JUAN XXIII
PEQUEÑO ENSAYO DE DEVOTOS PENSAMIENTOS
DE LOS MISTERIOS DEL ROSARIO
COMO COMPLEMENTO A LA CARTA APOSTÓLICA
"IL RELIGIOSO CONVEGNO"*
MISTERIOS GOZOSOS
1. La Anunciación del Ángel a María
Este es el punto más luminoso, el que une el cielo con la tierra, el más grandioso acontecimiento de los siglos.
El Hijo de Dios, Verbo del Padre, por quien todo fue hecho de cuanto se hizo en el orden de la creación, asume la naturaleza humana para convertirse en el Redentor y en el Salvador de la humanidad entera.
María Inmaculada, la flor más bella y fragante de la creación con su "Ecce ancilla Domini", a las palabras del ángel, acepta el honor de la divina maternidad que al punto se cumple en ella; y nosotros, como hermanos redimidos de Cristo, nos convertimos todos en hijos de Dios.
¡Oh sublimidad!, ¡oh ternura de este primer misterio!
Reflexiones: nuestro principal y continuo deber es el de dar gracias al Señor que se ha dignado salvarnos haciéndose hombre y, como hombre, nuestro hermano; y nos asocia con la adopción de hijos a su misma madre.
La intención de la plegaria en la contemplación de este primer cuadro, además de la perennidad habitual de la acción de gracias, es el estudio y el esfuerzo sincero de humildad, de pureza, de gran caridad, de la que la Virgen bendita nos da un tan hermoso ejemplo.
2. La visita de María a su prima Isabel
Qué suavidad y qué gracia en aquella visita de tres meses de María a su querida prima. La una y la otra depositarias de una maternidad inminente; para la Virgen Madre la más sagrada maternidad que pueda imaginarse sobre la tierra. Qué dulzura de armonía en aquellos dos cantos que se entrelazan: "Bendita tu eres entre las mujeres" (Lucas 1, 42), de una parte; y de otra: "El Señor ha mirado la humildad de su esclava; todas las generaciones me llamarán bienaventurada" (Lucas 1, 48).
Esta visión de Ain-Karim, sobre la colina del Hebrón, ilumina de luz celestial y humanísima, a la vez, las relaciones de las familias buenas, educadas en la escuela antigua del Rosario rezado todas las tardes en casa, en la intimidad y en todos los puntos de la tierra, donde «sufre, combate y reza» (A. Manzoni, La Pentecoste, v. 6) alguno de nosotros, llamado por una alta inspiración, o el sacerdocio, o la caridad misionera, o un sueño de apostolado que se cumple; o llamados también por motivos legítimos de diversas naturalezas, trabajo, comercio, servicio militar, estudio, enseñanza o cualquier otra razón. Qué hermoso conjuntarse durante las diez Ave Marías de este misterio donde tantas almas unidas por razón de sangre, por vínculos domésticos, por todo aquello que santifica y estrecha los sentimientos de amor entre las personas más queridas, padres e hijos, hermanos y parientes, convecinos o pertenecientes a un mismo pueblo en acto de reflejar, de iluminar, un sentimiento de caridad universal; cuyo ejercicio es alegría y honor de la vida.
3. El nacimiento de Jesús en Belén
En el momento justo, según las leyes de la naturaleza humana asunta, el Verbo de Dios hecho hombre sale del tabernáculo santo que es el seno inmaculado de María. Su primera aparición en el mundo está en un pesebre donde las bestias se alimentan de heno; todo en derredor es silencio, pobreza, sencillez, inocencia. Se oyen voces de ángeles que anuncian en el cielo la paz que el recién nacido trae al universo. Los primeros adoradores son María, la Madre y José, el padre putativo; después, los humildes pastores invitados por voces angélicas, descienden de la colina. Más tarde llegará una caravana de gente ilustre precedida, desde lejos, por una estrella y
Ofrecerá dones preciosos llenos de significado.
Pero entre tanto todo adquiere en aquella noche de Belén lenguaje de universalidad.
Sobre este tercer misterio, que obliga a que toda rodilla se doble ante la cruz, hay quien gusta de contemplar los ojitos sonrientes del divino infante en actitud de mirar a todos los pueblos de la tierra que pasan, uno después de otro, como en revista ante Él y a los que Él identifica: hebreos, romanos, griegas, chinos, pueblos de África y de todas las regiones del universo y de todas las épocas de la historia, pasadas, presentes y futuras.
