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CANONIZACIÓN DEL BEATO JUAN DE RIBERA

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN XXIII*

Basílica Vaticana
Solemnidad de la Santísima Trinidad

Domingo 12 de junio de 1960

 

El profundo misterio de la Santísima Trinidad, que con santas solemnidades celebra hoy la Iglesia Católica en todo el mundo, es, sin duda, el más grande de todos los que veneramos, pues creemos firmemente que es a la vez origen y fundamento de los otros, fuente de todas las gracias y como la síntesis de nuestra fe cristiana. Además, nuestra alma ya desde ahora se alimenta de esta dulcísima verdad con cuya contemplación seremos un día eternamente felices en el cielo; y habiendo Dios decretado que «esta comunión nuestra sea con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1Jn 1, 3), es natural que, mientras vivamos en este mundo, imitemos al mismo Dios a cuya imagen hemos sido creados (Gn 1, 27), en cuanto es posible a nuestra naturaleza mortal.

Por todo ello creímos oportuno elevar al honor de los altares a un hijo de la Iglesia en tan gran solemnidad. Porque, ¿quién no ve, por una parte, que este santo es obra acabada de la Trinidad y, por otra, modelo de devoción a la misma Trinidad para todos los hombres? En efecto, todos los que dieron su nombre a Cristo tienen por santo a este varón, ya que, movido por una fe tan firme, honró a su Creador con una vida intachable y con el homenaje de su adoración.

Pues bien, nadie duda de que Juan de Ribera, a quien acabamos de ceñir con la aureola de los santos, está enriquecido y adornado de estas virtudes. Su fe no sólo fue el germen de su santidad, sino también el principio de su apremiante y diligente solicitud por la salvación del prójimo.

Nació en Sevilla, de padres ilustres no sólo por su fe cristiana, sino también por la nobleza de su linaje, y desde sus más tiernos años dio muestras de singular amor a Dios, que crecía cada día más, ya elevando a Dios oraciones con asiduidad y diligencia, ya contemplando las verdades eternas. Conforme avanzaba en edad se despertaba en él con mayor vehemencia el deseo de conocer la fe. Así, se entregó con todo afán al estudio del Derecho canónico en la Universidad de Salamanca, tan célebre en todo el mundo, además de estudiar humanidades y artes. Pero lo que siempre procuró más fue profundizar en todo lo referente a nuestra santa religión, y cuanto más brillaban estas verdades en su inteligencia, tanto más se alegraba su corazón y mayor era su entrega a Dios.

Mientras cursaba estos estudios no faltaron quienes pusieron asechanzas, tanto a su inocencia como a su fe cristiana. En cuanto a su inocencia de vida pronto desenmascaró y venció tales insidias con tesón, ya apartándose de sus condiscípulos arrastrados por el incentivo de los placeres, ya elevando su mente con más ahínco hacia las cosas divinas. En lo tocante a las asechanzas contra la fe, precisamente en una época en que los seguidores de Lutero sembraban la agitación con altanería, lleno de una profunda aversión, como si fuesen ladrones de un preciosísimo tesoro, no toleró ni por un momento a su lado a quienes propalaban con audacia o malicia teorías deletéreas sobre las verdades religiosas.

Quien considere atentamente todo esto no se extrañará, por cierto, de que un hombre, insigne por tantas dotes de inteligencia y virtud, fuese llamado a ocupar cargos tan importantes, y menos aún sí extrañará que los desempeñase con tan ubérrimos frutos.

Así, pues, una vez terminados los estudios sagrados en la Universidad salmantina, habiéndole confiado el gobierno de la diócesis de Badajoz, primero, y de Valencia, después, rigió a ambas con admirable prudencia, aunque en Valencia brillaron más su santidad y prudencia precisamente porque allí encontró mayores dificultades. En estas diócesis estudiaba todas las posibilidades que hubiese para inducir al clero y pueblo a mayor austeridad de vida en plena conformidad con la fe cristiana.

Al principio, para atender a la multitud de fíeles les predicaba de tiempo en tiempo sobre las cosas de Dios con sencillas y adecuadas palabras; enseñaba en la calle a los niños los rudimentos de la doctrina cristiana; escuchaba pacientemente las confesiones en la iglesia y solía llevar él mismo el Santo Viático a lo moribundos. Luego, con toda diligencia y solicitud procuró mover a los sacerdotes para que de una vide más ordinaria se entregasen a una vida más santa, unas veces en las pláticas que con tanta condescenciencia tenía con ellos, otras en las pastorales que les dirigía y en las que los incitaba con sus consejos, razones y argumentos a la asiduidad en la oración, a soportar las adversidades, a la concordia; más aún: para echar buenos fundamentos, fundó un Colegio, al que dio sapientísimas normas. Y para atender más fácilmente a las necesidades religiosas del clero y pueblo empleó métodos valederos para todos los tiempos y muchas veces tuvo que enfrentarse, por deber, a sus Curias diocesanas y convocó siete Sínodos diocesanos, en los que trató de los principales puntos doctrinales y disciplinares en íntima conexión con la salvación de las almas.

