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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL UNDÉCIMO GRUPO DE OBISPOS DE ESTADOS UNIDOS
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Viernes 9 de octubre de 1998

 

Queridos hermanos en el episcopado:

1. Con amor fraterno en el Señor os doy la bienvenida a vosotros, pastores de la Iglesia del noroeste de Estados Unidos, con ocasión de vuestra visita ad limina. Esta serie de visitas de los obispos de vuestro país a las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo, y al Sucesor de Pedro y a sus colaboradores en el servicio a la Iglesia universal, tiene lugar mientras todo el pueblo de Dios se está preparando para celebrar el gran jubileo del año 2000 y entrar en un nuevo milenio cristiano. El bimilenario del nacimiento del Salvador es una exhortación a todos los seguidores de Cristo a buscar una auténtica conversión a Dios y un gran progreso en la santidad. Puesto que la liturgia desempeña un papel central en la vida cristiana, deseo reflexionar hoy en algunos aspectos de la renovación litúrgica, que el concilio Vaticano II promovió con tanto vigor como primer agente de una renovación más amplia de la vida católica.

Considerar lo que se ha hecho en el campo de la renovación litúrgica durante los años del posconcilio significa, ante todo, encontrar muchos motivos para dar gracias y alabar a la santísima Trinidad por la admirable conciencia que ha desarrollado entre los fieles de su papel y su responsabilidad en esta obra sacerdotal de Cristo y de su Iglesia. También significa comprender que no todos los cambios han ido acompañados siempre y en todas partes por la explicación y la catequesis necesarias. Por consiguiente, en algunos casos ha habido una interpretación errónea de la naturaleza auténtica de la liturgia, que ha llevado a abusos, polarización y a veces, incluso, a graves escándalos. Después de la experiencia de más de treinta años de renovación litúrgica, podemos valorar tanto los logros como las debilidades de lo que se ha hecho, para planificar con mayor confianza nuestro camino hacia el futuro que Dios ha pensado para su pueblo amado.

2. El desafío ahora consiste en superar todas las incomprensiones que ha habido y buscar el punto exacto de equilibrio, en especial entrando más profundamente en la dimensión contemplativa del culto, que incluye el sentido del temor de Dios, la reverencia y la adoración, que son actitudes fundamentales en nuestra relación con Dios. Esto sucederá sólo si reconocemos que la liturgia tiene dimensiones tanto locales como universales, tanto temporales como eternas, tanto horizontales como verticales, tanto subjetivas como objetivas. Precisamente estas tensiones dan al culto católico su carácter distintivo. La Iglesia universal está unida en un gran acto de alabanza, pero es siempre el culto de una comunidad particular en una cultura particular. Es el eterno culto del cielo, pero a la vez está inmerso en el tiempo. Reúne y edifica una comunidad humana, pero también es «el culto a la divina majestad» (Sacrosanctum Concilium, 33). Es subjetivo en la medida en que depende radicalmente de lo que los fieles llevan a él; pero es objetivo porque los trasciende como el acto sacerdotal de Cristo mismo, al que él nos asocia, aunque en última instancia no depende de nosotros (cf. ib., 7). Por eso es tan importante que se respeten las normas litúrgicas. El sacerdote, que es el servidor de la liturgia, no su inventor o productor, tiene una responsabilidad particular a este respecto para que la liturgia no se vacíe de su verdadero significado y no se oscurezca su carácter sagrado. El centro del misterio del culto cristiano es el sacrificio de Cristo ofrecido al Padre y la obra de Cristo resucitado que santifica a su pueblo mediante los signos litúrgicos. Por eso es esencial que, al tratar de entrar más en las profundidades del culto, se reconozca y se respete plenamente el misterio inagotable del sacerdocio de Jesucristo. Todos los bautizados participan en el único sacerdocio de Cristo, pero no todos de la misma manera. El sacerdocio ministerial, enraizado en la sucesión apostólica, confiere al sacerdote ordenado facultades y responsabilidades que son diferentes de las de los laicos, pero que también están al servicio del sacerdocio común y sirven para desarrollar la gracia bautismal de todos los cristianos (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1547). Por eso, el sacerdote no es sólo quien preside; es quien actúa en la persona de Cristo.

