MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL MUNDO DE LA CULTURA Y DE LA CIENCIA
EN LA SEDE DE LA NUNCIATURA
Sábado 3 de octubre de 1998
Ilustres señores y señoras;
amadísimos hermanos y hermanas:
1. Me alegra este encuentro, que me permite daros un cordial y deferente saludo. Mi pensamiento va, en este momento, también a vuestros colegas que, en todas partes del país, cumplen la nobilísima misión de buscar la verdad en los diversos campos del saber. A ellos los saludo con gran cordialidad.
He querido incluir en el programa de mi visita pastoral a vuestro país este breve, pero para mí significativo, encuentro con vosotros, representantes del mundo de la cultura y de la ciencia, para confirmar también de este modo la estima y el aprecio que la Iglesia alberga hacia la actividad intelectual como expresión de la creatividad del espíritu humano. Aprovecho de buen grado esta ocasión para rendir homenaje a la rica tradición cultural que caracteriza a la nación croata y atestigua su antigua y profunda sensibilidad ante el bien, la verdad y la belleza.
Quisiera utilizar esta circunstancia para reflexionar junto con vosotros, sobre la contribución específica que los cristianos, como hombres de cultura y de ciencia, están llamados a dar para el ulterior crecimiento de un verdadero humanismo en vuestra patria, en el seno de la gran familia de los pueblos. En efecto, el cristiano tiene la misión de transmitir a las diversas instancias de la vida social y, portanto, también al mundo de la cultura, la luz del Evangelio.
De hecho, a lo largo de los siglos, el cristianismo ha dado una importante contribución a la formación del patrimonio cultural de vuestro pueblo. Por consiguiente, en el umbral del tercer milenio no pueden faltar nuevas fuerzas vivas que den renovado impulso a la promoción y al desarrollo de la herencia cultural de la nación, con plena fidelidad a sus raíces cristianas.
2. Croacia, como Europa y el resto del mundo, está atravesando un tiempo de grandes cambios, que abren estimulantes perspectivas, pero que también plantean serios problemas. Es preciso saber dar a estos cambios una respuesta adecuada, que brote de la consideración de la verdad profunda del hombre y del necesario respeto a los valores morales inscritos en su naturaleza.
En efecto, no hay verdadero progreso si no se respeta la dimensión ética de la cultura, de la investigación científica y de toda la actividad del hombre. El actual relativismo ético, con el consiguiente oscurecimiento de los valores morales, favorece el surgir de comportamientos que ofenden la dignidad de la persona, y eso se traduce en un serio obstáculo para el desarrollo humanístico en los diversos ámbitos de la existencia.
Es evidente, por lo demás, que el bien de la persona, objetivo último de todo compromiso cultural y científico, nunca puede separarse de la consideración del bien común. Me complace recordar, a este respecto, la inscripción que destaca en la sala del Gran Consejo de Dubrovnik: «Obliti privatorum, publica curate». Ojalá que el compromiso de pensadores y científicos, inspirado en valores auténticos, se entienda siempre como un servicio generoso y desinteresado al hombre y a la sociedad, y que nunca se doblegue a fines contrarios a ese objetivo supremo.
3. Dado que la cultura tiene como fin último el servicio al verdadero bien de la persona, no ha de sorprender que la sociedad, al buscar su desarrollo, encuentre a su lado a la Iglesia. En efecto, también ella tiene como destinatario de su solicitud pastoral al «hombre en su unidad y totalidad, con cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad » (Gaudium et spes, 3). El servicio al hombre es el punto donde se encuentran la Iglesia y el mundo de la ciencia y de la cultura.
Se trata de un encuentro que, de hecho, a lo largo de los siglos ha resultado singularmente fecundo. El Evangelio, con su tesoro de luminosas verdades sobre los diferentes aspectos de la existencia, ha enriquecido de modo significativo las respuestas elaboradas por la razón, asegurándoles una mayor correspondencia a las profundas expectativas del corazón del hombre.
A pesar de las incomprensiones que se han producido en ciertos períodos, la Iglesia se ha mostrado siempre sumamente sensible ante los valores de la cultura y de la investigación. Lo atestigua vuestra historia: cuando, en el siglo VII, vuestros antepasados, al recibir el bautismo, entraron a formar parte de la Iglesia, con ese mismo hecho se introdujeron también en el mundo de la cultura occidental. Desde esa época tiene lugar en Croacia un constante progreso cultural y científico, al que la Iglesia misma da una aportación decisiva. De todos es conocida la gran contribución que ha brindado a la filosofía, a la literatura, a la música, al teatro, a las ciencias, al arte; asimismo, es conocido el mérito que le corresponde en la edificación de escuelas de todo tipo, desde las de educación básica hasta los templos de la ciencia universitaria. También en el futuro la Iglesia desea perseverar en esta actitud, que considera parte integrante de su servicio al mensaje evangélico.
En esta región, donde durante siglos se han encontrado visiones del mundo diversas, es preciso seguir comprometiéndose juntos en favor de la cultura, sin caer en estériles enfrentamientos, sino más bien cultivando sentimientos de respeto y conciliación. Eso no significa, por lo demás, que haya que renunciar a la propia identidad y cultura. Las raíces, la herencia y la identidad de todo pueblo, en lo que tienen de auténticamente humano, constituyen una riqueza para la comunidad internacional.
4. El clima de libertad y democracia, que se ha instaurado en Croacia al inicio de este decenio, permite la reinserción de las facultades de teología en las universidades del país, lo cual contribuir á significativamente a promover el diálogo entre cultura, ciencia y fe. En efecto, las universidades representan la sede privilegiada de un diálogo cuyos benéficos efectos podrán sentirse en la formación de las nuevas generaciones, orientando sus opciones morales y su inserción activa en la sociedad. Ojalá que vuestras escuelas y, sobre todo, vuestras universidades sean verdaderos crisoles de pensamiento, de forma que preparen profesionales excelentes en los diversos campos del saber, pero también personas profundamente conscientes de la gran misión que se les ha confiado: la de servir al hombre.
Uno de los frutos de la dinámica relación entre fe y razón será, seguramente, un nuevo florecimiento ético y espiritual en vuestro país, que durante decenios ha sido víctima de las devastaciones producidas por el materialismo ateo. Este nuevo florecimiento de los valores constituirá el bastión más fuerte contra los actuales desafíos del consumismo y el hedonismo. De esta forma, sobre una sólida plataforma de valores, el hombre, la familia y la sociedad podrán edificarse de acuerdo con la verdad, abriéndose a la alegría y a la esperanza, con la mirada fija en el destino eterno que Dios ha preparado para cada ser humano. Así se evitará, en el futuro, el drama de la ruptura entre cultura y Evangelio, que ha trastornado nuestra época (cf. Evangelii nuntiandi, 20).
Una cultura que rechaza a Dios no puede definirse plenamente humana, porque excluye de su horizonte a Aquel que creó al hombre a su imagen y semejanza, lo redimió por obra de Cristo y lo consagró con la unción del Espíritu Santo. Por este motivo el hombre, según todas sus dimensiones, debe ser el centro de toda forma de cultura y el punto de referencia de todo esfuerzo científico.
5. A vosotros Dios os ha dado en herencia un espléndido país, cuyo himno nacional comienza con estas palabras: «Nuestra hermosa patria». ¿Cómo no ver evocado en esa expresión el deber de respetar la naturaleza, actuando con sentido de responsabilidad frente al ambiente vital que la Providencia dio al hombre? El mundo constituye el escenario en donde cada uno está llamado a desempeñar su papel para alabanza y gloria de Dios Creador y Salvador.
Sedientos de la verdadera sabiduría, del conocimiento del universo y de las normas que lo regulan, fascinados por la verdad, por el bien y por la belleza, tratad de descubrir la Fuente suprema: Dios, origen de toda verdad, que con sabiduría sostiene y gobierna todo lo que existe. Que la palabra de Dios ilumine vuestra investigación de los caminos que llevan a la verdad. Alimentando un profundo amor a ella, en vuestro empeño diario sabréis ser apasionados investigadores y cooperadores solícitos de quien la busca.
6. Por último, unas palabras en particular a los hombres y mujeres de la ciencia y de la cultura que se declaran cristianos: a ellos se les ha confiado la misión de evangelizar continuamente el ámbito en el que actúan. Su corazón, por consiguiente, debe estar abierto a los impulsos del Espíritu Santo, el «Espíritu de la verdad» que guía «a la verdad plena» (cf. Jn 16, 13).
Esta elevada misión exige una constante profundización de lo que implica su adhesión de fe a Cristo, «luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9), «fuerza y sabiduría de Dios» (1 Co 1, 24), dado que «todo fue creado por él y para él; él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia» (Col 1, 16-17). Que cada uno asuma con valentía esta elevada misión y se esfuerce por cumplirla con gran generosidad. Encomiendo a la protección de la santísima Madre de Dios, a quien la Iglesia invoca como Sede de la sabiduría, a cuantos buscan con sinceridad de corazón la verdad, y sobre todos invoco la bendición de Dios.
Zagreb, 3 de octubre de 1998, año vigésimo de mi pontificado
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