SANTA MISA CELEBRADA EN EL PALACIO DE DEPORTES DE EL CAIRO
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Viernes 25 de febrero de 2000
1. "De Egipto llamé a mi hijo" (Mt 2, 15).
El evangelio de hoy nos recuerda la huida de la Sagrada Familia a Egipto, a donde vino a buscar refugio. "El ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: "Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y quédate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a buscar al niño para matarlo"" (Mt 2, 13). De este modo, Cristo, "que se hizo hombre para que el hombre fuera capaz de recibir la divinidad" (san Atanasio de Alejandría, Contra los arrianos, 2, 59), quiso recorrer nuevamente el camino de la llamada divina, el itinerario que había seguido su pueblo, para que todos sus miembros llegaran a ser hijos en el Hijo. José "se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se fue a Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de Herodes; para que se cumpliera el oráculo del Señor por medio del profeta: de Egipto llamé a mi hijo" (Mt 2, 14-15).
La Providencia guió a Jesús por los caminos que en otros tiempos habían recorrido los israelitas para ir a la tierra prometida, bajo el signo del cordero pascual, celebrando la Pascua. También Jesús, el Cordero de Dios, fue llamado de Egipto por el Padre, para realizar en Jerusalén la Pascua de la alianza nueva e irrevocable, la Pascua definitiva, la Pascua que da al mundo la salvación.
2. "De Egipto llamé a mi hijo". Así habla el Señor, que hizo salir a su pueblo de la condición de esclavitud (cf. Ex 20, 2) para sellar con él, en el monte Sinaí, una alianza. La fiesta de la Pascua seguirá siendo siempre el recuerdo de esa liberación. Conmemora ese acontecimiento, que está presente en la memoria del pueblo de Dios. Cuando los israelitas partieron para su largo viaje, bajo la guía de Moisés, no pensaban que su peregrinación a través del desierto hasta la tierra prometida duraría cuarenta años. Moisés mismo, que había sacado a su pueblo de Egipto y lo había guiado durante todo ese tiempo, no entró en la tierra prometida. Antes de morir, sólo pudo contemplarla desde la cima del monte Nebo; luego confió la guía del pueblo a su sucesor Josué.
3. Mientras los cristianos celebran el bimilenario del nacimiento de Jesús, debemos hacer esta peregrinación a los lugares donde comenzó y se desarrolló la historia de la salvación, una historia de amor irrevocable entre Dios y los hombres, presencia del Señor de la historia en el tiempo y en la vida de los hombres. Hemos venido a Egipto siguiendo el itinerario por el que Dios guió a su pueblo, con Moisés a la cabeza, para conducirlo a la tierra prometida. Nos ponemos en camino, iluminados por las palabras de libro del Éxodo: dejando nuestra condición de esclavitud, vamos al monte Sinaí, donde Dios selló su alianza con la casa de Jacob, por medio de Moisés, en cuyas manos depositó las tablas del Decálogo. ¡Qué hermosa es esta alianza! Nos muestra que Dios no deja de dirigirse al hombre para comunicarle la vida en abundancia. Nos pone en presencia de Dios y es expresión de su profundo amor a su pueblo. Invita al hombre a dirigirse a Dios, a dejarse envolver por su amor y a realizar las aspiraciones a la felicidad que lleva en sí. Si acogemos en espíritu las tablas de los diez mandamientos, viviremos plenamente de la ley que Dios ha puesto en nuestro corazón y participaremos en la salvación que reveló la Alianza sellada en el monte Sinaí entre Dios y su pueblo, y que el Hijo de Dios nos ofrece mediante la redención.
4. En esta tierra de Egipto, que tengo la alegría de visitar por primera vez, el mensaje de la nueva Alianza se ha transmitido, de generación en generación, a través de la venerable Iglesia copta, heredera de la predicación y la acción apostólica del evangelista san Marcos, quien, según la tradición, sufrió el martirio en Alejandría. Hoy elevamos a Dios una ferviente acción de gracias por la rica historia de esta Iglesia, así como por el apostolado generoso de sus fieles que, a lo largo de los siglos, a veces incluso derramando su sangre, han sido testigos fervientes del amor del Señor.
