DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE ANGOLA, SANTO TOMÉ Y PRÍNCIPE
EN VISITA «AD LIMINA»
Martes 27 de mayo de 1997
Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado:
1. ¡Qué grata es vuestra presencia hoy aquí, representando y presentando a la Iglesia que, en medio de las tribulaciones del mundo y los consuelos del Espíritu Santo, peregrina en Angola y en Santo Tomé y Príncipe! Muchas veces la he deseado, y he hecho todo lo posible por estar siempre a vuestro lado cuando se reanudó una guerra insensata con su cortejo de privaciones, ruinas, lutos, humillaciones y sufrimientos de todo tipo, que os afectaron a vosotros mismos y a vuestras comunidades y naciones, diezmando cruelmente a la grey y obligando a los supervivientes a la diáspora y a la miseria. Parecía que el infierno se hubiera levantado, furibundo, para apagar la aurora de paz y esperanza que mi visita apostólica quería alentar y confirmar con renovados dones de lo alto, en aquellos días benditos e inolvidables de Pentecostés de 1992.
¡Cómo no recordar, entre otras cosas, la inmensa multitud de gente de todas las edades, apiñada en torno al altar en la «Playa del Obispo», en Luanda, con sus coloridos vestidos de fiesta y sus almas hermanadas en el mismo canto de acción de gracias a Dios y de fraternidad en Cristo! Recuerdo sus efusivas manifestaciones de regocijo y alegría al saber los pastores que el cielo les enviaba como ordinario de Mbanza Congo y como obispo auxiliar de Luanda, respectivamente, mons. Serafim Shyngo-Ya- Hombo y mons. Damião António Franklin, hoy aquí presentes. Vosotros sois la prueba de que aquel día no ha terminado y que el infierno no prevalecerá. De hecho, a pesar de las grandes pruebas que os sobrevinieron, en los años siguientes se renovó igualmente la jerarquía eclesiástica también en Lubango, Kwito-Bié, Novo Redondo y Saurimo, así como el nombramiento de un coadjutor para Malanje. Con profundo agradecimiento eclesial a toda la Conferencia episcopal, sobre todo a cuantos apacentaron y apacientan la grey de Cristo en esas diócesis, os doy la bienvenida a esta humilde «casa de Pedro», que siempre fue y es vuestra. Me congratulo con vuestro presidente recién elegido mons. Zacarias Kamwenho, y agradezco al cardenal do Nascimento las cordiales palabras que, en nombre de todos, me ha dirigido, manifestando el palpitar del corazón atribulado de las comunidades que os han sido confiadas; y saludo fraternalmente a cada uno de vosotros, deseando prolongar mis brazos en los vuestros, para estrechar nuevamente contra mi corazón a todos mis hermanos y hermanas de Angola y de Santo Tomé y Príncipe, con sus compatriotas y sus autoridades, en una reiterada imploración de paz y pacificación: «El Señor te bendiga y te guarde; el Señor ilumine su rostro sobre ti y te sea propicio; el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (Nm 6, 24-26).
2. Con aquella celebración eucarística en Luanda, el 7 de junio de 1992, se clausuraban las conmemoraciones jubilares del V Centenario de la evangelización de Angola. Se clausuraban con una profunda acción de gracias a la santísima Trinidad y a los «padres y madres» de vuestra fe y, con la mirada ya fija en el tercer milenio, esa multitud de hijos y hermanos, orgullosos de su adhesión a Cristo y abiertos al soplo vivificador del Espíritu Santo, renovaban el compromiso de seguir sembrando la buena nueva de la salvación hasta los confines de Angola y hacerla fructificar en los surcos de la cultura y la vida angoleñas, muchos de ellos ensangrentados y comprometidos en su apertura a causa de las vicisitudes de la guerra.
