DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN EL IV CONGRESO MUNDIAL
SOBRE LA PASTORAL DE LOS EMIGRANTES Y REFUGIADOS
Viernes 9 de octubre de 1998
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. Me alegra encontrarme con vosotros, con ocasión del Congreso de la pastoral de los emigrantes y refugiados, durante el cual habéis afrontado el tema: «Las migraciones en el alba del tercer milenio». Os acojo con gusto y os saludo a todos con afecto. Agradezco, en particular, a monseñor Stephen Fumio Hamao las palabras que ha querido dirigirme en nombre de todos, y os expreso a cada uno mi deseo de un generoso y provechoso servicio eclesial. Confío en que los análisis elaborados, las decisiones tomadas y los propósitos madurados durante el congreso constituyan un valioso aliciente para quien en la Iglesia y en la sociedad comparte la solicitud por los emigrantes y los refugiados.
Las migraciones constituyen un problema cuya urgencia aumenta a la vez que su complejidad. Hoy, casi por doquier, existe la tendencia a cerrar las fronteras y a reforzar los controles. Sin embargo, ahora se habla más que antes, y cada vez con mayor alarmismo, de las migraciones, no sólo porque el cierre de las fronteras ha originado flujos incontrolables de clandestinos, con todos los riesgos y las incertidumbres que dicho fenómeno trae consigo, sino también porque las difíciles condiciones de vida, que producen la creciente presión migratoria, muestran síntomas de mayor gravedad.
2. Me parece oportuno reafirmar, en este contexto, que es un derecho primario del hombre vivir en su propia patria. Sin embargo, este derecho es efectivo sólo si se tienen constantemente bajo control los factores que impulsan a la emigración. Éstos son, entre otros, los conflictos internos, las guerras, el sistema de gobierno, la desigual distribución de los recursos económicos, la política agrícola incoherente, la industrialización irracional y la corrupción difundida. Para corregir estas situaciones, es indispensable promover un desarrollo económico equilibrado, la progresiva superación de las desigualdades sociales, el respeto escrupuloso a la persona humana y el buen funcionamiento de las estructuras democráticas. También es indispensable llevar a cabo intervenciones oportunas para corregir el actual sistema económico y financiero, dominado y manipulado por los países industrializados en detrimento de los países en vías de desarrollo.
En efecto, el cierre de las fronteras a menudo no está motivado simplemente por el hecho de que ha disminuido
—o ya no existe— la necesidad de la aportación de la mano de obra de los inmigrantes, sino porque se afirma un sistema productivo organizado según la lógica de la explotación del trabajo.3. Hasta hace poco, la riqueza de los países industrializados se producía en ellos mismos, contando también con la contribución de numerosos inmigrantes. Con el desplazamiento del capital y de las actividades empresariales, buena parte de esa riqueza se produce en los países en vías de desarrollo, donde la mano de obra es barata. De este modo, los países industrializados han encontrado el modo de aprovechar la aportación de la mano de obra a bajo precio, sin deber soportar el peso de la presencia de inmigrantes. Así, estos trabajadores corren el riesgo de verse reducidos a nuevos «siervos de la gleba», vinculados a un capital móvil que, entre las muchas situaciones de pobreza, selecciona cada vez aquellas en que la mano de obra es más barata. Es evidente que ese sistema es inaceptable, pues en él se ignora prácticamente la dimensión humana del trabajo.
Es preciso reflexionar seriamente sobre la geografía del hambre en el mundo, para que la solidaridad triunfe sobre la búsqueda de beneficios y sobre las leyes del mercado que no tienen en cuenta la dignidad de la persona humana y sus derechos inalienables.
Hay que atacar de forma duradera sus causas, poniendo en marcha una cooperación internacional encaminada a promover la estabilidad política y a eliminar el subdesarrollo. Es un desafío que hay que afrontar con la conciencia de que está en juego la construcción de un mundo donde todos los hombres, sin excepción de raza, religión y nacionalidad, puedan vivir una vida plenamente humana, libre de la esclavitud bajo otros hombres y de la pesadilla de tener que vivirla en la indigencia.
