ENCUENTRO MUNDIAL CON LAS FAMILIAS
DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LAS FAMILIAS Y PEREGRINOS EN LA PLAZA DE SAN PEDRO
Plaza de San Pedro
Sábado 8 de octubre de 1994
1. Familia, quid dicis de te ipsa? Al inicio del concilio Vaticano II escuché por primera vez palabras semejantes. Pero el cardenal que las pronunció en lugar de familia dijo: «Ecclesia, quid dicis de te ipsa?».
Se trata de un paralelismo. Cuando, antes de este encuentro, reflexionaba y oraba, este paralelismo entre las dos preguntas se me quedó grabado en el corazón y en la memoria. Familia, quid dicis de te ipsa? Una pregunta, una pregunta que espera respuesta.
Podemos decir que este Año de la familia es precisamente una gran respuesta a esa pregunta. Quid dicis de te ipsa? Familia, familia cristiana: ¿qué eres? Encontramos una respuesta ya en los primeros tiempos cristianos. En el período postapostólico: «Yo soy la iglesia doméstica». En otras palabras: yo soy una Ecclesiola; una iglesia doméstica. Y de nuevo vemos el mismo paralelismo: Familia-Iglesia; dimensión apostólica y universal de la Iglesia, por una parte; y dimensión familiar, doméstica, de la Iglesia, por otra.
Ambas viven de las mismas fuentes. Ambas tienen su origen en Dios: en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Con ese origen divino se constituyen a través del gran misterio del amor divino. Este misterio se llama Deus homo, encarnación de Dios, que tanto ha amado al mundo que le dio su Hijo unigénito, para que no se pierda ninguno de los que le siguen. Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Un solo Dios, tres Personas: un misterio insondable. En este misterio encuentra su manantial la Iglesia, y también la familia, iglesia doméstica.
2. Amadísimos hermanos y hermanas, que habéis venido de cien países diversos para este importante encuentro con ocasión del Año de la familia: «Gracia a vosotros y paz de parte de Dios, nuestro Padre» (Col 1, 2).
He escuchado con gran atención los testimonios y las reflexiones que acaban de presentarnos. Agradezco al cardenal López Trujillo las palabras que me ha dirigido y el empeño que ha puesto, junto con sus colaboradores, para realizar esta celebración, y muchas otras celebraciones en este Año de la familia. Saludo, asimismo, a todos los presentes, cardenales y obispos, miembros del Sínodo, un Sínodo que ahora trabaja sobre un tema importantísimo: el tema de la consagración, de las personas y las comunidades consagradas en la Iglesia. Se podía pensar en un tema diverso, pero existe gran cercanía entre estos dos temas. ¿No dijo el concilio Vaticano II que los esposos, en el sacramento del matrimonio, en cierto nodo se consagran a Dios? Se consagran para crear un ambiente de amor y un ambiente de vida. Amor y vida. Ésta es vuestra gran vocación, amadísimos hermanos y hermanas; vuestra vocación, amadísimas familias. Ésta es vuestra vocación, que atraviesa todas las generaciones, comenzando por los bisabuelos y los abuelos, hasta los nietos y bisnietos: una familia de generaciones. En la misma familia se da esta peregrinación de generaciones a lo largo de la vida terrestre, para llegar a la casa del Padre.
También en esta ocasión, en que todos brindan su testimonio, quisiera brindar yo un testimonio de parte de la Iglesia de Roma, de parte del ministerio petrino, acerca de lo que se ha tratado de hacer en favor de la familia en estos últimos tiempos. Podemos comenzar por el Vaticano II: «Familia, quid dicis de te ipsa?». «Iglesia, ¿tú qué dices de ti misma?».
En la Gaudium et spes se dedica un capitulo especial a la familia; en él se habla de la promoción de la familia, de la promoción de la dignidad de la familia. Esa es la perspectiva justa; el mismo título basta para reflexionar profundamente en lo que quiere decir ser familia, ser esposo y esposa, marido y mujer, en lo que quiere decir ser padre y madre, y también hijo e hija, e incluso nietos. Todo eso se encuentra, en definitiva, en la dimensión de común dignidad, dignidad de la familia, promoción de la dignidad de la familia. Precisamente esta promoción de la dignidad de la familia es el faro con que el concilio Vaticano II —si podemos hablar así— inauguró este Año de la familia.