«Seglares para el año 2000». Sobre este tema se celebró, un mes después, más precisamente del 7 al 12 de julio, el primer Congreso nacional de los seglares angoleños, llamando al laicado cristiano a ser el alma de una nación que necesita concentrar todas sus fuerzas en las sendas de la paz y la reconciliación, para organizar la esperanza en un futuro digno de la sociedad angoleña. Con gran satisfacción constaté el elevado grado de madurez manifestado por vuestros fieles laicos, tanto en la larga preparación para la Asamblea que hicieron en el ámbito parroquial, diocesano y nacional, como en las propias exposiciones que realizaron allí con gran sintonía y conocimiento de la doctrina del concilio Vaticano II y de las exhortaciones apostólicas posteriores, especialmente de la Christifideles laici.
3. Los trágicos acontecimientos que comenzaron durante los últimos meses de ese mismo año 1992, pusieron duramente a prueba el entusiasmo y las decisiones tomadas en aquellos días. ¡El Calvario estaba más cerca del «Monte Tabor» de lo que parecía! Cuando finalmente esperabais recoger los frutos de una larga y atribulada siembra, viendo a cada uno de los fieles convertirse en «otro Cristo» por los caminos de la vida, dejaron en vuestros brazos a un Cristo ultrajado, perseguido y asesinado en muchos de sus miembros, del mismo modo que sucedió en el pasado a la Madre dolorosa y bendita, y os correspondió a vosotros, a los sacerdotes, a las religiosas y a cuantos pudieran ayudaros, suplicar a Dios para los muertos la paz que los vivos les negaron, poner a salvo y velar por los supervivientes, llamar a la conversión a los prevaricadores y mantener encendida en todos la luz de la esperanza.
Reunir los numerosos fragmentos que quedan de la vasija rota y pegarlos con materna paciencia e ilimitada confianza en el hombre por amor a Dios, es prueba tangible y auténtica de que está con vosotros y os asiste el Espíritu Creador, que no ha hecho otra cosa desde que su primera obra terrena, modelada con el barro pero animada con su soplo divino, se escapó de sus manos y se quebró en el jardín del Edén. Por eso, amados hermanos, ¡no os desalentéis!; por el contrario, seguid alzando vuestra voz unánime y dando a conocer a todos, con absoluta certeza, que «el grano de trigo que cae en tierra y muere, da mucho fruto» (cf. Jn 12, 24). Impulsad a vuestras comunidades cristianas a venerar a sus miembros, caídos o dispersos, víctimas del odio y la injusticia. Como sucedía en las comunidades apostólicas (cf. 1 P 3, 8-4, 19), enseñadles a discernir bien el sufrimiento por causa del reino de Dios y de su justicia, del sufrimiento «por ser criminal, ladrón, malhechor y entrometido» (1 P 4, 15): el segundo debe ser reparado; el primero sea glorificado, porque «ha de dar mucho fruto».
4. ¡Ojalá que el recuerdo de tantas vidas humanas sacrificadas apresure el tiempo de la renovación y la concordia en Angola! Todas las vidas... Las de ayer, que cayeron víctimas de la inclemencia de viajes y climas, o de las incomprensiones y las insidias humanas: tal vez mencionadas todavía en algún lugar, con una cruz o lápida ignorada o rota; tal vez despreciadas u olvidadas, porque las etiquetaron sumaria e indiscriminadamente como conniventes con los intereses de exploradores y comerciantes; quizá tachadas de esclavistas o de vendidas al poder colonial. Iglesia en Angola, si no consigues hoy recuperar el honor de tus padres y madres en la fe, ¿puedes esperar aún sobrevivir en tus hijos? Siempre que alguien ha tomado tu mano en la suya y trazó la señal de la cruz sobre ti y sobre tu tierra, ¿no era portadora de bendición? Tienes quinientos años de evangelización: ¿de cuál de ellos piensas dejarte privar?
