DISCURSOS DEL PAPA JUAN XXIIII
A LOS SOBERANOS DE GRECIA*
Viernes 22 de mayo de 1958
Al acoger en el Vaticano a Vuestras Majestades, os deseamos de todo corazón que seáis bienvenidos, y acuden en tropel a nuestro espíritu los recuerdos que en Nos evoca el nombre de vuestra gloriosa Patria.
Nuestro pensamiento nos hace revivir ante todo los años de nuestra formación clásica, que nos ha tan íntimamente vinculado con las incomparables obras maestras con las que la Grecia antigua ha enriquecido el patrimonio cultural de la humanidad.
Platón y Aristóteles – inmortalizados aquí mismo por el pincel de Rafael en un célebre fresco – ; Esquilo, Sófocles y Eurípides; Jenofonte y Demóstenes... han alimentado y encantado nuestra juventud. Algunas de esas obras no se han separado jamás de Nos desde aquel entonces y ocupan todavía hoy un lugar de honor en nuestra biblioteca.
Pero, sobre todo, ¿cómo podríamos olvidar que varios de los Pontífices romanos de los primeros siglos, nuestros predecesores en la silla de Pedro, tuvieron a Grecia por patria: mártires como Evaristo, Telésforo, Higinio, Antero, Sixto II…; confesores como Eusebio, Zósimo, Teodoro, Zacarías, y los dos Juanes – el sexto y el séptimo de este nombre –, a quienes nos complace contar en la serie de aquellos de quienes hemos querido perpetuar particularmente el recuerdo?
En griego – no podemos callarlo – fue como escribieron San Pablo y tres de los cuatro Evangelistas; en griego hablaron y escribieron los genios de la edad patrística, con los que nuestros años de estudio y de enseñanza nos pusieron en familiar contacto: un San Gregorio Nacianceno, un San Basilio, un San Juan Crisóstomo…, esos gigantes sobre los cuales ha sido construido posteriormente el edificio de la teología, tanto en Oriente como en Occidente.
No podríamos explicar el gozo que experimentamos al arribar, lleno de esos recuerdos clásicos y cristianos, a las costas de vuestra patria; al contemplar con nuestros ojos la Acrópolis, el Partenón, el teatro de Epidauro, tantos otros vestigios venerados de la antigüedad; siguiendo las huellas del gran San Pablo en Filipos, en Salónica, en Corinto, en la isla de Creta… .
En nuestras últimas estancias allí, empero, un velo de tristeza envolvía ante nuestros ojos esos consoladores y gloriosos recuerdos del pasado: el flagelo de la guerra había aprisionado a vuestra desdichada patria en sus garras infernales. Por lo menos fue un íntimo consuelo el poder ser para muchas víctimas el canal de la inagotable caridad de nuestro Predecesor, el Papa Pío XII, cuyo gran corazón estaba tan ampliamente abierto a todos los infortunios.
Pudimos apreciar, en aquellas dolorosas circunstancias, toda la fuerza de carácter de vuestro pueblo, su energía, su resistencia, su espíritu religioso. Quisiéramos mencionar también su cortesía: muchas veces, en las notas personales que conservamos de nuestra permanencia en Grecia, hemos dejado constancia de la acogida plena de deferencia y de cordialidad que por doquiera se nos reservaba.
Habiendo hablado hasta aquí el Padre Santo en francés, por cortesía con sus augustos visitantes, continuó luego en griego, diciendo lo que sigue:
Al terminar, séanos permitido asegurar a Vuestras Majestades que los vínculos que en aquel entonces establecimos con vuestra noble patria, no se han relajado, y que el pueblo heleno goza de toda nuestra simpatía y estima. Nos regocijamos en atestiguarlo a Vuestras Majestades, de viva voz, como nos regocijamos en aseguraros, este el momento en que la Providencia nos concede daros por primera vez la bienvenida en nuestra casa, que siempre encontraréis en los católicos de Grecia a súbditos profundamente leales y generosos.
*ORe (Buenos Aires), año VIII, n°384, p.5.
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