Para otros, cambio, durante las diez Ave Marías de este misterio del nacimiento de Jesús les gusta encomendar a Él el número sin número de los niños de todas las razas humanas que durante las últimas veinticuatro horas del día y de la noche precedente van naciendo. Todos estos niños, bautizados o no, pertenecen a Jesús de Belén y a la continuación de su dominio de luz y de paz.
4. La presentación de Jesús en el templo
La vida de Jesús, todavía en los brazos maternos, se abre al contacto de los dos Testamentos. Luz y revelación de las gentes, esplendor del pueblo elegido. San José debe estar presente y participar también él en el rito de las ofrendas legales prescritas.
Aquel episodio se perpetúa en la Iglesia; y en el acto de repetir el Ave María es hermoso observar las hermosísimas esperanzas del perenne reflorecimiento de las promesas del sacerdocio y de los cooperadores y de las cooperadoras en gran número al reino de Dios; jóvenes alumnos de los seminarios, de las casas religiosas, de los estudiantados misioneros, incluso de las universidades católicas y de otras formas de un futuro apostolado de los seglares cuyo expandirse, a pesar de las dificultades y de las oposiciones de la hora presente e incluso en diversas naciones muy atribuladas por la persecución, no cesa de ser espectáculo consolador hasta el punto de arrancar palabras de admiración y de alegría.
«Luz y revelación de las gentes» (Lucas 2, 32), gloria del pueblo elegido.
5. Jesús perdido y encontrado en el templo
Jesús tiene ya doce años. María y José le acompañan a Jerusalén para la plegaria habitual de aquella edad. De improviso desaparece de sus ojos aunque vigilantes y amorosos. Gran preocupación en aquella búsqueda que dura tres días. Se le encuentra entre los demás asistentes en el templo. Estaba razonando con los doctores de la ley. ¡Qué palabras tan significativas las de San Lucas que (nos lo describe con precisión! Lo encuentran sentado en medio de los doctores, audientem illos et interrogantem eos (Lucas 2, 46) en actitud de escucharlos y de preguntarles. Aquel encuentro de los doctores era entonces todo: conocimiento, sabiduría, luz, práctica en contemplación al Antiguo Testamento.
Tal es en todo tiempo la misión de la inteligencia humana: recoger las voces de los siglos, transmitirnos la buena doctrina; dilatar con humildad la mirada de la investigación científica sobre el futuro.
Cristo se encuentra siempre allí en medio, en su puesto; Magister vester unus est Christus (Mateo, 23, 10).
Esta quinta decena de los misterios gozosos, es una invocación especial en provecho de cuantos son llamados al servicio de la verdad y de la caridad, en la investigación, en la enseñanza, en la difusión de las técnicas nuevas audiovisivas, moviendo a amar a Jesús: científicos, profesores, maestros, periodistas, especialmente éstos, por la tarea característica de hacer siempre el honor a la buena doctrina en su pureza, sin fantásticas deformaciones.
Sí, sí, rezamos por todos ellos, ya sean sacerdotes o sean laicos: rezamos para que sepan escuchar la verdad, y se requiere tanta pureza de corazón; para que sepan entenderla, y se requiere toda la humildad íntima de la mente, para que sepan defenderla, y es necesaria la fuerza que tuvo Jesús, y es la fuerza de los santos, la obediencia. Solamente la obediencia logra la paz, es decir, la victoria.
MISTERIOS DOLOROSOS
1. Jesús en Getsemaní
La mente conmovida llega a contemplar la imagen del Salvador en la hora del supremo abandono: «...y tuvo un sudor, como de gotas de sangre que caía a tierra» (Lucas 22, 44) Esto expresa la íntima pena del alma, la amargura extrema de la soledad, el quebrantamiento del cuerpo decaído. La agonía viene provocada por la inminencia de aquello que Jesús ve bien claro: la pasión que le espera.
La escena de Getsemaní sirve de estímulo al esfuerzo de la voluntad para aceptar el sufrimiento, aceptación plena del sufrimiento, cuando es Dios quien quiere o permite nuestro sufrimiento: Nom mea voluntas, sed tua fiat (Lucas 22, 42). Palabras que desgarran y curan porque enseñan hasta que grado puede y debe llegar el cristiano que sufre con Jesús que sufre, y nos dan la certeza para nosotros de los méritos más inenarrables, los méritos de la vida divina en nosotros, viva vivas en nosotros hoy en al gracia, mañana en la gloria.
Un intención hay que tener presente aquí, en este misterio: la sollicitudo omnium ecclesiarum (2Cor 11, 28), el ansia que agita como el viento que agitaba el lago de Genezaret: «pues el viento era contrario» (Mateo 14, 24) la plegaria oración diaria del Papa, el ansia de las horas más agitadas del altísimo ministerio pastoral; el ansia de la Iglesia que diseminada por toda la tierra sufre con él, y, al mismo tiempo, él sufre con la Iglesia, presente en él y que sufre en él; el ansia de miles de almas, partes enteras de la grey de Jesús, sometidas alas persecuciones contra la libertad de creer, de pensar, de vivir. «¿Quién desfallece sin que desfallezca yo? (2Cor 11, 29).
Participar en los dolores de los hermanos, padecer con quien padece, flere cum flentibus (Romanos 12, 15), es un beneficio, un mérito para toda la Iglesia. ¿Es la «comunión de los santos» tener todos y cada uno en común la Sangre de Jesús, el amor de los Santos y de los buenos, y, también, por desgracia, nuestro pecado, nuestras debilidades? ¿Se piensa acaso en esta «comunión», que es unión y casi, como decía Jesús, unidad: «para que sean uno» (Juan 17, 22). La cruz del Señor no solo nos levanta sino que atrae a las almas, siempre «cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí (Juan 12, 32). Todo, a todos.
2. La flagelación
Este misterio ofrece el recuerdo del despiadado suplicio de los latigazos sobre los miembros inmaculados e inocentes de Jesús.
El compuesto humano está hecho de alma y cuerpo. El cuerpo sufre las tentaciones más humillantes y la voluntad débil puede dejarse arrastrar. Así, pues, hay en este misterio una invitación a la penitencia saludable que debe envolver y proteger la verdadera salud del hombre, en su totalidad, como ser corporal y espiritual.
De ello deriva una gran enseñanza para todos. Nosotros no estamos llamados al martirio cruento, sino a le disciplina constante, cotidiana de las pasiones. Por este camino, verdadero «camino de la cruz», camino cotidiano, inevitable, indispensable, que a veces por sus exigencias puede convertirse en heroico, llegamos paso a paso a asemejarnos cada vez más perfectamente con Jesucristo, a la participación de sus méritos, a la ablución en su Sangre inmaculada de toda culpa en nosotros y en todos. No se llega mediante fáciles exaltaciones, fanatismos quizá inocentes, pero nunca inocuos.
La Madre Dolorosa le vio así flagelado: ¡imaginamos con cuánta aflicción! Cuántas madres quisieran gozar de ver el perfeccionamiento moral de sus hijos a través de la disciplina de la educación, de la instrucción, de una vida sana; sin embargo, tienen a veces que llorar viendo insatisfechas tantas esperanzas, tantas fatigas.
La intención de las avemarías del misterio será, pues, invocar del Señor el don de la pureza de costumbres en las familias y en la sociedad, especialmente en las almas jóvenes, más expuestas a las seducciones de los sentidos; y pedir a la vez el don de la robustez de carácter, de la fidelidad a los propósitos hechos y a las enseñanzas recibidas.
3. La coronación de espinas.
Es el misterio cuya contemplación se ajusta mejor aquellos que llevan el peso de graves responsabilidades en el cuidado de las almas y en la dirección del cuerpo social: es, por tanto, el misterio de los Papas, de los obispos, de los párrocos, el misterio de los gobernantes, de los legisladores, de los magistrados. Sobre la cabeza de este Rey, la corona de espinas. También sobre sus cabezas hay una corona en la cual está, sí, una aureola de dignidad y de distinción, corona de una autoridad que procede de Dios y es divina; sin embargo, está tan entretejida de elementos que pesan, que punzan, que procuran espinas y disgustos; por no hablar del dolor que nos causan las debilidades y las culpas de los hombres, cuando más se les ama y se tiene el deber de ser para ellos aquel que representa al Padre que está en los cielos. Entonces, el amor mismo se convierte, como para Jesús, en una corona de espinas que los hombres entretejen sobre la cabeza de quien los ama.
Otra aplicación nos hace pensar en las graves responsabilidades de quien ha recibido mayores talentos y está obligado a hacerlos fructificar mediante el ejercicio continuo de sus facultades, de su inteligencia. El servicio del pensamiento, es decir, el empeño que se exige a quien de ellas está más dotado para luz y guía de los otros, debe ser llevado con paciencia, rechazando las tentaciones del orgullo, del egoísmo, de la disgregación que demuele.
