MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS ENFERMOS DE UN HOSPITAL ONCOLÓGICO
Amadísimos hermanos y hermanas:
El programa de mi visita pastoral a Río de Janeiro me lleva a pasar frente a vuestro hospital. Dado que, por falta de tiempo, no puedo prolongar mi itinerario para encontrarme con vosotros, al menos deseo hacer acto de presencia entre vosotros enviando por escrito mi saludo. Mi pensamiento se dirige, con cordial simpatía y viva participación, a cada uno de los enfermos, médicos y demás funcionarios del Instituto nacional del cáncer.
Deseo aseguraros que las familias que participan en este II Encuentro mundial y todos los fieles que se solidarizan con vosotros, abrazan con afecto a toda la familia humana afectada por el sufrimiento. Hoy os abrazan sobre todo a vosotros, que pasáis por la prueba intensa del dolor, que sólo el misterioso designio de la divina Providencia puede ayudaros a comprender.
La Iglesia no puede dejar de sentir en el corazón el deber de la proximidad y la participación en este misterio doloroso, que asocia a tantos hombres y mujeres de todos los tiempos a la condición de Jesucristo durante su pasión. Cuando el mal llama a las puertas de un ser humano, la Iglesia lo invita siempre a reconocer en su propia existencia el reflejo de Cristo, el «Varón de dolores». Contemplando a su Señor («estuve enfermo y me visitasteis», dice Jesús), la Iglesia redobla sus cuidados y su presencia materna al lado de los enfermos, para que el amor divino penetre más profundamente en ellos, fructificando en sentimientos de confianza filial y abandono en las manos del Padre celestial para la salvación del mundo.
En el plan salvífico de Dios «el sufrimiento, más que todo lo demás, hace presente en la historia de la humanidad la fuerza de la Redención» (Salvifici doloris, 27). El Señor Jesús, como salvó a su pueblo amándolo «hasta el extremo» (Jn 13, 1), «hasta la muerte de cruz» (Flp 2, 8), así sigue invitando de algún modo a todos los discípulos a sufrir por el reino de Dios. Cuando está unido a la pasión redentora de Cristo, el sufrimiento humano se transforma en instrumento de madurez espiritual y en magnífica escuela de amor evangélico.
Os invito a vosotros, enfermos, a mirar siempre con fe y esperanza al Redentor de los hombres. La misericordia divina sabrá acoger vuestras oraciones y súplicas para curaros de los males que os afligen, si eso es del agrado del Padre y conveniente para vuestro bien. Él enjugará siempre vuestras lágrimas, si sabéis mirar a su cruz y anticipar en la esperanza la recompensa de estos sufrimientos. ¡Tened confianza: él no os abandona!
Deseo, además, expresaros a todos los que trabajáis en este hospital —médicos, enfermeros, farmacéuticos, amigos voluntarios, acompañantes, sacerdotes y religiosos— el reconocimiento de la Iglesia por el ejemplo que dais y por la caridad con que prestáis vuestro servicio a la sociedad. «Dicho servicio, al igual que la enfermedad, es un camino de santificación. A lo largo de los siglos ha sido una manifestación de la caridad de Cristo, que es precisamente la fuente de la santidad» (Catequesis durante la audiencia general del miércoles 15 de junio de 1994: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de junio de 1994, p. 3). Dios os llama a ser eximios defensores de la vida, en todas sus fases, hasta su término natural. Que la ciencia, que el Creador ha puesto en vuestras manos, sea siempre instrumento de respeto absoluto de la vida humana y de su carácter sagrado, como ya reconocía el antiguo y siempre actual juramento de Hipócrates.
«Con María, Madre de Cristo, que estaba junto a la cruz (cf. Jn 19, 25) nos detenemos ante todas las cruces del hombre de hoy» (Salvifici doloris, 31), como también deseo hacer al lado de ese hospital, para declarar abiertamente que la Iglesia necesita de los enfermos y de su oblación al Señor, a fin de obtener gracias más abundantes para la humanidad entera (cf. Catequesis, ib.). Con estos deseos, invoco del Todopoderoso los dones de la paz y la consolación espiritual para todos los enfermos y para los dirigentes y los empleados del Instituto nacional del cáncer, y os imparto de corazón una propiciadora bendición apostólica, que hago extensiva a vuestros familiares.
Vaticano, 30 de septiembre de 1997
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