CARTA DE SU SANTIDAD JUAN XXIII,
AL CARD. CLEMENTE MICARA, VICARIO DE ROMA
A nuestro venerable hermano
Clemente, cardenal Micara,
nuestro vicario para Roma y distrito.
Señor cardenal:
Al aproximarse el mes que la piedad de los fieles de la Iglesia católica dedica con universal sentimiento de ternura al culto de María Santísima, Madre de Jesús y nuestra, se renueva la oportunidad de una invitación paternal para un mayor y santo fervor de oraciones y de obras meritorias.
La particular coyuntura del iniciado Concilio Ecuménico Vaticano II da al mes de mayo de 1963 un colorido de más intensa esperanza y de ansiosa espera, y si esto es cierto para los pueblos cristianos de todo el mundo, que tanto interés han mostrado por las sesiones ecuménicas, es muy natural que la circunstancia revista caracteres de especial relieve para la amada diócesis de Roma, llamada a testimoniar más de cerca su fidelidad a la cátedra gloriosa del Príncipe de los Apóstoles.
Tenemos todavía en los ojos y en el corazón el espectáculo de fe profunda ofrecido por el pueblo romano el día 11 de octubre del pasado año cuando hizo cortejo a la blanca teoría de padres conciliares que a los sones de las letanías mayores y saliendo del Palacio Apostólico se dirigían con Nos hacia la basílica vaticana, y volvemos a ver et trémulo flamear de las innumerables antorchas que en aquella larde animaron la plaza de San Pedro en homenaje de alegría y de amor.
Por ello nos ha parecido oportuno dirigirnos a usted, señor cardenal, a fin de que esta nuestra indicación encuentre respuesta inmediata en la grey que el Señor nos ha confiado.
Nuestro predecesor Pío XI, de tan venerada memoria, tuvo el mismo gesto de benevolencia hacia los fieles de la urbe en el año 1931, cuando les exhortó a honrar con espirituales conmemoraciones el XV Centenario del Concilio de Efeso.
Nuestra voz se dirige al mismo tiempo y con igual confianza a las diócesis del mundo entero, como en un abrazo paterno a todas las gentes, a fin de que la celebración del mes mariano, que ofrece singularísimos rasgos de delicada piedad, encuentre a nuestros queridos hijos unidos en invocar la intercesión de la Santísima Virgen por el éxito del Concilio Ecuménico Vaticano II. Convocado para el bien de las almas, está providencialmente destinado a tener repercusiones benéficas incluso en la vida de cada día, en una más recta ordenación de las instituciones y de la convivencia internacional en la verdad, en la justicia, en el amor y en la libertad de Cristo.
Este nobilísimo objetivo que las fuerzas humanas no pueden por sí solas alcanzar, depende del omnipotente don del Señor, y es muy oportuno y saludable que por los verdaderos y altos intereses de la Humanidad entera se acuda en oración a aquel “retoño virginal en que Cristo se desposó virginalmente con la naturaleza humana” (Cfr. S. Aug. Conf., 4, 12, 2).
Renovamos, pues, nuestra confiada invitación para que en el mes mariano todo el clero y el laicado católico multipliquen sus invocaciones a la Virgen Santa, ya sea en actos comunitarios de piedad litúrgica, ya en las diversas formas de la devoción individual, entre las cuales, como muchas veces hemos recordado, brilla con luz particular la oración del Rosario Mariano: «Oración estupenda, ejercicio de incomparable elevación, con sus quince fulgores abiertos sobre el alma para evocar los misterios de la Encarnación, Nacimiento, Pasión y Muerte de Jesús, su Resurrección y Ascensión al Cielo, la venida del Espíritu Santo, las glorias más altas de María. Nunca se recordará de sobra que el Rosario debe ser rezado, además de con los labios, con la mente aplicada a las sublimes verdades, con el corazón ardiente de reconocimiento y de amor» (Discurso del 25 de enero de 1962, en la basílica de San Pablo).
En este ramillete de flores perfumadas, gratísimas al Divino Redentor y a su Madre Inmaculada, se unan en una sola palpitación de amor todos aquellos sobre cuya frente brilla el esplendor del rostro de Cristo: los queridísimos sacerdotes, unidos a sus sagrados pastores; las vírgenes consagradas a Dios y al servicio del prójimo; las familias cristianas, crisoles de robustas virtudes y de generosos ejemplos; los jóvenes y los adolescentes cuya oración gana singular encanto de juiciosa preparación para la vida; los pequeños inocentes tan queridos del Divino Maestro, y, particularmente, los que sufren en el cuerpo y en el espíritu y que ofreciendo al Señor sus escondidas penas, están llamados a una colaboración de valor insustituible para el Cuerpo Místico de Cristo.
La oración de todos nuestros hijos, unida a nuestra plegaria incesante, obtendrá de la Madre del Buen Consejo, de aquella a quien acostumbramos a llamar Auxilium Episcoporum, Auxilium christianorum, escogidos dones de gracia sobre nuestros venerables hermanos, los padres conciliares del mundo entero, y hará preciosísima y saludable esta fervorosa preparación de la nueva fase de los trabajos para las próximas sesiones ecuménicas.
Con esta suave esperanza, derramamos sobre usted, señor cardenal, sobre los queridos sacerdotes y fieles de las diócesis de Roma nuestra confortadora bendición apostólica, que extendemos también de todo corazón a toda la grey universal de la Iglesia santa de Dios.
Desde el Palacio Apostólico Vaticano, el 25 de abril, fiesta de San Marcos Evangelista, del año 1963, quinto de nuestro pontificado.
IOANNES PP. XXIII
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