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CARTA DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
AL ARZOBISPO DE AVIÑÓN
EN EL IV CENTENARIO DE LA MUERTE DE INOCENCIO VI
Y DE LA ELECCIÓN DE URBANO V
*

 

A nuestro venerable hermano
José Urtasun, Arzobispo de Aviñón

Venerable Hermano: Salud y Bendición Apostólica.

Hasta Nos ha llegado tu voluntad de conmemorar, juntamente con tu grey, el doble aniversario de dos Santos Pontífices: la muerte de Inocencio VI y la elección para la Sede de Pedro de Urbano V, que gobernaron la Iglesia en los tiempos difíciles y agitados en que el Vicario de Cristo, por especiales circunstancias, vivía en Aviñón, junto al Ródano, y no en la ciudad de las siete colinas. Esta conmemoración también nos interesa, pues en el tiempo de nuestra estancia en Francia visitamos Aviñón, recorrimos con gozo y devoción los recuerdos de aquellos tiempos y admiramos sus monumentos. La Historia nos cuenta que fueron éstos hombres de sabia doctrina y gran preocupación por la Iglesia; y aunque gobernaron el mundo cristiano lejos de la Sede propia y originaria de los Pontífices, su estancia en aquel lugar no careció de utilidad, pues allí pudieron con mayor facilidad promover y confirmar la paz entre los gobernantes.

El primero, antes de su elección Esteban Aubert, especialista insigne en cuestiones de Derecho, después de subir al Sumo Pontificado, se esforzó —obra digna de gran encomio— en restaurar la disciplina y en modelar la vida religiosa según los saludables preceptos. No olvidándose de Roma, adonde pensó regresar, envió a Italia al Cardenal Egidio Albornoz, hombre de gran prestigio y talento, para preparar el retorno restableciendo el orden en la Ciudad del Romano Pontífice. Las circunstancias impidieron llevar a cabo los brillantes planes del Sumo Pontífice.

Después de casi diez años de gobierno, murió el 12 de septiembre de 1362, y fue sepultado, según sus deseos, en el sepulcro que había construido en la cartuja de la ciudad de Villanueva. Arrasado este monasterio en tiempos de agitaciones políticas, y trasladados, por tanto, los restos del Santo Pontífice, en el año 1960, con gran pompa y solemnidad, como no se había conocido, fueron depositados de nuevo en aquella sagrada mansión, restaurada por encomiable interés de las autoridades de la República francesa.

El otro Papa, cuya memoria también celebramos, se llamó antes de su elección, Guillermo de Grimoard; miembro de la orden Benedictina, abad del antiguamente el célebre monasterio de San Víctor de Marsella, fecundo cultivador de las ciencias y de las artes, a pesar de no estar distinguido con la Sagrada Púrpura, fur creado Pontífice Máximo, como inmediato sucesor de Inocencio VI, el 28 de septiembre de 1362, encontrándose en Italia gestionando asuntos de la Iglesia romana; lo hacían valer la integridad y austeridad de su vida, su eximia piedad y sus grandes dotes de ingenio. Hombre humilde, asintió a su elección con aquellas palabras que leemos en los antiguos anales: “con temblor y temor” (St. Baluzius, Vitae Paparum Avenionensium, ed. G. Mollat, I, París, 1916, p. 350). Fomentó y protegió liberalmente los estudios de los hombres de letras. Mirando por la unidad de la Iglesia, se dirigió a Roma, “saliéndole al paso el clero y el pueblo romano, recibiéndole con gran gozo y solemnidad, dando gracias a Dios por su feliz retorno” (ibídem, p. 365).

Sus preocupaciones fueron los Santos Lugares y la vuelta a la unidad católica de los cristianos de Oriente, a lo que dedicó todos sus esfuerzos, consciente de la gran responsabilidad de su misión pastoral. Su gloria no se atenúa porque tan santos propósitos fueran abortados por las circunstancias adversas, que también le obligaron a abandonar Roma y volver a Aviñón. Durante su vida gozó de fama de santidad, y después de su muerte, el 19 de diciembre de 1370, acaecida en la misma ciudad, fue honrado como Beato, culto que el Papa Pío IX ratificó y confirmó el año 1870.

Confiamos que esta doble conmemoración en honor de estos dos Pontífices motive en los fieles una gran estima y adhesión al Pontificado; pues hay que tener en cuenta, en primer lugar, la dignidad y el cargo, que hacen del que los posee, como dice San Buenaventura, “principal y sumo padre espiritual de todos los padres y de todos los hijos, jerarca supremo, cabeza indivisa, Sumo Pontífice, Vicario de Cristo” (Breviloquium, p. VI, c. 12).

Parece saludable designio de la divina Providencia la estancia de los Romanos Pontífices lejos de la ínclita Roma, en mansión de destierro, a pesar de deberse a las perturbaciones que por todas partes resonaban a manera de grandes tempestades, como acontece con frecuencia a la Iglesia, Podemos declarar con San Agustín: “No... abandonó a su Iglesia; y si durante algún tiempo permitió que se estremeciera, lo hizo para que continuamente le suplicara que la confirmara en la sólida roca” (Sermo 341, 4: PL 39, 1496).

En estos tiempos también son muchos los hombres, aun de los no llamados católicos, que levantan sus ojos a esta fortaleza romana; pues conocen por experiencia la fragilidad y mentira de los auxilios del siglo, de la falacia de todas las opiniones, la nulidad de todos los conatos por establecer el orden en el mundo dejando a un lado la ley de Dios, y que “en la cátedra de la unidad se encuentra la doctrina de la verdad” (San Agustín, Ep. 105: PL 33, 403), que de aquí se propaga la luz que disipa las tinieblas, y aquí se suministran fuerzas para la vida del alma.

En la actualidad miran con especial interés a esta Sede Romana, por celebrarse dentro de poco, junto al sepulcro de Pedro, esta gran asamblea que ha de ser el Concilio Ecuménico Vaticano II. Os rogamos que pidáis en estas festividades aviñonesas con fervientes oraciones y ardientes deseos, para que este acontecimiento proporcione a la Iglesia y a toda la comunidad humana gran utilidad y vigor de espiritualidad; os damos gracias por anticipado por tan piadosa obra.

Esta solemnidad nos ofrece una nueva ocasión de demostrar nuestro afecto paternal por todos nuestros hijos de esta región; prenda y testimonio de esto sea la Bendición Apostólica que os concedemos amablemente en el Señor a ti, Venerable Hermano, y a todos cuantos intervengan en estas festividades.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 11 del mes de julio del año 1962, cuarto de nuestro Pontificado.

JUAN PP. XXIII


*  AAS 54 (1962) 653; Discorsi-Messaggi-Colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII, vol. IV, pp. 1015-1018.



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