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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
CON OCASIÓN DEL PRIMER CONGRESO DE LAICOS CATÓLICOS
DE ORIENTE MEDIO

 

A Monseñor
James Francis STAFFORD
presidente del Consejo pontificio para los laicos

1. Con ocasión del primer Congreso de laicos católicos de Oriente Medio, que habéis organizado en Beirut del 10 al 14 de junio, os agradezco esta iniciativa tan oportuna en la perspectiva del gran jubileo del año 2000.

«Con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación; perseverantes en la oración» (Rm 12, 12), los laicos que representan a las comunidades católicas de Oriente Medio se esfuerzan por compartir sus experiencias y reflexionar sobre sus compromisos en la Iglesia y en el mundo. Las comunidades católicas de Oriente Medio pertenecen a la Iglesia universal y, al mismo tiempo, tienen un patrimonio cultural, histórico, teológico, litúrgico y espiritual específico, que proviene de las diferentes tradiciones rituales. Los laicos están llamados a hacer que esta diversidad sea ocasión de enriquecimiento de las distintas comunidades y refuerce la unidad de la Iglesia de Cristo. El diálogo diario profundo favorecerá la colaboración entre los católicos de diversos ritos y reafirmará también el camino fraterno y la solidaridad con los cristianos que pertenecen a las comunidades ortodoxas. Todos los fieles de Cristo se han de esforzar por ayudarse y apoyarse mutuamente, particularmente en los ámbitos sociales donde son minoría.

Los católicos de Oriente Medio también están llamados a ser los primeros protagonistas de un diálogo interreligioso concreto con los creyentes de las grandes religiones monoteístas. Compartir el trabajo, habitar en los mismos barrios, vivir una solidaridad sencilla y sincera: estos aspectos de la vida común no pueden menos de reforzar el conocimiento mutuo, la amistad, la comprensión recíproca y el respeto a la libertad de conciencia y de religión. Por tanto, aliento a los participantes en el congreso y a todos los laicos de la región a abrir su corazón al Espíritu Santo, para estar cada vez más dispuestos a acoger sus llamadas y a proseguir, en comunión con los pastores, su misión de bautizados en la Iglesia así como en la sociedad, en la que tienen que colaborar en la construcción de un mundo más justo, solidario y fraterno.

El congreso se celebra un mes después de mi visita pastoral a tierra libanesa, durante la cual pude encontrarme con los representantes de las diferentes comunidades religiosas del país e invitar a todos los habitantes del Líbano y de Oriente Medio a vivir como hermanos. La firma de la reciente exhortación apostólica postsinodal Una esperanza nueva para el Líbano y su entrega a los pastores y a los fieles del país fue un momento particularmente importante de mi viaje. Ese documento se dirige principalmente a los católicos libaneses, pero lo encomiendo también a todos los participantes en vuestro congreso, para que contribuya a reavivar la confianza de los laicos católicos de la región y les dé un nuevo impulso en el testimonio de fe, esperanza y salvación que deben brindar entre sus hermanos.

2. Por esta región del mundo pasaron Abraham, nuestro padre en la fe, y toda su descendencia. Siguiendo su ejemplo, todo cristiano está invitado a responder a la llamada del Señor a dejarse guiar por él, para encontrar la verdadera vida. En esta tierra, Dios realizó su designio de amor, enviando a su Hijo único, Jesús de Nazaret, para salvar al mundo y reunir a los hombres dispersos. En Cristo se cumplieron todas las promesas divinas, y la vida venció a la muerte, de modo que la esperanza permanece en nosotros. Los Apóstoles transmitieron el Evangelio a los pueblos de la región; fue en Antioquía donde, por primera vez, los discípulos recibieron el nombre de cristianos (cf. Hch 11, 26). Los textos de los Padres de la Iglesia de Oriente, las grandes tradiciones monásticas y el ejemplo de numerosos santos y santas son también riquezas del patrimonio de la fe que los fieles deben guardar y conservar; ya que «la Iglesia bebe en las fuentes evangélicas y apostólicas, que no se agotan jamás» (Orígenes, Homilía sobre el Génesis), y son un estímulo para la vida espiritual y litúrgica, y para el testimonio que es preciso dar hoy. Corresponde en particular a los laicos transmitir a las generaciones futuras la buena nueva del Evangelio, para que los jóvenes, descubriendo a Cristo, encuentren razones de esperanza, edifiquen su personalidad, participen en la vida eclesial y social, y sean protagonistas de la nueva evangelización y sembradores de la palabra de Dios entre sus coetáneos (cf. Una esperanza para el Líbano, 51).