4. La vía de la cruz
La vida humana es un peregrinar continuo, largo y pesado. Arriba, arriba, por la escarpada pedregosa, por el camino a todos señalado en aquella colina. En este misterio Cristo representa al género humano. ¡ Ay si no hubiese una cruz para cada uno! El hombre se vería tentado de egoísmo, de hedonismo, de insensibilidad, y sucumbiría.
El fruto que proviene de la contemplación de Jesús que sube al Calvario es el de acoger y besar la cruz llevándola con generosidad y alegría según las palabras de la Imitación de Cristo: «En la cruz está la salvación, en la cruz está la vida, en la cruz, está la protección contra los enemigos, la efusión de una celestial suavidad» (Lib. II, cap. 12, 2).
Extended también la plegaria a María Dolorosa que siguió a Jesús con espíritu de participación en sus méritos y en sus dolores.
La intención abre ante los ojos la inmensa visión de los atribulados, huérfanos, viejos, enfermos, misioneros, débiles, exilados, pidiendo para todos la fuerza y el consuelo que sólo da la esperanza: O Crux ave, spes unica (Breviario Romano, Hymn. Ad Vesp. Dom. 1 Passionis).
5. La muerte de Jesús
Vita et mors duello conflixere mirando (Misal Romano, Secuencia de la Misa de Pascua): vida y muerte representan los dos puntos preciosos y orientadores del sacrificio de Cristo; desde la sonrisa de Belén que quiere abrirse a todos los hijos de los hombres en su primera aparición en la tierra, hasta el suspiro final que recoge todos los dolores para santificarlos, todos los pecados para borrarlos. Y María está junto a la cruz, como estaba junto al Niño de Belén. Recemos a esta piadosa Madre a fin de que ella misma ruegue por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte.
Aquí está alumbrado también el gran misterio de aquellos que no sabrán nunca –qué inmensa tristeza– de la Sangre que el Hijo de Dios derramó también por ellos; el misterio de los pecadores obstinados, de los incrédulos, de aquellos que recibieron y reciben, y luego la rechazan, la luz del Evangelio. Y la oración se dilata en un ansia de justa reparación, en un horizonte de amplitud misionera porque la Sangre Preciosísima, derramada por todos los hombres, proporcione a todos la salvación y la conversión: la sangre de Cristo, prenda de vida eterna.
MISTERIOS GLORIOSOS
1. La Resurrección de Nuestro Señor
Es el misterio de la muerte dominada y vencida; desde la muerte a los esplendores de la victoria y de la gloria. Nos enseña el más grande triunfo de Cristo; y a la vez contiene la seguridad del triunfo de la Santa Iglesia Católica más allá de las adversidades y de las persecuciones de la historia del pasado y las del futuro. Cristo vence, reina, impera. Viene bien recordar que la primera aparición de Cristo resucitado fue para las piadosas mujeres que estuvieron muy cerca de él en su vida y en sus sufrimientos hasta el Calvario.
En estos esplendores del misterio la mirada de nuestra fe contempla, unidas a Jesús Resucitado, a las almas más queridas, aquellas con quien hemos gozado de familiaridad y compartido las penas. ¡Cómo se aviva a la luz de la resurrección de Jesús el recuerdo de nuestros muertos! Estos son recordados y bendecidos en el sacrificio del Señor crucificado y resucitado, participan aún de nuestra vida mejor, que es la oración y es Jesús.
Por algo la liturgia oriental concluye el rito fúnebre con el aleluya para todos los muertos. Para ellos invocamos la luz de los eternos tabernáculos, mientras el pensamiento vuela también a la resurrección que espera a nuestros mortales despojos: et exspecto resurrectionem mortuorum. Esperar y confiar en la suavísima promesa de que la resurrección de Jesús es prenda segura, esto es pregustar el cielo.
2. La Ascensión de Jesús al cielo.
En este cuadro contemplamos la consumación de las promesas de Jesús. Es su respuesta a nuestro anhelo del cielo; y el retorno definitivo al Padre, de quien procede y vino al mundo, es seguridad para todos nosotros a quienes ha prometido un puesto allá arriba: vado parare vobis locum (Juan 14, 2).
Este misterio se ofrece ante todo como luz y advertencia para las almas en orden a la vocación de cada uno. Está bosquejando el movimiento espiritual que llega a la santificación, el anhelo de continuas ascensiones que preparan el alma a la «medida de la plenitud de Cristo» (Ef 4, 13); en tal esfuerzo de perfección están comprendidos los sacerdotes, los religiosos y las religiosas, misioneros y misioneras, seglares distinguidísimos, almas que quieren ser buen perfume de Cristo (cf. 2Cor 2, 15) y viven ya en una transmisión de vida celestial.
