DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN EL CONGRESO DE LA CONFEDERACIÓN BENEDICTINA
Viernes 8 de septiembre de 2000
1. Con gran alegría os acojo y saludo a todos vosotros, queridos abades, priores conventuales y administradores de la orden de San Benito, con ocasión de vuestro congreso que, en el Año jubilar, estáis celebrando aquí, en Roma. Al expresar mi gratitud al abad dom Marcel Rooney por el trabajo realizado durante estos años, felicito al nuevo abad primado dom Notker Wolf, a quien agradezco las palabras que me ha dirigido en nombre de todos. Saludo asimismo al grupo de abadesas que han venido en representación de sus hermanas de todo el mundo.
Este encuentro con el Obispo de Roma se inserta en vuestra peregrinación jubilar, muy rica e intensa, y pone de relieve su significado espiritual y eclesial. En este momento recuerdo a mi glorioso predecesor san Gregorio Magno, en cuya fiesta comenzó vuestra asamblea, y doy gracias con vosotros a Dios por el gran don que han constituido y constituyen, en la Iglesia y para la Iglesia, los hijos y las hijas de san Benito.
Habéis cruzado las Puertas santas de las basílicas mayores, llevando espiritualmente con vosotros a vuestras comunidades. Se trata, ante todo, de un laudable testimonio de vuestra fe y, al mismo tiempo, un símbolo del profundo significado de vuestra reunión: en el Año santo 2000, la orden benedictina, extendida en todo el mundo, quiere pasar a través de Cristo, para entrar con él y en él en el nuevo milenio, estrechando entre sus manos el Evangelio, palabra de salvación para el hombre de todos los tiempos y de todas las culturas.
2. En Oriente y en Occidente la vida monástica constituye para la Iglesia un patrimonio de valor inestimable. En la exhortación postsinodal Vita consecrata escribí: "Los monasterios han sido y siguen siendo, en el corazón de la Iglesia y del mundo, un signo elocuente de comunión, un lugar acogedor para quienes buscan a Dios y las cosas del espíritu, escuelas de fe y verdaderos laboratorios de estudio, de diálogo y de cultura para la edificación de la vida eclesial y de la misma ciudad terrena, en espera de la celestial" (n. 6).
El monaquismo occidental se ha inspirado sobre todo en san Benito y en su Regla, que ha formado a generaciones de hombres y mujeres llamados a abandonar el mundo para consagrarse totalmente a Dios, poniendo el amor de Cristo en el centro y por encima de todo (cf. Regla, 4, 21 y 72, 11).
Con la fuerza de esta misión, la orden benedictina ha contribuido sin cesar a la actividad apostólica de la Iglesia. Con esta misma fuerza, trabaja en favor de la nueva evangelización. Lo testimonian jóvenes y adultos, cristianos y no cristianos, creyentes y no creyentes, que encuentran en vosotros y en vuestros monasterios puntos de referencia, como pozos de los que pueden sacar el "agua viva" de Cristo, la única que sacia la sed de los hombres. Y ¡cómo no subrayar que una característica de muchas de vuestras casas consiste en ser hoy "fronteras del cristianismo", en lugares donde el cristianismo es minoría! En algunas ocasiones el testimonio de algunos miembros de la orden benedictina se vio coronado con el martirio. A pesar de ello, permanecéis en esas tierras, sin miedo a los peligros y las dificultades. Al realizar una significativa actividad ecuménica y de paciente diálogo interreligioso, prestáis un valioso servicio al Evangelio. Testimoniáis que sólo Dios basta.
3. Sí, sólo Dios, sólo Cristo es "la vida del alma". Estas palabras nos traen a la memoria el título de un famoso libro de vuestro venerado hermano Columba Marmion, a quien el domingo pasado tuve la alegría de inscribir en el catálogo de los beatos. La vida y la actividad del gran abad de Maredsous marcó profundamente la espiritualidad del siglo XX, en perfecta sintonía con el camino de auténtica renovación eclesial, que culminó en el concilio ecuménico Vaticano II. Queréis recorrer ese mismo camino, siguiendo los luminosos ejemplos del beato Columba Marmion, así como de los beatos Dusmet de Catania y Schuster de Milán, hijos fieles de san Benito.
A este propósito, vuestro congreso, además de ser una peregrinación jubilar, constituye un fuerte momento de reflexión y confrontación, en el umbral del nuevo milenio. Como responsables de la orden, os proponéis considerar el papel que desempeña el abad en la comunidad. Además, mediante la escucha y el intercambio de las ricas y diferentes experiencias, queréis analizar cuál es la "misión" del monasterio en el mundo actual.
4. Al respecto, como Pastor de la Iglesia, en un mundo en el que se multiplican las actividades dispersivas y a veces se corre el riesgo de perder incluso el sentido de la vida y de la muerte, quisiera recordaros ―aunque sé muy bien que precisamente en esto sois maestros― el primado de la interioridad. El hombre necesita hoy, más que nunca, encontrar a Dios y encontrarse en Dios, para no perderse a sí mismo. Y esto sólo es posible cuando el corazón se pone a la escucha del Señor en el silencio y en la contemplación prolongada, es decir, en el encuentro con "el único mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús" (1 Tm 2, 5).
Este es mi deseo, que acompaño con la seguridad de que os recuerdo de manera especial en el altar. Queridos hermanos, sed para nuestros contemporáneos signos elocuentes de la validez de la vida monástica. Esta es la primera forma de vida consagrada que apareció en la Iglesia y que a lo largo de los siglos sigue siendo un don para todos. Sed contemplativos asiduos del misterio de Dios y ofreced vuestra vida "ut in omnibus glorificetur Deus".
Encomiendo estos deseos a la intercesión de María santísima, cuya Natividad celebramos hoy. Ella, como Madre buena, os proteja en cada paso. Con afecto os imparto la bendición apostólica, pidiéndoos que la llevéis a vuestras comunidades.
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