MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
CON MOTIVO DEL 50 ANIVERSARIO DE LA DECLARACIÓN UNIVERSAL
DE LOS DERECHOS DEL HOMBRE*
A su excelencia Señor
Didier OPERTTI BADÁN
Presidente de la 53ª sesión de la Asamblea general
de la Organización de las Naciones Unidas
Me alegra particularmente asociarme con este mensaje a la celebración del 50 aniversario de la Declaración universal de derechos del hombre por parte de la Organización de las Naciones Unidas, depositaria de uno de los documentos más valiosos y significativos de la historia del derecho.
Lo hago con mucho más gusto porque, en una constitución solemne del concilio Vaticano II, la Iglesia católica no dudó en afirmar que, compartiendo «el gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo», pide también que se «elimine, como contraria al plan de Dios, toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona» (Gaudium et spes, 1 y 29).
Al proclamar cierto número de derechos fundamentales que pertenecen a todos los miembros de la familia humana, la Declaración ha contribuido de manera decisiva al desarrollo del derecho internacional, ha interpelado a las legislaciones nacionales y ha permitido a millones de hombres y mujeres vivir más dignamente.
Sin embargo, quien observa el mundo actual no puede por menos de constatar que esos derechos fundamentales proclamados, codificados y celebrados son aún objeto de violaciones graves y continuas. Por eso, para cada uno de los Estados que de buen grado hacen referencia al texto de 1948, este aniversario es una invitación a hacer un examen de conciencia.
En efecto, con mucha frecuencia se afirma la tendencia de algunos a elegir, según su conveniencia, tal o cual derecho, dejando a un lado los que se oponen a sus intereses del momento. Otros no dudan en aislar de su contexto algunos derechos particulares para obrar más a su agrado, confundiendo a menudo libertad con licencia, o para asegurarse ventajas que no tienen en cuenta la solidaridad humana. Esas actitudes amenazan sin duda alguna la estructura orgánica de la Declaración, que asocia cada derecho a otros derechos, y a otros deberes y límites necesarios para un orden social equitativo. Además, esas actitudes llevan a veces a un individualismo exacerbado, que puede impulsar a los más fuertes a dominar a los débiles y atenuar así el vínculo que el texto establece sólidamente entre libertad y justicia social. Por tanto, evitemos que, con el paso de los años, ese texto fundamental se convierta en un monumento para admirar, o peor aún, en un documento de archivo.
Por esta razón, deseo repetir lo que dije durante mi primera visita a la sede de vuestra Organización, el 2 de octubre de 1979: «Si las verdades y los principios contenidos en este documento fueran olvidados, descuidados, perdiendo la evidencia genuina que tenían en el momento de su nacimiento doloroso, entonces la noble finalidad de la Organización de las Naciones Unidas, es decir, la convivencia entre los hombres y entre las naciones podría encontrarse ante la amenaza de una nueva ruina» (n. 9: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de octubre de 1979, p. 13). Así pues, no os sorprendáis de que la Santa Sede se asocie con gusto a la declaración del secretario general, que afirmó recientemente que este aniversario brinda la ocasión de «preguntarse no sólo cómo puede la Declaración universal de derechos del hombre proteger nuestros derechos, sino también cómo podemos nosotros proteger adecuadamente la Declaración» (Discurso del señor Kofi Annan a la Comisión de los derechos del hombre, Ginebra, 23 de marzo de 1998).
Por consiguiente, la lucha por los derechos del hombre constituye aún un desafío que es preciso afrontar y exige de todos perseverancia y creatividad. Si, por ejemplo, el texto de 1948 ha logrado relativizar una concepción rígida de la soberanía del Estado, que lo dispensaría de dar cuenta de su comportamiento a los ciudadanos, no se puede negar actualmente que han aparecido otras formas de soberanía. En efecto, hoy son numerosos los protagonistas internacionales, personas u organizaciones que, en realidad, gozan de una soberanía comparable a la de un Estado y que influyen de manera decisiva en el destino de millones de hombres y mujeres. Por eso, sería conveniente encontrar los medios apropiados para estar seguros de que también ellos apliquen los principios de la Declaración.
Por otra parte, hace cincuenta años el marco político posbélico no permitió que los autores de la Declaración la dotaran de una base antropológica y de referencias morales explícitas; pero sabían bien que los principios proclamados se desvalorizarían rápidamente si la comunidad internacional no procuraba enraizarlos en las diversas tradiciones nacionales, culturales y religiosas. Quizá sea ésta la tarea que nos corresponde ahora para servir fielmente a la unidad de su visión y promover una legítima pluralidad en el ejercicio de las libertades proclamadas por ese texto, asegurando al mismo tiempo la universalidad y la indivisibilidad de los derechos a los que las asocia.
Promover esta «concepción común» a la que se refiere el preámbulo de la Declaración y permitirle ser cada vez más la referencia última en donde se encuentran y se fecundan mutuamente la libertad humana y la solidaridad entre las personas y las culturas, es el desafío que hay que afrontar. Por eso, poner en tela de juicio la universalidad, e incluso la existencia de algunos principios fundamentales, equivaldría a minar todo el edificio de los derechos del hombre.
En este final del año 1998, vemos en nuestro entorno a numerosos hermanos y hermanas en la humanidad abatidos por las calamidades naturales, diezmados por las enfermedades, postrados en la ignorancia y la pobreza, o víctimas de guerras crueles e interminables. A su lado, otros más ricos parecen protegidos de la precariedad y disfrutan, a veces con ostentación, de las cosas necesarias y de las superfluas. ¿Qué ha sido del derecho a «un orden social e internacional en el que los derechos y las libertades enunciados en esta Declaración puedan ser aplicados plenamente»? (art. 28). La dignidad, la libertad y la felicidad nunca serán completas sin la solidaridad. Es lo que nos enseña la historia atormentada de estos últimos cincuenta años.
Recojamos, pues, esta valiosa herencia y sobre todo hagámosla fructificar para felicidad de todos y para el honor de cada uno de nosotros. Orando con fervor para que se incrementen la fraternidad y la concordia entre los pueblos que representáis, invoco sobre todos la abundancia de las bendiciones de Dios.
Vaticano, 30 de noviembre de 1998
JUAN PABLO II
*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n.51, p.8
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