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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN LA CEREMONIA DE BEATIFICACIÓN
DE LA MADRE CÁNDIDA Y DE SOR MARÍA MARÍA ANTONIA


Lunes 13 de mayo de 1996

 

Queridos hermanos y hermanas:

1. Muchos de vosotros habéis venido a la ceremonia de Beatificación de la Madre Cándida María de Jesús Cipitria y Barriola y de María Antonia Bandrés Elósegui, principalmente desde el País Vasco, su tierra natal, y de Salamanca, lugar de su muerte y donde se custodian sus sepulcros. Habéis venido también desde otros puntos de España, Brasil, Bolivia, Argentina, Colombia, Venezuela, República Dominicana, Cuba, Filipinas, Taiwán y Japón, donde viven y trabajan las Hijas de Jesús. A todos os saludo con afecto y os doy mi más cordial bienvenida.

2. Las nuevas Beatas son un ejemplo de servicio. La Madre Cándida, siendo aún joven, tuvo que cuidar de sus hermanos menores en una familia numerosa, a la vez que daba los primeros pasos en la vida de piedad, Después, en Valladolid, mientras servía en una familia, viviendo en actitud de penitencia y oración, que son dos caminos necesarios para tomar toda decisión importante, piensa en fundar una Congregación con el nombre de Hijas de Jesús, dedicada a la salvación de las almas. Finalmente en Salamanca da el paso definitivo bajo el amparo y particular protección de la Virgen María.

Con una firme aspiración a la santidad, la beata Cándida María de Jesús se entregó a Dios dedicándose a la formación cristiana de la infancia y juventud, respondiendo así a un imperativo pastoral de la Iglesia y a una necesidad de la sociedad de entonces. En efecto, la educación integral es condición indispensable para el crecimiento moral de las personas y para el progreso de los pueblos, lo cual forma parte de la acción evangelizadora de la Iglesia.

3. Uno de los primeros y más insignes frutos de esa acción educativa fue la figura de la beata María Antonia Bandrés, que desde su juventud se ofreció a Dios, siguiendo fielmente los pasos de Madre Cándida y viviendo de forma alegre y fervorosa su servicio al Señor. Los pobres fueron sus predilectos: con ellos compartía ya de niña todo cuanto tenía. Lo había aprendido de sus padres, que le enseñaron que el amor a los otros era un deber, aunque ella supo llevar a cabo las obras de misericordia con sencillez y naturalidad para que nadie se sintiera herido. El desprendimiento de sí misma y de las cosas y el más completo abandono en la Providencia divina templaron su fortaleza y su esperanza. Así preparó su alma para ofrecer su vida por alguien a quien amaba y veía lejos de las prácticas de la fe.

Su testimonio debe ayudar a las jóvenes y a los jóvenes a descubrir la belleza de la vida consagrada totalmente al Señor, a comprender mejor el sentido de la oración y la fecundidad del sufrimiento, ofrecido a Cristo por amor a los demás.

El gran gozo de contemplar a las dos Beatas en la gloria de los altares ha de ser para todas las Hijas de Jesús, para sus alumnas y alumnos, y para cuantos colaboran en las diversas obras de apostolado promovidas por la familia jesuitina, una ocasión propicia para encarnar fielmente su carisma en la sociedad actual, poniendo en práctica con el propio ejemplo las enseñanzas que ellas os han dejado. Con estos sentimientos os imparto de corazón a todos vosotros, así como a vuestras familias y seres queridos la Bendición Apostólica.

 



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