe, ha visto en la Madre de Dios el camino hacia Cristo, luz del mundo. Desde su santuario de Guadalupe, María ha sido y es la Estrella de la Evangelización y, por consiguiente, el símbolo de unidad para todos los pueblos latinoamericanos, en cuya devoción están arraigados los profundos valores de su cultura cristiana. Y, con mayor razón, México, que tiene en aquel santuario el centro espiritual y el factor unificador de su pueblo y de su historia.
Con toda la profundidad de su simbolismo, aquel santuario mexicano peregrina hoy hasta Roma y planta sus raíces junto a la sede de Pedro, fundamento de unidad de la Iglesia universal. México, que se destaca por su fidelidad al Papa, ha querido testimoniar, con esta hermosa capilla de Nuestra Señora de Guadalupe en el centro de la cristiandad, no sólo su vocación mariana sino también sus raíces históricas y la fuerza unificadora de su cultura, que enriquece a toda la Iglesia.
Esta capilla guadalupana, junto con las otras advocaciones que rodean el sepulcro de san Pedro en el Vaticano, nos lleva en espíritu al cenáculo de Jerusalén donde, como hemos escuchado en la primera lectura, los apóstoles “se dedicaban a la oración en común, junto con algunas mujeres, entre ellas María, la madre de Jesús” (Hch 1, 14). Estoy seguro de que los mexicanos, en sus peregrinaciones a Roma, no dejarán de visitar este pequeño cenáculo y, recogidos en oración, aprenderán a escuchar la palabra de Dios y a ponerla por obra tal como lo hizo la Virgen, según nos ha recordado el evangelio de san Lucas (cf. Lc 8, 21). En María encontraremos ciertamente la fuerza necesaria para emprender la nueva Evangelización, a la que todos estamos llamados.
Al enviar hoy, a través de la radio y la televisión, mi afectuoso saludo a todos los amadísimos hijos de la noble Nación mexicana, elevo mi plegaria al Señor para que os corrobore en los valores superiores que han configurado vuestra historia y cultura: que os infunda un renovado entusiasmo para construir una sociedad más justa, fraterna y acogedora, superando viejos enfrentamientos y fomentando una creciente solidaridad entre todos, que os impulse a un decidido compromiso por el bien común. Los problemas que hoy os aquejan han de ser afrontados con clarividencia, con espíritu solidario, con plena colaboración por parte de todos pero principalmente con la mirada puesta en el Señor y en su Santísima Madre, cuya ayuda no os ha de faltar. Así lo prometió Ella al indio Juan Diego, a quien tuve la dicha de beatificar en la Basílica de Guadalupe: “No se turbe tu corazón ni te inquiete cosa alguna. No estoy yo aquí que soy tu Madre? No estás bajo mi sombra? No estás, por ventura, en mi regazo?” (Nican Nipohua, 118-119).
Santísima Virgen de Guadalupe,
te encomiendo de modo especial
al querido pueblo mexicano
para que intercedas por él
y nunca se desvíe de la verdadera fe;
para que, con la fuerza del Señor Resucitado,
sepa hacer frente a las nuevas situaciones;
defienda siempre el don de la vida,
haga imperar la verdad y la justicia,
promueva la laboriosidad
y la comunicación cristiana de bienes
y pueda ser una gozosa realidad
la civilización del amor
en la gran familia de los hijos de Dios.
Amén.
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