3. Sólo siendo radicalmente fieles a este fundamento doctrinal, podemos evitar interpretaciones parciales y unilaterales de la enseñanza del Concilio. La participación de todos los bautizados en el único sacerdocio de Jesucristo es la clave para comprender la exhortación del Concilio a «la participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas» (Sacrosanctum Concilium, 14). Participación plena significa ciertamente que todos los miembros de la comunidad tienen que desempeñar un papel en la liturgia; y, a este respecto, se ha logrado mucho en las parroquias y comunidades de vuestro país. Pero participación plena no significa que todos pueden hacer todo, ya que esto llevaría a clericalizar el laicado y a secularizar el sacerdocio; y esto no es lo que el Concilio pretendía. La liturgia, como la Iglesia, debe ser jerárquica y polifónica, respetando los diversos papeles asignados por Cristo y permitiendo que todas las voces diferentes se fundan en un único y gran himno de alabanza.

Participación activa significa evidentemente que, con gestos, palabras, cantos y servicios, todos los miembros de la comunidad toman parte en un acto de culto, que no es en absoluto inerte o pasivo. Sin embargo, la participación activa no excluye la pasividad activa del silencio, la quietud y la escucha: en realidad, la exige. Los fieles no son pasivos, por ejemplo, cuando escuchan las lecturas o la homilía, o cuando siguen las oraciones del celebrante y los cantos y la música de la liturgia. Éstas son experiencias de silencio y quietud, pero también, a su modo, son muy activas. En una cultura que no favorece ni fomenta la quietud meditativa, el arte de la escucha interior se aprende con mayor dificultad. Aquí vemos cómo la liturgia, aunque siempre debe inculturarse adecuadamente, tiene que ser también contracultural.

La participación consciente exige que toda la comunidad esté bien instruida en los misterios de la liturgia, para que la práctica del culto no degenere en una forma de ritualismo. Pero eso no significa un intento constante en la liturgia por hacer explícito lo implícito, dado que esto lleva a menudo a una verbosidad y a una informalidad extrañas al Rito romano, que acaban por restar importancia al acto de culto. Tampoco significa la supresión de toda experiencia subconsciente, que es vital en una liturgia que se desarrolla mediante símbolos que hablan tanto al subconsciente como al consciente. El uso de las lenguas vernáculas ha abierto ciertamente los tesoros de la liturgia a todos los que toman parte en ella, pero no quiere decir que el latín, y en especial los cantos que se han adaptado magníficamente a la índole del Rito romano, tengan que abandonarse completamente. Si se ignora la experiencia subconsciente en el culto, se crea un vacío de afecto y devoción, y la liturgia no sólo puede llegar a ser demasiado verbal, sino también demasiado cerebral. Pero el Rito romano se distingue, además, por su equilibrio entre la sobriedad y la riqueza de emociones: alimenta el corazón y la mente, el cuerpo y el alma.

Se ha escrito con razón que en la historia de la Iglesia toda verdadera renovación ha ido acompañada por una relectura de los Padres de la Iglesia. Y lo que es verdad en general, lo es también para la liturgia en particular. Los Padres eran pastores con un celo ardiente por la tarea de difundir el Evangelio; por eso estaban profundamente interesados en todas las dimensiones del culto, y nos han dejado algunos de los textos más significativos y duraderos de la tradición cristiana, que no son el resultado de un mero esteticismo. Los Padres eran predicadores ardientes, y es difícil imaginar que pueda haber una renovación efectiva de la predicación católica, como deseó el Concilio, sin una familiaridad suficiente con la tradición patrística. El Concilio promovió una predicación al estilo de la homilía que, a imitación de los Padres, expone el texto bíblico para brindar sus inagotables riquezas a los fieles. La importancia que esa predicación ha cobrado en el culto católico desde el Concilio muestra que es preciso formar a los sacerdotes y diáconos para que hagan buen uso de la Biblia. Pero esto también implica tener familiaridad con toda la tradición patrística, teológica y moral, así como un conocimiento profundo de sus comunidades y de la sociedad en general. De lo contrario, se corre el riesgo de una enseñanza sin raíces y sin la aplicación universal propia del mensaje evangélico. La excelente síntesis de la riqueza doctrinal de la Iglesia contenida en el Catecismo de la Iglesia católica ha de percibirse aún más como una ayuda para la predicación católica.

