DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN XXIII
AL CUERPO DIPLOMÁTICO EN LA NOCHE SANTA*
Capilla Paulina
Jueves 25 de diciembre de 1959
El Radiomensaje de Navidad de este año, tan esperado por muchos hijos católicos y también por muchas personas que se manifiestan con una franca y cordial simpatía hacia nuestra persona, no podía menos de repetir como un eco la persuasiva invitación de los ángeles, el anuncio que desde hace dos mil años suena en el corazón y en los labios de la santa Iglesia: «Gloria a Dios en lo alto de los cielos y paz sobre la tierra a los hombres de buena voluntad» (Lc 2, 14)
La aquiescencia que este mensaje ha merecido, tanto entre las más altas personalidades como entre los más humildes fieles, los ecos que nos llegan por la prensa y la radio de los diferentes países del mundo, son para Nos un consuelo que Nos acompaña en esta noche luminosa en que celebramos el misterio de Navidad. Que esta celebración cuya dulzura dilata los corazones penetre también en las almas de todos los hombres de buena voluntad y suscite en ellos energías nuevas.
El Radiomensaje de Navidad se ha hecho tradicional en la misión docente pontificia. Nos seguimos las huellas inspiradas de nuestros predecesores, cuyos constantes esfuerzos se orientaron hacia la paz, a la que elevaron un monumento imperecedero.
Pero Nos agrada, en la circunstancia de esta dulce ceremonia nocturna, prescindir por un instante de: vuestra calidad de embajadores y de ministros —que un dignamente representáis a vuestros países ante la Santa Sede— para ver en vosotros a los representantes de esposos y de padres de familias del mundo entero.
Queridos señores aquí reunidos con vuestras esposas y vuestros hijos; vosotros formáis una hermosa corona en torno a quien considera su paternidad espiritual como de servicio a vuestras almas y a las almas de todos aquellos a quienes representáis. ¡Qué cuadro más hermoso! !Qué incomparable visión!
Pensamos en todo lo que se ha presentado a vuestro pensamiento durante la celebración del rito sagrado: los rostros de quienes estuvieron unidos a vosotros y que os han precedido en el reposo eterno; el recuerdo de vuestros padres y amigos, alejados de vosotros por las circunstancias de la vida, así como la evocación de las dulces tradiciones que caracterizan las fiestas de Navidad en cada uno de vuestros países... Alguno, quizá, de vosotros, ante un doloroso recuerdo sentirá invadido por la tristeza; tenemos todos, ¡ay!, alguna secreta pena, celosamente guardada en el fondo de nuestro corazón. Aún más. Como diplomáticos, ¿podrían abstraerse, incluso en su vida privada, de la preocupación por los asuntos de sus respectivas patrias? Y tales asuntos son para algunos de vosotros calamidades que por consecuencia de accidentes atmosféricos, han afectado últimamente. de forma tan trágica a tantas familias. Nuestra oración se ha elevado con fervor tracia Dios —estad seguros de ello— por todas estas intenciones.
Pero ahora, en esta noche santa, deseamos volver sobre uno de los puntos fundamentales de la paz social a la que hicimos alusión el pasado miércoles: la solidez de la institución familiar. Esta fue para cada uno de nosotros el punto de partida. Y este "Siervo ir de los siervos de Dios" que os habla, se permite abriros su corazón y ofreceros en confianza un testimonio personal bien apropiado para la fiesta de Navidad.
El simple pensamiento de lo que fue para Nos el ejemplo de nuestros humildes padres, su sencillez de vida, su prudencia cristiana, la mutua concordia y colaboración doméstica que hicieron reinar en una familia que contaba una treintena de personas, todo esto nos enternece y nos llena de emoción, reavivando en Nos la resolución de no cesar jamás, durante todo el tiempo que vivamos, de dar gracias a Dios por habernos dispensado tal bien.
¿Cuán bien se vivían las grandes realidades de la familia cristiana! Esponsales iluminados por la luz de lo alto; matrimonio sagrado e inviolable dentro del respeto a sus cuatro notas características: fidelidad. castidad, amor mutuo y santo temor del Señor; espíritu de prudencia y de sacrificio en la educación cuidadosa de los hijos; y siempre, siempre y en toda circunstancia, en disposición de ayudar, de perdonar, de compartir, de otorgar a otros la confianza que nosotros quisiéramos se nos otorgara. Es así como se edifica la casa que jamás se derrumba: fijando en los corazones las reglas indestructibles que preparan en el mundo los caminos de la paz, la hacen deseable a todos, la honran, la garantizan contra los asaltos de las pasiones desarregladas.
Permitidnos expresaros el voto paternal de que este respeto a la institución familiar, querida por Dios, sea la orientación de todo pensamiento, de toda decisión, de todo esfuerzo por un verdadero progreso.
Con estos sentimientos os saludamos; y al ofreceros nuestros mejores augurios de alegría, de serenidad y de gracia, os bendecimos a todos con gran afecto.
Navidad es la gran fiesta de las familias. Jesús, al venir a la tierra para salvar a la sociedad humana y para traerla de nuevo a sus altos destinos se hizo presente con María, su madre, con José, su padre putativo que está allí, a su lado, como la sombra del Padre eterno. La gran restauración del mundo entero comenzó allí, en Belén; la familia no podrá sufrir mejor influencia que volviendo a los nuevos tiempos de Belén.
Queridos hijos: Dirijamos nuestros .pensamientos y nuestros corazones hacia el establo en que María y José constituyen la augusta compañía del Niño divino. Adoremos una vez más a este recién nacido y pidámosle con ternura y confianza su bendición para nuestras almas, para nuestras familias, para la gran familia de la Iglesia Católica, la familia universal que El fundó por los siglos de los siglos.
En Navidad Cristo está en nosotros: su misericordia llena nuestros corazones. Que nuestra boca le cante con inmenso gozo, que nuestros votos, tan admirablemente recogidos por la Santa Iglesia, suban hasta El puros y sinceros. Así sea.
Una vez más, nuestra bendición, señores, queridos hijos.
* Discorsi, messaggi, colloqui, vol. II, págs. 94-97.
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