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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL SUPERIOR GENERAL DE LOS PADRES ROGACIONISTAS
DEL CORAZÓN DE JESÚS

 

Al reverendísimo padre
Pietro Cifuni,
superior general de los padres Rogacionistas del Corazón de Jesús

1. La alegre celebración del primer centenario del nacimiento de la congregación de los Rogacionistas del Corazón de Jesús (fundada el 16 de mayo de 1897), me brinda la grata oportunidad de dirigirle a usted y a todos los hijos del beato Aníbal María Di Francia, así como a las Hijas del Divino Celo y a cuantos comparten su ideal, unas palabras de felicitación y, sobre todo, de acción de gracias a Dios por el don que quiso hacer a su Iglesia, enriqueciéndola con el carisma religioso rogacionista. La perspectiva del ya próximo tercer milenio cristiano ofrece una motivación ulterior para una celebración que suscite en todos los miembros de la familia rogacionista una renovada determinación de prestar un generoso y cualificado servicio de anuncio y de testimonio del Evangelio de Cristo en los diversos países donde está extendida.

2. «Novum fecit Dominus» (Escritos, vol. I, p. 96; cf. Is 43, 19; Ap 21, 5). Estas palabras de la sagrada Escritura, que el padre fundador solía repetir, con gratitud y admiración por la obra realizada por el Señor mediante su humilde ministerio, resuenan hoy en el espíritu de sus hijos e hijas, impulsándolos a vivir esa improvisa y luminosa intuición que inflamó su corazón, dándole la certeza de que «había encontrado el secreto de todas las obras buenas y de la salvación de todas las almas» (Antología Rogacionista, p. 382).

«Rogate, ergo, Dominum messis ut mittat operarios in messem suam» (Mt 9, 38): ese fue el alegre descubrimiento del beato Aníbal María Di Francia. Meditando esas palabras de Jesús, comprendió el celo apostólico de su Corazón divino al contemplar a las muchedumbres «cansadas y abatidas como ovejas sin pastor» (Mt 9, 36) y lo hizo suyo, orientando hacia él toda su existencia y todo su apostolado. Vuestro fundador ya se dedicaba, con todas sus fuerzas, como narra él mismo, al alivio espiritual y temporal de los más abandonados, pero se preguntaba: «¿Qué son estos pocos huérfanos que se salvan, y estos pocos pobres que se evangelizan, frente a los millones que se pierden y yacen abandonados sin pastor?» (Antología Rogacionista, p. 382). Y ese es el «camino de salida amplio e inmenso» —como él lo define—, que le indicaron aquellas palabras del Señor.

Al hacerlo suyo, hizo suyo el Corazón de Cristo: su compasión por los hijos de Dios dispersos, que era necesario volver a reunir en la unidad de una sola familia (cf. Jn 11, 52), y, con él, se ponía en manos del Padre, transformando en oración, suscitada por el Espíritu, la invocación de la salvación para los innumerables hombres y mujeres a los que aún no había llegado el gozoso anuncio de la llegada del Reino divino.

3. Así comenzó a brotar, como de una pequeña semilla, la plantita de una obra que hoy está robusta y llena de frutos. Constituye juntamente una escuela de santidad, en el seguimiento exigente de Cristo Señor por el camino de los consejos evangélicos, y un instrumento precioso y providencial de caridad y evangelización.

Siguiendo las huellas del beato Aníbal María Di Francia, los rogacionistas han heredado la vocación a imitar a Cristo, corazón del mundo: un corazón lleno de comprensión y rebosante de amor a los hermanos y hermanas que esperan la Palabra de salvación y el Pan de la vida; un corazón que, con confiada perseverancia, pide incesantemente al Padre «que mande obreros a su mies».

En la fidelidad al carisma específico de la fundación, están llamados a responder, ante todo, a la vocación a la santidad por el camino de los consejos evangélicos. Como recordé en la exhortación apostólica Vita consecrata, esa vocación constituye en medio de los hombres de nuestro tiempo una elocuente confessio Trinitatis, porque se alimenta con un amor cada vez más sincero y fuerte «a Cristo, que llama a su intimidad; al Espíritu Santo, que dispone el ánimo a acoger sus inspiraciones; al Padre, origen primero y fin supremo de la vida consagrada» (n. 21).

La misma oración del «Rogate», de la que brota una original forma de vida apostólica, no es simplemente una oración dirigida a Dios, sino que es una oración vivida en Dios: porque se concibe en unión con el Corazón misericordioso de Cristo; porque está animada por los «gemidos» del Espíritu (cf. Rm 8, 26); y porque se dirige al Padre, fuente de todo bien.

4. El beato Aníbal María Di Francia, dócil a las enseñanzas del divino Maestro y guiado interiormente por los impulsos del Espíritu, puso de relieve las condiciones y las características de esa oración, que la hacen obra eclesial por excelencia y la llevan a dar abundantes frutos para la Iglesia y para el mundo.

En primer lugar, poner en el centro de la existencia personal y comunitaria la santísima Eucaristía, para aprender de ella a orar y a amar según el Corazón de Cristo, más aún, para unir el ofrecimiento de la propia vida a la ofrenda que él hizo de la suya, prosiguiendo su intercesión por nosotros ante el Padre (cf. Hb 7, 25; 9, 24). ¡Ojalá que todo miembro de la familia rogacionista, a ejemplo de su fundador, sea un alma profundamente eucarística!