Agradezco con afecto a Su Beatitud Stéphanos II Ghattas, patriarca copto católico de Alejandría, las palabras de acogida que me ha dirigido; testimonian la fe viva y la fidelidad de vuestra comunidad a la Iglesia de Roma. Saludo cordialmente a los patriarcas y a los obispos que participan en esta liturgia eucarística, así como a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a todos los fieles que han venido para acompañarme en esta etapa de mi peregrinación jubilar. Saludo también con deferencia a las autoridades y a todas las personas que han querido unirse a esta celebración. Tenemos a la Iglesia copta ortodoxa, a su venerado patriarca, el Papa Shenuda III, nuestro hermano, y a todos los obispos y los fieles de las Iglesias. Saludo cordialmente a Su Santidad Petrus VII, patriarca del Egipto greco-ortodoxo, y a todos los miembros de su Iglesia.
Vuestra presencia aquí, en torno al Sucesor de Pedro, es un signo de la unidad de la Iglesia, cuya cabeza es Cristo. Que la fraternidad entre todos los discípulos del Señor, tan manifiesta aquí, os aliente a proseguir vuestros esfuerzos por constituir comunidades unidas en el amor, que sean levadura de concordia y reconciliación. Así, encontraréis la fuerza y el consuelo, particularmente en los momentos de dificultad o de duda, para dar un testimonio cada vez más ardiente de Cristo en la tierra de vuestros antepasados. Con el apóstol san Pablo, doy gracias a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, orando por vosotros en todo momento para que crezcáis en la fe, os mantengáis firmes en la esperanza y difundáis por doquier la caridad de Cristo (cf. Col 1, 3-5).
5. En este año jubilar, recordando que Cristo "es la cabeza del cuerpo, de la Iglesia" (Col 1, 18), debemos tratar de avanzar decididamente, cada vez con mayor ardor, por los caminos de la unidad que él quiso para sus discípulos, con espíritu de confianza y fraternidad. Así, nuestro testimonio común glorificará a Dios y será cada vez más creíble a los ojos de los hombres. Pido al Padre celestial que con todas las Iglesias y comunidades eclesiales, a las que saludo aquí con respeto, se desarrollen relaciones serenas y fraternas, con caridad y buena voluntad. Este clima de diálogo y acercamiento ayudará a encontrar soluciones a los problemas que aún constituyen un obstáculo para la comunión plena. Favorecerá, además, el respeto de la sensibilidad propia de cada comunidad, así como de su modo específico de expresar la fe en Cristo y celebrar los sacramentos, que las Iglesias deben reconocer recíprocamente como administrados en nombre del mismo Señor. Ojalá que, al celebrar durante esta peregrinación la Pascua del Señor, vivamos un nuevo Pentecostés, en el que todos los discípulos reunidos con la Madre de Dios acogen al Espíritu Santo, que nos reconcilia con el Señor y es principio de unidad y fuerza para la misión, haciendo de nosotros un solo cuerpo, imagen del mundo futuro.
6. Desde los orígenes, la vida espiritual e intelectual se ha desarrollado de modo notable en la Iglesia que está en Egipto. Podemos recordar aquí a los ilustres fundadores del monaquismo cristiano, Antonio, Pacomio y Macario, y a los numerosos patriarcas, confesores, pensadores y doctores que son gloria de la Iglesia universal. Aún hoy, los monasterios siguen siendo centros vivos de oración, estudio y meditación, con fidelidad a la antigua tradición cenobítica y anacorética de la Iglesia copta, recordando que el contacto fiel y prolongado con el Señor es la levadura de la transformación de las personas y de toda la sociedad. Así, la vida con Dios hace resplandecer la luz en nuestro rostro de hombres e ilumina al mundo con una luz nueva, la llama viva del amor.