La enseñanza de esta decena es una exhortación a no dejarse distraer por aquello que apesadumbra, sino abandonarse a la voluntad del Señor que nos conduce en alto. Los brazos de Jesús, en la hora de su regreso al padre, ascendiendo al cielo, se abren en un gesto de bendición sobre los primeros apóstoles, sobre todos los que, tras sus huellas, siguen creyendo en él, y tienen en su corazón un plácida y serena seguridad del encuentro último con él y con todos los salvados, en la felicidad eterna.
3. La venida del Espíritu Santo
Los apóstoles en la última cena recibieron la promesa del Espíritu, luego en el cenáculo, reunidos en torno a María, lo reciben como don supremo de Cristo. ¿Qué es su Espíritu? Es el Consolador y Abogado. Con la venida y difusión del Espíritu Santo la herencia de Cristo, todavía trepidante y ansiosa, recibe el sello de la catolicidad que la dilata a todos los confines. El Espíritu Santo continúa sus efusiones sobre la Iglesia todos los días; los siglos y los pueblos le pertenecen. Sus triunfos no están siempre a la vista, pero de hecho están llenos de sorpresas y de maravillas.
Las avemarías del misterio que meditamos miran hacia una particular intención, en este año de fervor en el que toda la Iglesia Santa, que es peregrina en el mundo, se dispone y prepara para Concilio Ecuménico. El Concilio ha de ser como un nuevo Pentecostés de fe, de apostolado, de gracias extraordinarias, para la prosperidad de los hombres, para la paz del mundo entero. María, la Madre de Jesús y dulcísima Madre nuestra, estaba con los Apóstoles en el Cenáculo de Pentecostés. Permanezcamos durante este año más cerca de ella, en el Rosario. Nuestras oraciones unidas a las suyas renovarán el antiguo prodigio; y será como el nacimiento de un nuevo día, un alba intensa de la Iglesia católica, santa y cada vez más santa, católica y cada vez más católica, en los tiempos modernos.
4. La Asunción de María al cielo
La imagen soberana de María se ilumina e irradia en la suprema exaltación que puede alcanzar una criatura. ¡Qué bella escena de gracia, dulzura, solemnidad, la dormición de María, tal como los cristianos de Oriente la contemplan! Recostada en el plácido sueño de la muerte, Jesús está junto a ella, y la retiene en su corazón, como si el alma de María fuese un niño, para indicar el prodigio de la inmediata resurrección y glorificación.
Los cristianos de Occidente prefieren seguir, levantando los ojos y el corazón, la asunción de María en cuerpo y alma hacia los reinos eternos. Así la han visto y representado los artistas más insignes, belleza divina incomparable. Sigámosla así, dejándonos llevar entre la angélica procesión.
Motivo de consuelo y de confianza de los días de dolor para aquellas almas privilegiadas -y todos los podemos ser- que Dios prepara en silencio para el triunfo más bello, el triunfo del altar.
El misterio de la Asunción nos familiariza con el pensamiento de la muerte, de nuestra muerte, en una luz de plácido abandono en el Señor; nos familiariza y reconcilia con la idea de que el Señor estará, como queremos que esté, cerca en nuestra agonía para recoger entre sus manos nuestra alma inmortal.
Gratia tua nobis tecum, Virgo Immaculata.
5. La coronación de María como reina de todos los coros de los ángeles y de los santos
Es la síntesis de todo el Rosario, que se cierra así en la alegría y en al gloria.
Esa gran misión que se abrió con la anunciación del ángel, como un único flujo de fuego y de luz, ha ido pasando a través de cada uno de los misterios: el plan eterno de Dios para nuestra salvación, que está representado en tantos cuadros, nos ha acompañado hasta aquí y ahora nos reúne con Dios en el esplendor de los cielos.
La reflexión ha de recaer sobre nosotros mismos; sobre nuestra vocación por la que un día seremos asociados a los ángeles y a los santos y cuyas gracias santificantes anticipa ya desde esta vida la realidad misteriosa y consoladora; ¡oh qué delicia, oh qué gloria! Somos "conciudadanos de los santos y de la familia de Dios; edificados sobre el fundamento de los apóstoles y de los profetas, siendo piedra angular el mismo Cristo Jesús" (13).
La intención en este misterio es orar por la perseverancia final y por la paz sobre la tierra, que abre las puertas de la eternidad bienaventurada.
* Discorsi, messaggi, colloqui, vol. III, págs. 762-772.
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