Todas las vidas sacrificadas... también las de hoy. Con ocasión de mi visita pastoral, vuestra Comisión Justicia y paz preparó una lista de los cristianos secuestrados, torturados o asesinados durante los años que van de 1960 a 1991. Repasé, conmovido, esos nombres: eran personas pertenecientes a los diferentes estados eclesiales, que provenían de los más diversos lugares de Angola, y algunos de fuera. ¡Cómo desearía que las respectivas comunidades locales se sintieran orgullosas de ellas y las imitaran en la valentía de su fe y en su testimonio de vida cristiana: si ellas pudieron, ¿por qué yo no? Que se narren, según la hermosa tradición africana, sus hechos gloriosos. Que sus nombres y ejemplos vivan en el corazón y configuren el ideal humano y cristiano de todo el pueblo de Dios: niños y ancianos, jóvenes y adultos; ordenados, consagrados o casados, sin olvidar a todas y a todos los que hoy se sienten llamados y se preparan para asumir dentro de poco idénticos compromisos eclesiales. Así quedarán al descubierto, de una vez para siempre, las pseudo-razones invocadas en muchos lugares para considerar al hombre y a la mujer africanos como menores de edad en el cristianismo.
5. La «Iglesia que está en África» habló... Ahí está, al alcance de todos, la exhortación apostólica que recoge «los frutos de sus reflexiones y de sus oraciones, de sus discusiones y de sus intercambios » (Ecclesia in Africa, 1), apuntando decididamente hacia la meta de la santidad, reconocida y confesada como la vocación común de todos los bautizados: «El Sínodo ha reafirmado que todos los hijos e hijas de África están llamados a la santidad» (ib., 136), entendida como «configuración con Cristo» (ib., 87).
En esta perspectiva, «el matrimonio cristiano» se define como «un estado de vida, un camino de santidad cristiana», si se vive con un «amor indisoluble; gracias a esta estabilidad, puede contribuir eficazmente a realizar con plenitud la vocación bautismal de los esposos» (ib., 83). Pasando, luego, a la «vida consagrada », dice que ésta «tiene un papel particular» en la familia de Dios, que es la Iglesia: «Mostrar a todos la llamada a la santidad» (ib., 94). Y a los que apacientan la grey del Señor, les hace esta advertencia: «El pastor es luz de sus fieles sobre todo por una conducta moral ejemplar e impregnada de santidad» (ib., 98).
Después, ensanchando su mirada hacia la inmensa mies dorada del mundo por evangelizar, que espera a los segadores, la Asamblea sinodal les recomienda: «Cada misionero, lo es auténticamente si se esfuerza en el camino de la santidad». Y para que no haya dudas, añade: «El renovado impulso hacia la misión ad gentes exige misioneros santos. No basta renovar los métodos pastorales, ni organizar y coordinar mejor las fuerzas eclesiales, ni explorar con mayor agudeza los fundamentos bíblicos y teológicos de la fe: es necesario suscitar un nuevo anhelo de santidad entre los misioneros y en toda la comunidad cristiana» (ib., 136).
Y no se trata de un dictamen limitado al ámbito espiritual y a la misión religiosa de la Iglesia, ya que el objetivo que se propone en el diálogo pluricultural entablado con la sociedad es, precisamente, el de «preparar al hombre para acoger a Jesucristo en la integridad de su propio ser personal, cultural, económico y político, para la plena adhesión a Dios Padre y para llevar una vida santa mediante la acción del Espíritu Santo » (ib., 62). Para limitarme al ámbito político, recuerdo que la Asamblea sinodal, al ver la necesidad que existe en él de «una gran habilidad en el arte de gobernar (...), elevó al Señor una ferviente oración para que en África surjan políticos, hombres y mujeres, santos; para que se tengan santos jefes de Estado, que amen a su pueblo hasta el fondo y que deseen servir antes que servirse» (ib., 111).
6. Últimamente se han dado algunos pasos en la nación angoleña muy significativos: me refiero al Gobierno de unidad y reconciliación nacional, constituido el pasado día 11 de abril, y a la Asamblea nacional, que cuenta final- mente con la presencia de todos sus miembros. Son acontecimientos políticos importantes, largo tiempo esperados, para la normalización democrática de las instituciones nacionales. ¡Ojalá que ahora, éstas, con la ayuda de la comunidad internacional, logren que toda la nación vuelva lo más pronto posible a la normalidad de la vida familiar, cultural, económica, sociopolítica y religiosa. De hecho, nos duele en el alma saber que, en diversas regiones, hay comunidades privadas de asistencia religiosa desde 1975. Y, en la serie de las últimas acciones bélicas, las dificultades de comunicación y de libre tránsito han acabado por acentuarse aún más en otros lugares, a causa de las arbitrariedades totalmente injustificadas de las partes contendientes, que han negado así a la Iglesia el más elemental de sus derechos: la asistencia religiosa y la ayuda humanitaria a sus fieles. Uniendo mi voz a la vuestra, pido a quien corresponda que ponga fin a esas irregularidades, para que nunca más un ciudadano se sienta extranjero en su propia patria.
7. Amadísimos hermanos, la lectura de vuestros informes quinquenales me permitiría detenerme aún más en algunos asuntos relativos a la vida de vuestras diócesis. Pero ya los he abordado con cada uno durante los encuentros individuales, y he preferido reservar para esta ocasión más colegial el testimonio de gratitud de toda la Iglesia porque habéis amado a vuestra grey más que vuestra propia vida, exhortándoos a perseverar unánimes en vuestro ministerio como «vicarios y legados de Cristo» (Lumen gentium, 27), quien «vino para que sus ovejas tengan vida y la tengan en abundancia» (cf. Jn 10, 10).
La encarnación de Dios en Jesucristo nos ha traído la plenitud de la vida, que invocamos sobre toda la humanidad, llamada a apagar su sed en las fuentes de la salvación. En verdad, el Padre celestial, al enviarnos a su Hijo, ha respondido de modo total y definitivo, como sólo él sabía y podía hacer, a las múltiples inquietudes, dudas y expectativas del corazón humano. En nuestros días asistimos a un materialismo práctico, con su ideal consumista de cosas y de tiempo, que está asfixiando en el corazón de la humanidad su nostalgia natural de Dios y su búsqueda de una vida plena, y está cortando las alas a la inteligencia y a la fe. Esta mentalidad secularista es un terreno árido para la semilla del Evangelio, constituyendo un nuevo y duro desafío para todos nosotros: el desafío a la fuerza espiritual de cada una de las Iglesias particulares y de cada uno de los cristianos. Sólo el Espíritu Santo, que «riega la tierra en sequía y ablanda lo que está endurecido» (cf. Secuencia de Pentecostés), puede arar ese terreno y hacerlo fecundo, para que el Verbo de Dios eche sus raíces en él.
Confiando en el Espíritu Santo, que ha guiado a la Iglesia a través de numerosos obstáculos durante los dos mil años pasados, podréis cruzar, sin miedo, el umbral del tercer milenio. ¡Ojalá que estos años de preparación y la celebración del gran jubileo propicien esa «vida en abundancia» que el Salvador ha venido a traer a todas vuestras comunidades locales, sobre todo a la querida diócesis de Santo Tomé y Príncipe, que recuerdo con gran afecto ante el Señor! Que sus obreros del Evangelio no se dejen impresionar por los frutos, aparentemente limitados, de sus tareas apostólicas; pensando en cada uno de ellos y en ti, querido y venerado hermano mons. Abílio, recuerdo las palabras de Jesús: «No tengas miedo, sigue hablando y no calles; pues [aquí] tengo yo un pueblo numeroso» (Hch 18, 9-10).
Tengo todavía ante mis ojos la imagen encantadora y pujante de vida de vuestras islas, alimentadas por un clima generoso y fecundo, y en mi corazón veo esa naturaleza como una alegoría de los santomenses, que han de corresponder de la misma forma y medida a la gracia divina, ciertamente tan generosa y creadora de vida como su clima. Recordando que sólo los santos son verdaderamente felices, déjense elevar hacia el cielo, que los llama y atrae continuamente, y únanse íntimamente, con su corazón y su vida, a la «tierra» eclesial donde han sido trasplantados por el bautismo y donde se alimentan, sobre todo, gracias a la Eucaristía.
Por último, implorando a Dios un real bienestar físico y espiritual para todos los santomenses y angoleños, en el respeto a su dignidad de personas amadas por Dios y rescatadas por la sangre de Cristo, os bendigo de todo corazón, especialmente a quienes sufren en el cuerpo o en el espíritu, privados de sus familiares o desplazados lejos de sus casas. A vuestros colaboradores en la edificación de la Iglesia y a cada uno de vosotros os imparto una afectuosa bendición apostólica.
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