4. Es esencial tener bien claro que la liturgia está íntimamente relacionada con la misión evangelizadora de la Iglesia. Si no van juntas, ambas vacilarán. En la medida en que las formas de desarrollo de la renovación litúrgica sean superficiales o desequilibradas, nuestras energías para la nueva evangelización serán ineficaces; y en la medida en que nuestra manera de pensar no corresponda a las expectativas de la nueva evangelización, nuestra renovación litúrgica se reducirá a una adaptación externa y probablemente también errónea. El Rito romano ha sido siempre una forma de culto orientado a la misión. Por eso es relativamente breve: había mucho que hacer fuera de la iglesia; por eso en la despedida se dice: «Ite, missa est», de donde procede el término «misa»: se envía a la comunidad a evangelizar el mundo, por obediencia al mandato de Cristo (cf. Mt 28, 19-20).

Como pastores, sois plenamente conscientes de la gran sed de Dios y del deseo de oración que la gente siente hoy. La Jornada mundial de la juventud en Denver muestra claramente que las generaciones más jóvenes de norteamericanos también anhelan una fe profunda y exigente en Jesucristo. Quieren desempeñar un papel activo en la Iglesia, y ser enviados en nombre de Cristo a evangelizar y transformar el mundo que los rodea. Los jóvenes están dispuestos a comprometerse con el mensaje evangélico, si se lo presentan con toda su nobleza y su fuerza liberadora. Seguirán participando activamente en la liturgia si sienten que puede llevarlos a una profunda relación personal con Dios; y precisamente de esta experiencia surgirán vocaciones sacerdotales y religiosas, caracterizadas por una verdadera energía evangélica y misionera. En este sentido, los jóvenes piden a toda la Iglesia que dé el próximo paso para poner en práctica el concepto de culto que nos ha transmitido el Concilio. Libres de las ideologías del pasado, son capaces de hablar de manera sencilla y directa de su deseo de hacer una experiencia de Dios, especialmente en la oración, tanto pública como privada. Queridos hermanos, al escucharlos, podremos oír «lo que el Espíritu dice a las Iglesias» (Ap 2, 11).

5. En nuestra preparación para el gran jubileo del año 2000, el año 1999 estará dedicado a la persona del Padre y a la celebración de su amor misericordioso. Las iniciativas del próximo año deberán prestar particular atención a la naturaleza de la vida cristiana como «una gran peregrinación hacia la casa del Padre, del cual se descubre cada día su amor incondicional por toda criatura humana, y en particular por el "hijo pródigo"» (Tertio millennio adveniente, 49). En el centro de esta experiencia de peregrinación está nuestro viaje de pecadores a la profundidad insondable de la liturgia de la Iglesia, la liturgia de la creación, la liturgia del cielo que, en definitiva, son todas culto de Jesucristo, el eterno Sacerdote, en quien la Iglesia y toda la creación se ordenan a la vida de la santísima Trinidad, nuestra verdadera morada. Ésta es la finalidad de todo nuestro culto y de toda nuestra evangelización.

En el centro mismo de la comunidad de culto encontramos a la Madre de Cristo y Madre de la Iglesia que, desde la profundidad de su fe contemplativa, ofrece la buena nueva, que es Jesucristo mismo. Oro con vosotros para que los católicos norteamericanos, al celebrar la liturgia, tengan en su corazón el cántico que ella entonó: «Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador. (...) Porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí, su nombre es santo» (Lc 1, 46-49). Encomendando a los sacerdotes, los religiosos y los fieles laicos de vuestras diócesis a la protección amorosa de la santísima Madre, os imparto de corazón mi bendición apostólica.



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