Quiera Dios que los jóvenes, al acoger hoy este impulso espiritual y apostólico que les han transmitido sus padres en la fe, estén atentos a la llamada del Señor que los invita a seguirlo, y respondan con generosidad, aceptando comprometerse tanto en el sacerdocio como en la vida consagrada, activa o contemplativa. Que las personas consagradas, mediante el testimonio de su vida de hombres y mujeres entregados totalmente a Dios y a sus hermanos, fundada en una intensa experiencia espiritual, manifiesten el amor sin límites del Señor al mundo.
7. La Iglesia católica quiere traducir este amor gratuito y sin exclusión en medio del pueblo egipcio mediante su compromiso en el ámbito educativo, sanitario y caritativo. La presencia activa de la Iglesia en la formación intelectual y moral de la juventud constituye una antigua tradición del patriarcado copto católico y del vicariato latino. Mediante la educación de los jóvenes en los valores humanos, espirituales y morales fundamentales, en el respeto a la conciencia de cada uno, las instituciones educativas católicas desean brindar su contribución a la promoción de la persona, particularmente de la mujer y de la familia; quieren, asimismo, favorecer relaciones amistosas con los musulmanes, para que los miembros de cada comunidad se esfuercen sinceramente por comprenderse los unos a los otros y promover juntos, para bien de todos los hombres, la justicia social, los valores morales, la paz, el respeto y la libertad.
Es un deber de todos los ciudadanos participar activamente, con espíritu de solidaridad, en la edificación de la sociedad, en la consolidación de la paz entre las comunidades y en la gestión honrada del bien común. Para realizar esta obra común, que debe acercar a los miembros de una misma nación, es legítimo que todos, cristianos y musulmanes, respetando las diferentes opiniones religiosas, pongan igualmente sus capacidades al servicio de la colectividad, en todos los ámbitos de la vida social.
8. Al unirnos al camino de fe de Moisés, durante la peregrinación jubilar que realizamos en estos días, estamos invitados a avanzar hacia el monte del Señor y a despojarnos de nuestras esclavitudes, para recorrer el camino de Dios. "Y Dios, viendo así nuestras decisiones buenas y constatando que le atribuimos lo que realizamos, (...) nos recompensará con lo que le es propio, los dones espirituales, divinos y celestiales" (san Macario, Homilías espirituales, 26, 20). Para cada uno de nosotros el Horeb, el "monte de la fe", está llamado a convertirse en "el lugar del encuentro y del pacto recíproco, en cierto sentido, el monte del amor" (Carta sobre la peregrinación a los lugares vinculados a la historia de la salvación, n. 6: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 2 de julio de 1999, p. 22). Precisamente allí el pueblo se comprometió a vivir adhiriéndose totalmente a la voluntad divina, y Dios le aseguró su benevolencia eterna. Este misterio de amor se realiza plenamente en la Pascua de la nueva Alianza, en el don que el Padre hace de su Hijo para la salvación de toda la humanidad.
Recibamos hoy, de manera renovada, la ley divina como un tesoro precioso. Convirtámonos, como Moisés, en hombres y mujeres que intercedan ante el Señor y, a la vez, transmitan a los hombres la ley, que es una llamada a la vida verdadera, que libera de los ídolos y hace que toda existencia sea infinitamente hermosa y valiosa. Por su parte, los jóvenes esperan con impaciencia que les ayudemos a descubrir el rostro de Dios, que les mostremos el camino que deben seguir, la senda del encuentro personal con Dios y los actos humanos dignos de nuestra filiación divina; se trata de un camino ciertamente exigente, pero es la única senda de liberación que puede colmar su deseo de felicidad. Cuando estemos con Dios en el monte de la oración, dejémonos inundar por su luz, para que en nuestro rostro resplandezca la gloria de Dios, invitando a los hombres a vivir de esta felicidad divina, que es la vida en plenitud.
"De Egipto llamé a mi hijo". ¡Ojalá que todos los hombres escuchen la llamada del Dios de la Alianza y descubran la alegría de ser hijos!
Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana