DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PEREGRINOS POLACOS EN EL 20 ANIVERSARIO
DE SU ELECCIÓN A LA CÁTEDRA DE PEDRO
Viernes 16 de octubre de 1998
¡Alabado sea Jesucristo!
1. Deseo saludar a los peregrinos que han venido de Polonia con estas palabras tomadas de la carta a los Filipenses: «Doy gracias a mi Dios cada vez que me acuerdo de vosotros, rogando siempre y en todas mis oraciones con alegría por todos vosotros. (...) Estoy convencido de que quien inició en vosotros la obra buena, la irá consumando hasta el día de Cristo Jesús. Y es justo que yo sienta así de todos vosotros, pues os llevo en mi corazón» (Flp 1, 3-7). Aquí, en la plaza de San Pedro, saludo a los peregrinos que han venido de las diócesis de Polonia y del extranjero, así como a todos mis compatriotas, dondequiera que se encuentren. De modo especial, saludo al señor cardenal primado, al que agradezco las palabras que me ha dirigido; al señor cardenal Franciszek, metropolita de Cracovia; al señor cardenal Andrzej Deskur; al señor cardenal Adam Maida, arzobispo de Detroit; al señor cardenal Kazimierz Świątek, metropolita de Minsk-Mohilev. Saludo a la delegación de las escuelas superiores católicas: de la Universidad católica de Lublin y de la Academia pontificia de teología de Cracovia; a los arzobispos, los obispos, los presbíteros y las personas consagradas. Saludo al señor presidente de la República polaca y a su esposa, a los presidentes del Parlamento y el Senado, a los diputados, a los senadores, a la delegación del sindicato Solidaridad, al Ejército polaco y a su orquesta, así como a los representantes de las autoridades locales, de modo particular, a las autoridades de la ciudad de Cracovia, representadas por el señor presidente de la provincia y por el alcalde, y a las autoridades de la ciudad de Varsovia.
2. Queridos amigos, habéis venido a la tumba del Príncipe de los Apóstoles para dar gracias a Dios, junto conmigo, por los veinte años de mi servicio pastoral a la Iglesia universal. Este encuentro me recuerda aquel momento en la capilla Sixtina, cuando, tras la elección hecha de acuerdo con las prescripciones de los cánones, me preguntaron: «¿Aceptas? ». Respondí entonces: «En la obediencia de la fe ante Cristo, mi Señor, abandonándome a la Madre de Cristo y de la Iglesia, consciente de las grandes dificultades, acepto». Los caminos de la divina Providencia son inescrutables. Cristo me ha llamado de la colina de Wawel a la del Vaticano, de la tumba de san Estanislao a la de san Pedro, para que guíe a la Iglesia por el camino de la renovación conciliar. Ante mis ojos se presenta, en este momento, la figura del siervo de Dios cardenal Stefan Wyszynski. Durante el Cónclave, el día de santa Eduvigis de Silesia, se acercó a mí y me dijo: «Si te eligen, te ruego que aceptes ». Le respondí: «Muchas gracias. Me ha dado una gran ayuda, señor cardenal». Fortalecido por la gracia y las palabras del Primado del milenio, pude pronunciar mi Fiat ante los inescrutables designios de la divina Providencia. Y hoy deseo repetir las palabras que dirigí a mis compatriotas en la sala Pablo VI, al día siguiente de la inauguración de mi pontificado: «No estaría en la Cátedra de Pedro este Papa polaco sin la heroica fe de nuestro gran Primado, sin su fe, sin su heroica esperanza, sin su confianza ilimitada en la Madre de la Iglesia; sin Jasna Góra».
Cuando contemplo hoy los años pasados de mi ministerio en la Sede romana, doy gracias a Dios por haberme concedido la gracia de anunciar el Evangelio, la buena nueva de la salvación a muchos pueblos y a muchas naciones de todos los continentes, y, entre éstos, también a mis compatriotas en Polonia. La evangelización constituye un elemento esencial de la misión del Sucesor de san Pedro, su contribución diaria a la edificación de la civilización del amor, la verdad y la vida.
3. Ya desde el comienzo, en mi ministerio apostólico me sostienen la oración y el sacrificio de todo el pueblo de Dios, y la Iglesia en Polonia tiene una participación especial en ellos. Tras mi elección a la Sede de san Pedro, pedí a mis compatriotas: «No me olvidéis en la oración en Jasna Góra y en todo el país, para que este Papa, que es sangre de vuestra sangre y corazón de vuestros corazones, sirva bien a la Iglesia y al mundo en los difíciles tiempos que preceden el fin de este segundo milenio» y esta ayuda de la oración la experimento constantemente. Vuestra oración me acompaña cada hora y cada día en los caminos de mi ministerio papal. Lo sé, y en mi interior siento este profundo vínculo que se crea en la oración; cuando nos acordamos unos de otros, compartimos nuestro corazón y nuestros problemas humanos, depositándolos en las manos del Padre omnipotente y bueno que está en el cielo.
