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HOMILÍA DE JUAN PABLO II

Estadio de Ammán, Jordania
Martes 21 de marzo de 2000

 


"Una voz clama:  "En el desierto abrid camino al Señor, trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios"" (Is 40, 3).

Beatitud;
hermanos  en  el  episcopado y en el sacerdocio;
hermanos y hermanas:
 

1. Las palabras del profeta Isaías, que el evangelista aplica a Juan Bautista, nos recuerdan el camino que Dios trazó a lo largo del tiempo en su deseo de formar y salvar a su pueblo. Hoy, como parte de la peregrinación jubilar que realizo para orar en algunos de los lugares relacionados con las intervenciones salvíficas de Dios, la divina Providencia me ha traído a Jordania. Saludo a Su Beatitud Michel Sabbah, al que agradezco sus cordiales palabras de bienvenida. Abrazo cordialmente al exarca grecomelquita Georges El-Murr y a todos los miembros de la Asamblea de los Ordinarios católicos de Tierra Santa, así como a los representantes de las demás Iglesias y comunidades eclesiales. Expreso mi agradecimiento al príncipe Raad y a las autoridades civiles que han querido honrar nuestra celebración con su presencia.

El Sucesor de Pedro es peregrino en esta tierra bendecida por la presencia de Moisés y Elías, donde Jesús mismo enseñó y realizó milagros (cf. Mc 10, 1; Jn 10, 40-42), donde la Iglesia primitiva dio testimonio con la vida de numerosos santos y mártires. En este año del gran jubileo toda la Iglesia, y especialmente hoy la comunidad cristiana de Jordania, están espiritualmente unidas en una peregrinación a los orígenes de nuestra fe, una peregrinación de conversión y penitencia, de reconciliación y paz.

Buscamos un guía que nos señale el camino. Y la liturgia nos propone hoy la figura de Juan Bautista, una voz que clama en el desierto (cf. Lc 3, 4). Él nos señalará el camino que debemos seguir para que nuestros ojos puedan "ver la salvación de Dios" (cf. Lc 3, 6). Guiados por él, recorremos nuestro camino de fe para ver de modo más claro la salvación realizada por Dios a través de una historia que se remonta hasta Abraham. Juan Bautista fue el último de la serie de profetas que mantuvo viva y alimentó la esperanza del pueblo de Dios. Con él se acercó la plenitud de los tiempos.

2. La semilla de esta esperanza fue la promesa hecha a Abraham cuando fue llamado a abandonar todo lo que le era familiar  y  a  seguir  a un Dios al que no conocía (cf. Gn 12, 1-3). A pesar de su riqueza, Abraham era un hombre que vivía en las sombras de la muerte, pues no tenía hijos ni tierra propia (cf. Gn 15, 2). La promesa parecía vana, dado que Sara era estéril y la tierra pertenecía a otros. Pero, a pesar de ello, Abraham puso su fe en Dios:  "Creyó, esperando contra toda esperanza" (Rm 4, 18).

Aunque parecía imposible, Sara dio a luz a Isaac, y Abraham recibió una tierra. Y a través de Abraham y sus descendientes la promesa se convirtió en una bendición para "todas las familias de la tierra" (Gn 12, 3; 18, 18).

3. Esa promesa se confirmó cuando Dios habló a Moisés en el monte Sinaí. Lo que aconteció entre Moisés y Dios en la montaña sagrada plasmó la historia sucesiva de la salvación como una alianza de amor entre Dios y el hombre, una alianza que exige obediencia, pero que promete liberación. Los diez mandamientos, esculpidos en piedra en el Sinaí, pero inscritos en el corazón humano desde el inicio de la creación, son la pedagogía divina de amor, dado que señalan el único camino seguro para la realización de nuestro anhelo más profundo:  la aspiración insuprimible del espíritu humano hacia el bien, la verdad y la armonía.

El pueblo anduvo errante durante cuarenta años antes de llegar a esa tierra. Moisés, "que hablaba cara a cara con el Señor" (Dt 34, 10), murió en el monte Nebo y fue sepultado "en el valle, en el país de Moab (...). Nadie hasta hoy ha conocido su tumba" (Dt 34, 6). Pero la Alianza y la Ley que él recibió de Dios viven para siempre.

A lo largo de los tiempos los profetas tuvieron que defender la Ley y la Alianza contra los que ponían las normas y leyes humanas por encima de la voluntad de Dios, y por tanto imponían una nueva esclavitud al pueblo (cf. Mc 6, 17-18). La misma ciudad de Ammán, la Rabá del Antiguo Testamento, recuerda el pecado del rey David al causar la muerte de Urías y tomar por esposa a su mujer Betsabé, pues aquí cayó Urías (cf. 2 S 11, 1-17). "Te harán la guerra -dice Dios a Jeremías en la primera lectura, que acabamos de escuchar-, mas no podrán contigo, pues yo estoy contigo para salvarte" (Jr 1, 19). Por haber denunciado las faltas en el cumplimiento de la Alianza, algunos profetas, entre ellos Juan Bautista, pagaron con su sangre. Pero, en virtud de la promesa divina -"Yo estoy contigo para salvarte"- permanecieron firmes "como una plaza fuerte, un pilar de hierro y una muralla de bronce" (Jr 1, 18), proclamando la Ley de la vida y de la salvación, el amor que no falla nunca.

4. En la plenitud de los tiempos, a la vera del río Jordán, Juan Bautista señala a Jesús, sobre el que desciende el Espíritu Santo en forma de paloma (cf. Lc 3, 22), el que no bautiza con agua sino "en Espíritu Santo y fuego" (Lc 3, 16). Los cielos se abren y se escucha la voz del Padre:  "Este es mi Hijo, el predilecto, en el que tengo mi complacencia" (Mt 3, 17). En él, el Hijo de Dios, se cumplen la promesa hecha a Abraham y la Ley dada a Moisés.

Jesús es la realización de la promesa. Su muerte en cruz y su resurrección llevan a la victoria definitiva de la vida sobre la muerte. A través de la Resurrección quedan abiertas las puertas del paraíso, y nosotros podemos caminar de nuevo en el jardín de la vida. En Cristo resucitado obtenemos "la misericordia, como había anunciado a nuestros padres, en favor de Abraham y su descendencia por siempre" (Lc 1, 54-55).

Jesús es el cumplimiento de la Ley. Sólo Cristo resucitado revela el significado pleno de lo que aconteció en el mar Rojo y en el monte Sinaí. Él revela la verdadera naturaleza de la Tierra prometida, donde "ya no habrá muerte" (Ap 21, 4). Al ser "el primogénito de entre los muertos" (Col 1, 18), el Señor resucitado es la meta de toda nuestra peregrinación:  "el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin" (Ap 22, 13).

5. Durante los últimos cinco años, la Iglesia en esta región ha celebrado el Sínodo pastoral de las Iglesias que están en Tierra Santa. Todas las Iglesias católicas han caminado con Jesús y han vuelto a escuchar su llamada, trazando en un Plan pastoral general el itinerario por recorrer. En esta liturgia solemne me alegra recibir los frutos del Sínodo como signo de vuestra renovada fe y de vuestro compromiso generoso. El Sínodo ha implicado una experiencia profundamente sentida de comunión con el Señor, y también de intensa comunión eclesial, como los discípulos reunidos en torno a los Apóstoles al inicio de la Iglesia (cf. Hch 2, 42; 4, 32). El Sínodo ha mostrado claramente que vuestro futuro reside en la unidad y la solidaridad. Oro hoy a Dios, e invito a toda la Iglesia a orar conmigo, para que los trabajos del Sínodo lleven a un fortalecimiento de los vínculos de unión y colaboración entre las comunidades católicas locales en toda su rica variedad, entre todas las Iglesias cristianas y comunidades eclesiales, y entre los cristianos y las demás grandes religiones que florecen aquí. Que los recursos de la Iglesia -familias, parroquias, escuelas, asociaciones laicales y movimientos juveniles- tengan la unidad y el amor como su objetivo supremo. No existe un modo más eficaz para participar social, profesional y políticamente, sobre todo en la obra de la justicia, la reconciliación y la paz, a la que el Sínodo ha invitado.
A los obispos y a los sacerdotes os digo:  sed buenos pastores según el Corazón de Cristo. Guiad al rebaño que os ha sido confiado por el camino que lleva a las verdes praderas de su Reino. Reforzad la vida pastoral de vuestras comunidades mediante una colaboración nueva y más dinámica con los religiosos y los laicos. En medio de las dificultades de vuestro ministerio confiad en el Señor. Acercaos a él en la oración, y él será vuestra luz y vuestra alegría. Toda la Iglesia os agradece vuestra entrega y la misión de fe que realizáis en vuestras diócesis y en vuestras parroquias.

A los religiosos y religiosas os expreso la inmensa gratitud de la Iglesia por vuestro testimonio del primado de Dios en todas las cosas. Seguid resplandeciendo como faros del amor evangélico que supera todas las barreras. A los laicos os digo:  no tengáis miedo de ocupar vuestro lugar y asumir vuestra responsabilidad en la Iglesia. Sed testigos valientes del Evangelio en vuestra familia y en la sociedad.

En este Día de la Madre en Jordania, me congratulo con las madres presentes aquí e invito a todas las madres a construir una nueva civilización del amor. Amad a vuestras familias. Enseñadles la dignidad de toda vida; enseñadles los caminos de la armonía y de la paz; enseñadles el valor de la fe, la oración y la bondad. Queridos jóvenes, el camino de la vida se abre ante vosotros. Construid vuestro futuro sobre los sólidos cimientos del amor de Dios, y permaneced siempre unidos en la Iglesia de Cristo. Contribuid a transformar el mundo en vuestro entorno, dando lo mejor de vosotros mismos al servicio de los demás y de vuestro país.

Y a los niños que van a recibir la primera Comunión les digo:  Jesús es vuestro mejor amigo; él conoce lo que hay en vuestro corazón. Permaneced unidos a él, y en vuestras oraciones recordad a la Iglesia y al Papa.

6. En este año del gran jubileo, todo el pueblo de Dios peregrino se dirige nuevamente en espíritu a los lugares relacionados con la historia de nuestra salvación. Después de seguir las huellas de Abraham y de Moisés, nuestra peregrinación ha llegado ahora a los lugares donde nuestro Salvador Jesucristo vivió y que recorrió durante su vida terrena. "Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo" (Hb 1, 1-2). En el Hijo se cumplieron todas las promesas. Él es el Redemptor hominis, el Redentor del hombre, la esperanza del mundo. Ojalá que, teniendo presente todo esto, la entera comunidad cristiana de Jordania sea cada vez más firme en la fe y generosa en las obras de servicio amoroso.

Que la santísima Virgen María, Madre de la Iglesia, os guíe y os proteja en vuestro camino. Amén
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