3. Los fieles de Cristo tienen una misión que brota del sacramento del bautismo. Ungidos con el óleo santo, los hijos de Dios son eternamente miembros de Jesucristo, sacerdote, profeta y rey. Participan en el oficio sacerdotal del Señor mediante «todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el Espíritu, incluso las pruebas de la vida (...). Todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo» (Lumen gentium, 34). Participan en el oficio profético cuando hacen resplandecer la novedad y la fuerza del Evangelio en todos los campos de su vida. En fin, participan en el oficio real cuando, siendo dueños de sí mismos, libran el combate espiritual contra el reino del pecado en ellos mismos y en el mundo, y se dedican a servir a Dios y a sus hermanos por la caridad.

Los laicos presentes en el encuentro y todos los miembros de la Iglesia deben tomar conciencia del valor de su bautismo, y saber ayudarse y sostenerse mutuamente para ser cristianos responsables, constructores de paz, diálogo y reconciliación. Así, han de sentirse impulsados a poner sus talentos y su capacidad profesional al servicio del progreso de sus compatriotas y a participar activamente en la gestión social y en la vida política de su patria.

Cada comunidad cristiana está compuesta por personas de origen y sensibilidad diferentes. ¡Que cada uno se preocupe por «hacer todo con divina concordia, bajo la presidencia del obispo» (San Ignacio de Antioquía, Carta a los Magnesios, 6, 1), evitando las divisiones como el principio de todos los males! Con este espíritu, conviene en particular acoger los diversos movimientos, que dan una contribución específica a la vida eclesial y ofrecen a los fieles la posibilidad de una vida de oración, comunión y acción.

4. Cristo confió a sus discípulos la misión de anunciar el Evangelio a toda la creación (cf. Mc 16, 15). Con la gracia del Espíritu Santo y sostenidos por los pastores, de los que son colaboradores valiosos, los laicos son cooperadores indispensables del anuncio de la buena nueva, capaces de asumir su parte de responsabilidad en la vida y en el desarrollo de las comunidades cristianas a las que pertenecen; están llamados a transformar el mundo como levadura. Tienen una «función específica y absolutamente necesaria» (Apostolicam actuositatem, 1) en la vida de la Iglesia. Viviendo en el mundo, trabajan así por su progreso y su santificación. El año jubilar, para el que nos estamos preparando, debe permitir promover la justicia social (cf. Tertio millennio adveniente, 13) y ser la ocasión de una conversión de los corazones.

Para la renovación en la sociedad y en la Iglesia, invito muy particularmente a los esposos a prestar una gran atención a su vida conyugal y familiar, esforzándose por dar a sus hijos la educación moral y espiritual que los hará adultos responsables. Valoro el papel que desempeñan las mujeres, la cuales «tienen la capacidad de manifestar su "genio" en las circunstancias más diversas de la vida humana» y a las que conviene «ofrecer formas más importantes de participación y responsabilidades en las decisiones eclesiales» (Una esperanza nueva para el Líbano, 50). Así, surgirá una nueva primavera, anticipación del Reino futuro.

5. Invocando la asistencia del Espíritu Santo sobre usted, sobre los pastores de Oriente Medio, sobre los participantes en el congreso, sobre los laicos comprometidos en la Iglesia, así como sobre los sacerdotes, los religiosos y las religiosas que los acompañan en su apostolado para que Cristo sea conocido y amado, os imparto de todo corazón mi bendición apostólica.

Vaticano, 30 de mayo de 1997.

JUAN PABLO II

 



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