Os agradezco particularmente vuestra oración en los momentos de mi sufrimiento y mi enfermedad, y, de modo especial, en aquel memorable 13 de mayo de 1981. Me resulta difícil hablar de esto sin conmoverme. Estuvisteis en oración durante todo ese tiempo; estuvisteis entonces particularmente unidos a mí con vínculos de solidaridad y cercanía espiritual. Toda la Iglesia respondió al atentado en la plaza de San Pedro, y la Iglesia en Polonia de un modo particular. ¿Cómo no recordar en este momento la «marcha blanca» en Cracovia, que reunió en la oración a una gran multitud de personas, sobre todo jóvenes? Hoy quiero recordar todo esto y decir: «¡Que Dios os lo pague!». También yo trato de corresponder con la oración diaria por todos mis compatriotas, por toda nuestra nación, por toda Polonia, mi patria, en la que estoy siempre profundamente insertado con las raíces de mi vida, de mi corazón y de mi vocación. Los problemas de mi patria me han interesado y siguen interesándome siempre. Conservo profundamente en el corazón todo lo que vive mi nación. Considero que el bien de mi patria es mi bien, y lo que la ofende, o la deshonra, todo lo que la amenaza, en cierto sentido repercute siempre en mí, en mi corazón, en mis pensamientos y en todo lo que siento.
4. Con toda la Iglesia, nos preparamos para entrar en el tercer milenio. ¡Qué histórica preparación al gran jubileo fue para mí el milenio del bautismo de Polonia, esa extraordinaria experiencia de la lucha de toda mi nación por la fidelidad a Dios, a la cruz y al Evangelio, durante los tiempos difíciles de opresión de la Iglesia!
Hace veinte años, cuando comenzaba mi ministerio petrino en la Iglesia, dije: «¡Abrid las puertas a Cristo!». Hoy, que nos encontramos en el umbral del tercer milenio, estas palabras adquieren una elocuencia especial. Las dirijo nuevamente a todos mis compatriotas, como expresión de mi mejor deseo. Abrid de par en par las puertas a Cristo: las puertas de la cultura, de la economía, de la política, de la familia y de la vida personal y social. No hay bajo el cielo otro nombre por el que debamos salvarnos, sino el del Redentor del hombre (cf. Hch 4, 12). Sólo Cristo es nuestro mediador ante el Padre, la única esperanza que no defrauda. Sin Cristo, el hombre no se conocerá plenamente a sí mismo, no sabrá a fondo quién es y a dónde va.
Abrir las puertas a Cristo quiere decir abrirse a él y a su enseñanza. Convertirse en testigos de su vida, su pasión y su muerte. Quiere decir unirse a él mediante la oración y los santos sacramentos. Sin ese vínculo con Cristo, todas las cosas pierden su sentido pleno y se ofuscan los confines entre el bien y el mal. Hoy, en Polonia, se necesitan hombres de profunda fe y recta conciencia, formada en el Evangelio y en la doctrina social de la Iglesia. Hombres para quienes las cosas de Dios sean las más importantes; hombres capaces de realizar opciones acordes con los mandamientos divinos y con el Evangelio. Hacen falta cristianos intrépidos y responsables, que participen en todos los sectores de la vida social y nacional, que no teman los obstáculos y las dificultades. Ha llegado la hora de la nueva evangelización. Por eso, queridos hermanos, me dirijo a vosotros con esta exhortación: «¡Abrid las puertas a Cristo!». Sed sus testigos hasta los últimos confines de la tierra (cf. Hch 1, 8), pero sobre todo en nuestra patria. Sed auténticos discípulos suyos, capaces de «renovar la faz de la tierra », de encender en el corazón de los hombres y en toda la nación la llama del amor y la justicia.
5. En un día tan importante para mí, dirijo la mirada de mi alma a la Señora de Jasna Góra, y en sus manos maternas pongo todos los problemas de la Iglesia en Polonia y a mis compatriotas. Hoy, 16 de octubre, mientras la Iglesia recuerda a santa Eduvigis de Silesia, patrona de mi elección a la Sede de Pedro, os pido nuevamente que recéis, «para que pueda llevar a cabo la obra que Dios me ha encomendado realizar » (cf. Jn 17, 4) para su gloria, al servicio de la Iglesia y del mundo. Concluyamos este encuentro con la oración y la bendición.
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Por la tarde, el Vicario de Cristo, desde la ventana de su apartamento privado se dirigió a los fieles presentes en la plaza de San Pedro con las siguientes palabras:
Después de veinte años, quiero dar gracias a la Providencia divina. Quiero dar las gracias también a quienes se han reunido en la plaza de San Pedro, en oración, en este momento importante para la vida de la Iglesia en Roma, de la Iglesia universal y, naturalmente, también de mi vida.
¡Alabado sea Jesucristo!
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