La segunda condición es la concordia de los corazones, que hace aceptable a los ojos de Dios la oración: «Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 19-20). «Declaro —afirmaba el beato fundador— que el mandamiento que nos dio nuestro Señor Jesucristo: "Amaos los unos a los otros como yo os he amado", y que constituye el distintivo de los verdaderos cristianos, es un mandamiento primario en este instituto, como el de amar a Dios sobre todas las cosas, con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas» (Antología Rogacionista, p. 511).

La tercera condición en la que insistía el fundador es asociarse íntimamente a las penas del Corazón santísimo de Jesús mediante el ejercicio de la meditación y la generosa aceptación, día a día, de los sufrimientos exteriores e interiores, propios y de los demás, sobre todo de los que padece la santa Iglesia, esposa de Cristo.

Por último, el beato Aníbal María subrayaba la necesidad de conformar la propia vida a la de María santísima, que en su Corazón inmaculado llevaba «esculpidas con letras de oro todas las palabras pronunciadas por Jesucristo, nuestro Señor», y que, por ello, no podía por menos de llevar en sí «esas palabras que habían brotado del divino celo del Corazón de Jesús: "Rogate, ergo, Dominum messis"» (Escritos, vol. 54, p. 165).

5. No sorprende que de esa profundidad de doctrina y de experiencia de la oración del «Rogate» haya brotado una actividad apostólica intensa y generosa, tanto en la propagación de este espíritu de oración y en la promoción de las vocaciones, como en la formación de los niños y de los jóvenes, especialmente los pobres y abandonados, y en la evangelización y promoción humana de las clases sociales menos favorecidas.

En realidad, el servicio a los pequeños y a los pobres, con el espíritu del padre fundador, no constituye solamente la necesaria comprobación de la sinceridad de la oración, sino que nace de una profunda penetración de los sentimientos del Corazón de Cristo, que bendice al Padre porque ha escondido los secretos del Reino a los sabios y a los inteligentes, y los ha revelado a los pequeños (cf. Mt 11, 25).

Por otra parte, la invitación de Jesús «Venid y veréis» (Jn 1, 39), constituye también hoy «la regla de oro de la pastoral vocacional», porque «pretende presentar (...) el atractivo de la persona del Señor Jesús y la belleza de la entrega total de sí mismo a la causa del Evangelio » (Vita consecrata, 64). Por esto, el beato Aníbal María insistía, de forma incansable, en la unión perseverante con Dios y en la unidad entre los hermanos. En efecto, la unidad «manifiesta la venida de Cristo (cf. Jn 13, 35; 17, 21) y de ella brota un gran dinamismo apostólico» (Perfectae caritatis, 15).

6. Reverendísimo padre y amadísimos hijos espirituales del beato Aníbal María di Francia, vuestra vocación está marcada por el espíritu del «Rogate»; vuestra misión consiste en difundirlo. La riqueza y la actualidad del carisma del que sois herederos y depositarios os ha de impulsar a hacer fructificar cada día más los dones de gracia para vuestra familia religiosa, para vuestro camino de perfección evangélica y para el servicio cualificado y generoso que prestáis a toda la Iglesia.

Los medios modernos que las ciencias humanas y la técnica de nuestros días ponen a nuestra disposición, y que justamente vosotros tratáis de utilizar en vuestra acción apostólica, sólo alcanzarán su eficacia si están sostenidos y dirigidos por la originaria inspiración carismática del beato fundador, que veía en el «Rogate» el instrumento dado por Dios mismo para suscitar la santidad nueva y divina, con la que el Espíritu Santo quiere enriquecer a los cristianos en el umbral del tercer milenio, para hacer que Cristo sea el corazón del mundo.

Por una providencial coincidencia, el 16 de mayo de 1897, fecha en que hace cien años los primeros tres jóvenes formados por el beato Aníbal entraron en el noviciado, fue precisamente el IV domingo de Pascua, el domingo llamado del Buen Pastor. Ese mismo domingo, el siervo de Dios Pablo VI, mi venerado predecesor, instituyó la Jornada mundial de oración por las vocaciones. Yo mismo, con ocasión de la beatificación de vuestro fundador, el 7 de octubre de 1990, quise señalar a la Iglesia a Aníbal María Di Francia como «auténtico pionero y maestro de la pastoral vocacional moderna» (Discurso a los peregrinos que acudieron a la beatificación n. 3: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de octubre de 1990, p. 12).

Hoy, de forma creciente, «el problema de las vocaciones es un auténtico desafío que interpela directamente a los institutos, pero que concierne a toda la Iglesia», por lo cual «debemos dirigir una constante plegaria al Dueño de la mies para que envíe obreros a su Iglesia, para hacer frente a las exigencias de la nueva evangelización» (Vita consecrata, 64). Nunca se ha de olvidar que «una Iglesia que evangeliza es una Iglesia que reza para tener evangelizadores» (Discurso al Simposio del Consejo de las Conferencias episcopales de Europa, 11 de octubre de 1985, n. 15: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de octubre de 1985, p. 10).

A este instituto, en espíritu de plena comunión con toda la Iglesia y de fidelidad al carisma del beato fundador, corresponde la misión urgente de rezar y suscitar la oración por las vocaciones. ¡Ojalá que todo hijo espiritual del beato Aníbal María Di Francia profundice el don recibido y lo reavive, convirtiéndose cada vez más en digno obrero del Evangelio y pastor según el Corazón de Cristo!

Encomiendo a María el ministerio que esta congregación está llamada a desempeñar en la Iglesia y, a la vez que imploro sobre usted, reverendísimo padre, sobre sus hermanos y hermanas, y sobre todos los cooperadores la abundancia de la gracia divina, les imparto de corazón, como prenda de especial afecto, la propiciadora bendición apostólica.

Vaticano, 16 de mayo de 1997.

JUAN PABLO II

 



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