Teniendo muy en cuenta los afanes y solicitudes de este tan esforzado y santo prelado, fácilmente se comprenderá cómo prosperarían las diócesis de Badajoz y de Valencia con este guía y maestro.

Hasta los sufrimientos que soportó con paciencia, precisamente por dicho motivo, redundaron en beneficio del pueblo confiado a él, y esto porque le edificaba con su santidad, que manifestó en primer lugar por su ardentísimo amor a Dios, especialmente al Santísimo Sacramento de la Eucaristía, después por sus virtudes probadas con preclaras obras, y, sobre todo, por su deseo de humillaciones, de pureza y su singular amor a la pobreza.

Por lo demás, su misma muerte reveló como en un espejo el ardor de su fe y amor durante todo el transcurso de su vida, pues al ver llegar el Santísimo Cuerpo de Cristo como Viático, aun hallándose sin fuerzas, se arrojó del lecho y, puesto de hinojos, hizo ardiente profesión de fe católica.

Este es, por tanto, el sublime ejemplo que nos da este hombre de Dios, que hoy —se diría— la Santísima Trinidad nos propone desde lo alto del cielo como una de sus más perfectas obras; éste es el ejemplo de este varón que se distinguió en todas las virtudes, y exhortamos a todo el pueblo cristiano, así como a los sagrados pastores, a seguir sus huellas.

Por consiguiente, a ejemplo suyo, lodos los que se han comprometido por el Sacramento del Bautismo, no sólo deben apreciar sobre todas las cosas el don de la fe y amarle más que a las niñas de sus ojos, sino que también tienen que estar dispuestos a perderlo todo, hasta la propia vida, antes que perder esta prenda de salvación eterna.

Todos se dan cuenta de que en estos tiempos muchos peligros amenazan a la fe católica; insidias de todas clases, pero especialmente de las falsas teorías propagadas en. discursos y publicaciones sobre la religión, así como la corrupción general de costumbres, que se propaga sin freno alguno y que, al mismo tiempo que la doctrina de vida espiritual, apartan sobre todo a los más jóvenes de sus buenos propósitos. Otros peligros vienen, desgraciadamente, del empleo de la violencia en más de un lugar.

Al pensar en ello no podemos impedir que nuestro pensamiento se dirija a esos afligidos países, tan queridos de Nos, donde los que tienen la autoridad, declarando abiertamente la guerra contra Dios como el peor de los enemigos, tratan de arrancar de raíz la fe de las almas de los que se entregaron al servicio de Cristo, con malos tratos unas veces, minando sus energías otras, ya con engaños, ya con amenazas, ya con castigos. ¡Qué amor y solicitud sentimos por vosotros, «porque os ha sido otorgado no sólo creer en Cristo, sino también padecer por Él!» (Flp 1, 29).

A pesar de lodo, os pedimos, queridos hijos, que no perdáis la esperanza en esta guerra tan impía. Dios, el más bondadoso de los padres, os asiste en este admirable combate que sostenéis; os asiste la Iglesia, vuestra Madre amantísima; Nos y todos vuestros hermanos elevamos a Dios nuestras plegarias y súplicas, para que podáis abrigar la esperanza de que se cumplirán en vosotros estas palabras de San Gregorio Nacianceno: «Pues no somos más débiles que aquellos jóvenes que se sintieron aliviados entre las llamas y vencieron a las fieras por la fe, hicieron frente a los peligros con prontitud de ánimo junto con su esforzada madre y más esforzado sacerdote y demostraron, a las claras que la fe es una de las cosas que ninguna fuerza humana puede vencer» (S. Greg. Nac., Oratio V contra Iulianum II, PG 35, col. 715).

Con todo, dondequiera que se os permita vivir, queridísimos hijos, imitando el ejemplo de San Juan de Ribera, tenéis que honrar vuestra fe más que con palabras con vuestros actos, porque «si deseamos tener una fe honda, es preciso llevar una vida pura, que guarde el Espíritu Santo, del que, naturalmente, proviene toda la fuerza de la fe. Es imposible mantenerse firme en la fe sin una vida pura» (S. Juan Crisóstomo, De verbis Apostoli... PG 51, col. 280).

Con estas palabras nuestro pensamiento vuelve ahora espontáneamente al dogma de la Santísima Trinidad, cuya solemnidad ilumina el día de hoy, y suplicamos con toda la Iglesia a la misma Beatísima Trinidad, en la que únicamente se apoya nuestra fe y de la que únicamente depende nuestra salvación. «¡Oh Dios todopoderoso y eterno, que con la luz de la verdadera fe diste a conocer a tus siervos la gloria de la Trinidad eterna, y adorar la unidad en el poder de tu majestad; te suplicamos nos concedas, por la firmeza de esa misma fe; que nos veamos siempre libres de toda adversidad!» (Oratio et Missa SS. Trinitatis). Amén


*  Discorsi, messaggi, colloqui, vol. II, págs. 406-410.



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