CARTA DEL PAPA JUAN XXIII
EN EL PRIMER CENTENARIO DEL SEMINARIO MAYOR DE DUBLÍN*
A nuestro venerable hermano
John Charles McQuaid,
Arzobispo de Dublín.
Nos parece legítimo y oportuno se conmemore solemnemente en vuestra Diócesis de Dublín el primer centenario de la fundación del Seminario Mayor. Pues, si la Santa Sede Apostólica siempre consideró como algo grande y hasta venerable cualquier seminario, atendiendo a su fin y trascendencia, con razón hay que afirmar que el vuestro, que toma su nombre de la santa Cruz, aventaja a otros muchos tanto por su origen como por su historia. Fue fundado en 1860 por aquel varón tan ilustre y de extraordinario mérito Pablo Culenio, Arzobispo de Dublín, en otro tiempo Rector del Colegio Irlandés y Urbano de Propaganda Fide, de Roma, el cual no sólo por los múltiples cargos, sino también por los méritos contraídos con la Cátedra de Pedro y la Iglesia universal, mereció ser incorporado al Sacro Colegio Cardenalicio, por nuestro Predecesor Pío IX, de feliz memoria. El Cardenal concibió como un plan beneficioso para toda Irlanda dicho seminario, destinado a los clérigos que cursan filosofía y teología, como un complemento de la universidad católica que él fundara seis años antes. Mas Culenio, con su grandeza de alma, se preocupó, más que de los cimientos del edificio material, de que los aspirantes al sacerdocio se penetrasen de su ser y espíritu, velando con todo cuidado por que se formasen en una profunda piedad y se entregasen ardorosamente al estudio de toda clase de ciencias, especialmente las sagradas, y secundasen las directrices del Vicario de Cristo.
Así, pues, no es extraño que un seminario fundado por un hombre de esa valía y con tan buenos auspicios no sólo no se afianzase rápidamente, sino que también aumentase el número de alumnos y diese después admirables frutos. En efecto, de este seminario salieron estos últimos años a trabajar en el solar patrio de la Archidiócesis de Dublín innumerables sacerdotes cuyo celo activo y previsor dio por resultado que las masas de fieles, a ellos confiadas, se distinguiesen tanto por su fidelidad como por su virtud. Lo cual es necesario, sobre todo si se tiene en cuenta que los ministros de Dios tienen que estar dotados de esa santidad de vida sacerdotal y de ciencia y de conocimientos, cuya conjugación produce hermosos frutos.
Nos complacemos en poner de relieve en esta institución dos cosas especialmente: el celo desplegado por los superiores, de cuya importancia nadie puede dudar, y los ejercicios espirituales de mes, según San Ignacio, que los seminaristas practican al comenzar el curso de filosofía. Los ya sacerdotes, con sus superiores y profesores a la cabeza, se ejercitan públicamente en las funciones litúrgicas en la iglesia del Seminario. Pues bien, no queremos silenciar, en esta breve reseña de vuestro seminario, a dos hombres que por sus egregias dotes merecieron los elogios de todos los escritores. Nos referimos al Abad Dom Columba Marmion y a Mateo Talbot. El primero se formó en vuestro seminario y luego fue profesor del mismo, y el segundo, por indicación de un profesor, abandonó su vida desordenada y se entregó a una vida de santidad admirable.
Teniendo esto presente aprobamos por tantos motivos la idea que habéis tenido, de celebrar dignamente este aniversario. Pues confiamos en que tales solemnidades contribuirán a que vuestros diocesanos, en lo sucesivo, presten más atención al seminario, de donde saldrán los sacerdotes que mirarán por la salvación de sus almas, y tratándose de ayudar al seminario no escatimen esfuerzos ni tiempo. Pero, ante todo, convénzanse de que nada podrán hacer mejor ni más útil por su seminario —con más interés si cabe actualmente— que procurar el aumento de las vocaciones, de las cuales depende el futuro de la Archidiócesis.
Estamos seguros también de que el fin principal que os habéis propuesto al celebrar esas solemnidades es poner ante los ojos de los actuales seminaristas los edificantes ejemplos de los que los precedieron en ese mismo seminario. Por eso, los exhortamos a seguir por el mismo camino de sus antepasados con el mismo espíritu y deseo, de manera que no sólo imiten sus buenos ejemplos, sino que, si es posible, los superen. Que los seminaristas cultiven en sus almas con todas sus fuerzas el amor a la Iglesia, cuyo fundamento —a pesar de la oposición de los que en vano defienden el materialismo— es el plan de toda la vida que ha de conformarse a los preceptos de Cristo y con mayor motivo toda la actividad del ministerio sacerdotal. Pues, "si no se forma a la juventud en la piedad y religión desde la infancia, no puede perseverar en la disciplina eclesiástica sin una grande y especial gracia de Dios Todopoderoso" (Conc. Trid. Ses. 23, De Ref. c. 18).
Ejercítense, además, dentro del recinto del seminario, como en esforzada lucha, en las virtudes humanas, cristianas y sacerdotales, y arraiguen en ellos tan profundamente que, al hallarse entre sus compatriotas, no se contaminen de mal, sino que con sus ejemplos arrastren a otros al bien. Para ello es necesario estudien con mucha diligencia las doctrinas llamadas teológicas, filosóficas y sociales para que puedan rebatir fácilmente las teorías contrarias de los científicos de nuestro tiempo. Sin que menosprecien las ciencias llamadas profanas, para no dar la impresión de que ceden ante los ojos de cultura corriente. Por eso, ya nuestro Predecesor León XIII, de venerable, memoria, advirtió con mucho acierto respecto a ambas cosas, a saber: a la formación de la inteligencia y del carácter: "El Clero cumplirá íntegra, perfecta y totalmente con los deberes a ellos confiados, cuando por solicitud pastoral del Episcopado logre en los seminarios, tal formación de la inteligencia y de la voluntad cual exigen la dignidad del sacerdocio católico y las circunstancias y vida actuales. Sobre todo debe distinguirse en la ciencia y todavía más en la virtud para ganarse a los hombres y atraerlos a la religión" (León XIII, Acta 7, 224).
Por último, os exhortamos una vez más a que, conforme, venís haciendo, sigáis formando a los jóvenes seminaristas en sus santos deberes antes de que salgan del recinto del seminario. Lo cual será doblemente útil: por una parte, al ser enviados al pueblo, que se les confía, no habrá peligro para sus almas, no se desanimarán ante las dificultades y, por otra, como en ,una perpetua primavera intensificarán cada vez más sus esfuerzos desde el principio.
Estos son, venerable hermano, las exhortaciones y votos de nuestro corazón paternal y esperamos se cumplan felizmente con tus esfuerzos y los de los tuyos, especialmente con ayuda de la divina gracia. Y en prenda de los favores divinos, de todo corazón os damos, así como al clero de vuestra Archidiócesis, especialmente a los superiores, profesores, seminaristas y a todos los fieles, confiados a vuestros desvelos, la Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 20 de septiembre de 1960, segundo año de nuestro Pontificado.
JUAN PP.XXIII
* AAS 52 (1960) 890-892; Discorsi, messaggi, colloqui, vol. II, págs. 883-886.
Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana