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ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL FINAL DEL VÍA CRUCIS

Viernes Santo, 21 de abril de 2000

 

1. “¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?” (Lc 24, 26).

Estas palabras de Jesús a dos discípulos camino de Emaús, resuenan en nuestro espíritu esta tarde, al final del vía crucis en el Coliseo. También ellos, como nosotros, habían oído hablar de los acontecimientos concernientes a la pasión y la crucifixión de Jesús. De vuelta a su pueblo, Cristo se les acerca como un peregrino desconocido y ellos se apresuran a contarle “lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo” (Lc 24, 19), y “cómo nuestros sumos sacerdotes y magistrados le condenaron a muerte y le crucificaron” (Lc 24, 20). Con tristeza, terminan diciendo: “Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel; pero, con todas estas cosas, llevamos ya tres días desde que esto pasó” (Lc 24, 21).

“Nosotros esperábamos...”. Los discípulos están desanimados y abatidos. También para nosotros es difícil entender por qué la vía de la salvación deba pasar por el sufrimiento y la muerte.

2. “¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?” (Lc 24, 26). Nos hacemos la misma pregunta al final de la tradicional vía dolorosa junto al Coliseo.

Dentro de poco, dejaremos este lugar santificado por la sangre de los primeros mártires y nos dispersaremos en diversas direcciones. Volveremos a nuestras casas, reflexionando sobre los mismos acontecimientos de los que hablaban los discípulos de Emaús.

¡Que Jesús se acerque a cada uno de nosotros y se haga también compañero nuestro de viaje! Mientras nos acompaña, Él nos explicará que ha subido al Calvario por nosotros, ha muerto por nosotros, cumpliendo las Escrituras. De este modo, la dolorosa escena de la crucifixión que acabamos de contemplar se convertirá para cada uno en una elocuente enseñanza.

Queridos Hermanos y Hermanas. El hombre contemporáneo tiene necesidad de encontrar a Jesús crucificado y resucitado.

¿Quién, si no es el divino Condenado, puede comprender plenamente la pena de quien sufre condenas injustas?

¿Quién, si no es el Rey ultrajado y humillado, puede satisfacer las expectativas de tantos hombres y mujeres sin esperanza y sin dignidad?

¿Quién, si no es el Hijo de Dios crucificado, puede entender el dolor de la soledad de tantas vidas truncadas y sin futuro?

El poeta francés Paul Claudel escribía que el Hijo de Dios “nos ha enseñando la vía de salida del dolor y la posibilidad de su transformación” (Positions et propositions). Abramos el corazón a Cristo: será Él mismo quien responda a nuestra más profundas expectativas. Él mismo nos desvelará los misterios de su pasión y muerte en la cruz.

3. “Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron” (Lc 24, 31). Con sus palabras, el corazón de los dos viandantes desconsolados adquirió serenidad y comenzó a henchirse de alegría. Reconocen a su Maestro al partir el pan.

Que los hombres de hoy, como ellos, reconozcan en la Eucristía la presencia de su Salvador. Que lo encuentren en el sacramento de su Pascua y lo acojan como compañero de su camino. Él sabrá escucharles y consolarles. Sabrá ser su guía para conducirles por los senderos de la vida hacia la casa del Padre.

“Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi, quian per sanctam Crucem tuam redemisti mundum!”

 



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