4. La inmigración es una cuestión compleja, que no sólo atañe a las personas que buscan condiciones de vida más seguras y dignas, sino también a la población de los países de acogida. En el mundo moderno, la opinión pública constituye a menudo la norma principal que los líderes políticos y los legisladores aceptan seguir. El riesgo es que la información, filtrada sólo en función de los problemas inmediatos del país, se reduzca a aspectos absolutamente inadecuados, que no logran expresar el dramático alcance de esta situación. «Para la solución del problema de las migraciones en general, o de los emigrantes irregulares en particular —escribí en el Mensaje para la Jornada del emigrante de 1996—, desempeña un papel relevante la actitud de la sociedad a la que llegan. En esta perspectiva, es muy importante que la opinión pública esté bien informada sobre la condición real en que se encuentra el país de origen de los emigrantes, los dramas que viven y los riesgos que correrían si volvieran» (n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 8 de septiembre de 1995, p. 5).
Por tanto, es tarea de la información ayudar al ciudadano a formarse un cuadro adecuado de la situación, a comprender y respetar los derechos fundamentales del otro, así como a asumir su parte de responsabilidad en la sociedad, también en el ámbito de la comunidad internacional.
5. En este marco, los cristianos están invitados a asumir con mayor claridad y determinación su responsabilidad en el seno de la Iglesia y de la sociedad. En cuanto ciudadanos de un país de inmigración y conscientes de las exigencias de la fe, los creyentes deben mostrar que el evangelio de Cristo está al servicio del bien y de la libertad de todos los hijos de Dios. Tanto individualmente como en las parroquias, asociaciones o movimientos, los cristianos no pueden renunciar a tomar posición en favor de las personas marginadas o abandonadas a su impotencia.
La inmigración es uno de los debates que nunca se agotan y se replantean continuamente. Los cristianos deben participar en él, formulando propuestas con el fin de abrir perspectivas seguras que puedan realizarse también en el ámbito político. La simple denuncia del racismo o de la xenofobia no basta.
Además de comprometerse en proyectos de defensa y promoción de los derechos del emigrante, la Iglesia tiene «el deber de asumir cada vez más íntegramente el papel del buen samaritano, haciéndose prójimo de todos los excluidos».
6. «Las migraciones en el alba del tercer milenio». La inminencia del jubileo nos invita a esperar el alba de un nuevo día para las migraciones, invocando al «Sol de justicia», Jesucristo, para que ilumine las tinieblas que se ciernen sobre el horizonte de los países de donde tantas personas se ven obligadas a partir. Los cristianos dedicados a la asistencia y al cuidado de los emigrantes encuentran en esta esperanza un nuevo motivo de compromiso. Quisiera recordar aquí lo que recomendé ya en la carta apostólica Tertio millennio adveniente: «En el espíritu del libro del Levítico (25, 8-28), los cristianos deberán hacerse voz de todos los pobres del mundo, proponiendo el jubileo como un tiempo oportuno para pensar entre otras cosas en una notable reducción, si no en una total condonación, de la deuda externa, que grava sobre el destino de muchas naciones» (n. 51). Es sabido que esas naciones coinciden precisamente con aquellas en donde hoy se originan los flujos más grandes y persistentes de emigrantes.
El compromiso en favor de la justicia en un mundo como el nuestro, marcado por intolerables desigualdades, es un aspecto característico de la preparación para la celebración del jubileo. Ciertamente, resultaría significativo un gesto por el cual la reconciliación, dimensión propia del jubileo, encontrara expresión en una forma de regularización de un amplio sector de esos inmigrantes que, más que los otros, sufren el drama de la precariedad y de la incertidumbre, es decir, los ilegales.
Éste es el año que, en la preparación para el gran jubileo del año 2000, la Iglesia ha consagrado de modo particular al Espíritu Santo. Pidámosle que infunda en nosotros los mismos sentimientos, deseos y anhelos del corazón de Cristo.
Que la Virgen María, cuya historia humana estuvo marcada por el dolor del exilio y de la migración, consuele y ayude a los que viven lejos de su patria e inspire en todos sentimientos de solidaridad y acogida hacia ellos.
En esta perspectiva, amadísimos hermanos y hermanas, al alentaros a perseverar en vuestro valioso trabajo, os imparto, como prenda de afecto, una especial bendición apostólica, que extiendo complacido a vuestros seres queridos.
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