Este Año de la familia, como sabéis, se inauguró propiamente en Nazaret. Pero también se inauguró mucho antes, durante el concilio Vaticano II, en ese magnífico documento que es la Gaudium et spes, donde se habla de la promoción de la dignidad de la familia. Asimismo, debo citar a Pablo VI: es mérito imperecedero de este Papa el haber regalado a la Iglesia la encíclica Humanae vitae (año 1968), una encíclica que cuando apareció no fue bien comprendida en todo su alcance, pero que con el paso de los años ha ido revelando su contenido profético: en la Humanae vitae, Pablo VI, ese gran Pontífice, señalaba los criterios para defender el amor de los esposos frente al peligro del egoísmo hedonista, que, en muchas partes del mundo, tiende a extinguir la vitalidad de las familias y casi esteriliza los matrimonios. En otra de sus encíclicas históricas, la Populorum progressio, el Papa Pablo VI se hacía portavoz de los pueblos en vías de desarrollo, invitando a los países ricos a una política de auténtica solidaridad, que no tiene nada que ver con la engañosa forma de neocolonialismo que impone proyectos de control programado de los nacimientos.
De la familia se ha ocupado, también, el Sínodo de los obispos de 1980, del que surgió la exhortación apostólica Familiaris consortio, que brindó un planteamiento sistemático a la pastoral de la familia como opción prioritaria y eje de la nueva evangelización. Con ese Sínodo, y con esa exhortación postsinodal Familiaris consortio, está vinculada idealmente la redacción de la Carta de los derechos de la familia, publicada en 1983.
Quisiera recordar aquí también mis catequesis sobre este tema, desarrolladas en una serie de audiencias generales del miércoles y recogidas en el volumen titulado Varón y mujer los creó. Asimismo, hay que añadir otras numerosas intervenciones, en diversas ocasiones, y recientemente la Carta a las familias, con la que llamé a la puerta de cada casa, para anunciar el evangelio de la familia, consciente de que la familia es el camino primero y más importante de la Iglesia (cf. n. 2).
3. La atención a la familia ha impulsado a la Iglesia en estos años a crear estructuras nuevas a su servicio. Así pues, no sólo documentos, sino también estructuras, realizaciones.
El 13 de mayo de 1981, fecha muy significativa, se creó el Consejo pontificio para la familia y, posteriormente, el Instituto de estudios, de índole académica, sobre el matrimonio y la familia. A crear esas instituciones me impulsaron también las experiencias que han marcado mi actividad sacerdotal y episcopal ya en mi patria, donde siempre dediqué atención privilegiada a los jóvenes y a las familias.
Precisamente esas experiencias me enseñaron que en este campo es indispensable una profunda formación intelectual y teológica para poder desarrollar de modo adecuado las orientaciones éticas relativas al valor de la corporeidad, al sentido del matrimonio y de la familia, así como a la cuestión de la paternidad y la maternidad responsables.
La importancia de todo ello se ha apreciado de manera especial en este año 1994, que, por iniciativa de las Naciones Unidas, se ha dedicado a la familia. Cierta tendencia que se manifestó en la reciente Conferencia de El Cairo sobre población y desarrollo y en otros encuentros realizados los meses pasados, así como algunos intentos, llevados a cabo en las sedes parlamentarias, de alterar el sentido de la familia privándola de su referencia natural al matrimonio, han demostrado cuán necesarios han sido los pasos dados por la Iglesia para defender la familia y su misión indispensable en la sociedad.
4. Gracias a la concorde acción de los Episcopados y de los laicos conscientes, hemos afrontado numerosos obstáculos e incomprensiones, con tal de brindar este testimonio de amor, que ha subrayado el indestructible vínculo de solidaridad que existe entre la Iglesia y la familia. Pero, desde luego, aún es muy grande la tarea que nos espera. Y vosotras, queridas familias, estáis aquí también para aceptar este nuevo compromiso, en este tema decisivo que exige la participación vigilante y responsable no sólo de los cristianos sino también de toda la sociedad.
En efecto, tenemos la convicción de que la sociedad no puede prescindir de la institución familiar, por la sencilla razón de que nace en las familias y en ellas encuentra su consistencia.
Frente a la degradación cultural y social del momento, y ante la difusión de plagas como la violencia, la droga, el crimen organizado, ¿qué mejor garantía de prevención y de rescate que una familia unida, sana moralmente y comprometida en la vida civil? En esas familias es donde se forman las personas en las virtudes y en los valores sociales de solidaridad, acogida, lealtad y respeto a los demás y a su dignidad.
5. Volviendo al tema de la importancia de este Año, quisiera, de nuevo, recordar que nos estamos preparando para el año 2000, el gran jubileo de la venida de Cristo, de la Encarnación. Para esa fecha, para ese aniversario bimilenario, nos hemos preparado a lo largo de varias etapas: el Año de la Redención, en 1983; el Año mariano, en 1987-1988. Y ahora este Año de la familia constituye, ciertamente, una etapa importante en la preparación del gran jubileo del año 2000. Dios mediante, con ocasión de la clausura de este Año, como uno de sus frutos más valiosos y como programa para el futuro, trataré de publicar la anunciada encíclica sobre la vida.
Esta encíclica fue solicitada por los padres cardenales ya hace dos años. Creo que ahora se trata de una buena circunstancia para preparar y publicar esta encíclica sobre la vida, sobre la vida humana, sobre la santidad de la vida. Y, en cierto modo, estaría en armonía ideal con la primera encíclica de este período, que también se refiere a la vida, porque comienza con las palabras «Humanae vitae»...
Debo confesar que me concedieron veinticinco minutos, y no sé si ya han pasado, o no, esos veinticinco minutos. Bien; como veis, el Papa se halla sometido a rigurosas exigencias, muy rigurosas; pero no quisiera alargarme...
6. Así pues, amadísimos hermanos, estas luces que se ven son las luces que vienen de todo el mundo. Cada familia trae una luz, y cada familia es una luz. Es una luz, un faro, que debe iluminar el camino de la Iglesia y del mundo en el futuro, hacia el final de este milenio, y también después, mientras Dios permita que este mundo exista.
Queridos esposos, queridos padres, la comunión del hombre y la mujer en el matrimonio, como sabéis, responde a las exigencias propias de la naturaleza humana y es, a la vez, reflejo de la bondad divina, que se manifiesta como paternidad y maternidad. La gracia sacramental del bautismo y de la confirmación, así como del matrimonio, ha derramado una ola fresca y poderosa de amor sobrenatural en vuestro corazón. Es un amor que brota del interior de la Trinidad, de la que la familia humana es imagen elocuente y viva.
Se trata de una realidad sobrenatural que os ayuda a santificar las alegrías, afrontar las dificultades y los sufrimientos, a superar las crisis y los momento de cansancio; en una palabra, es para vosotros manantial de santificación y fuerza para la entrega.
Esa gracia aumenta con la oración constante y sobre todo con la participación en los sacramentos de la reconciliación y de la Eucaristía.
Con la fuerza de ese auxilio sobrenatural, estad dispuestas, queridas familias, a dar testimonio de la esperanza que hay en vosotras (cf. 1 P 3, 15).
Que vuestro testimonio sea siempre un testimonio de acogida, de entrega y de generosidad. Conservad, ayudad, promoved la vida de toda persona, especialmente de los débiles, enfermos o minusválidos; testimoniad y sembrad a manos llenas el amor a la vida. Sed artífices de la cultura de la vida y de la civilización del amor.
En la Iglesia y en la sociedad ha llegado la hora de la familia, que está llamada a desempeñar un papel de protagonista en la tarea de la nueva evangelización. Del interior de las familias, entregadas a la oración, al apostolado y a la vida eclesial, surgirán vocaciones auténticas no sólo para la formación de otras familias, sino también para la vida de consagración especial, cuya belleza y misión está explicando precisamente en estos días la Asamblea sinodal.
7. Para concluir, quiero repetir lo que dije al principio: Familia, quid dicis de te ipsa? Aquí, en nuestra asamblea de la plaza de San Pedro, la familia ha tratado de responder a esa pregunta: Quid dicis de te ipsa? Pues bien, Yo soy, dice la familia. ¿Por qué eres tú?: Yo soy porque Aquel que dijo de sí mismo Sólo yo soy el que soy, me ha dado el derecho y la fuerza de existir. Yo soy, yo soy familia, soy el ambiente del amor; soy el ambiente de la vida; yo soy. ¿Qué dices de ti misma? Quid dicis de te ipsa? Yo soy gaudium et spes. Y así podemos terminar esta improvisación, porque es verdad que tengo aquí unos papeles, pero la mitad de mi discurso ha sido improvisado, dictado por el corazón, y elaborado durante muchos días en la oración.
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