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DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
EN EL CONSISTORIO SECRETO
PARA LA CREACIÓN DE NUEVOS CARDENALES
*

Lunes 16 de enero de 1960

 

La alegría que sentimos siempre que os vemos reunidos en nuestra presencia, hoy se hace aún más viva, al coincidir este sagrado Consistorio con los comienzos del nuevo año. Se nos presenta así una grata y espontánea ocasión de descubrir a vosotros —valiosos y cercanos colaboradores en el gobierno de la Santa Iglesia— los sentimientos de temor y esperanza que embargan nuestra alma en los albores del 1961.

Son temores y angustias, consuelos y esperanzas propios de quien, como Padre y Pastor universal, recoge y refleja en su corazón las diversas situaciones, los varios estados de ánimo, los diferentes sentimientos y, a semejanza del Apóstol, diariamente prepara su espíritu "para gozar con el que goza, para llorar con el que llora" (cf. Rom., 15).

Y si en todo tiempo fue habitual para el hombre este cruzarse de sonrisas y lágrimas, de anhelos y esperanzas, sin embargo pocas veces como hoy se ha presentado tan vivo y tan difuso este contraste de sentimientos, hasta el punto de encontrarlo en cada pueblo, en cualquiera clase social, familia e individuo. Nuestro pensamiento se dirige, ante todo, a nuestros hijos, esparcidos por todo el mundo. No es extraño que el primer latido de nuestro corazón paterno sea para los que sufren persecución por su fidelidad a la Iglesia. En efecto (y vosotros podéis muy bien imaginar con cuánto dolor nuestro lo debemos comprobar), son inmensos los territorios, diversas y extensas las naciones, donde arrecia, por desgracia, la persecución, donde es violada la verdadera libertad, donde son grandes las angustias e indecibles los sufrimientos de tantos y tantos hijos nuestros.

Desde otros países llegan a Nos lamentos de sagrados pastores angustiados por los obstáculos que allí se oponen a la vida de la Iglesia, sobre todo por las graves limitaciones que coartan y sofocan florecientes instituciones de enseñanza, entregadas únicamente a la elevación y formación, tanto moral como intelectual, de la juventud y que son el fruto de seculares y trabajosas fatigas misioneras.

Y aún en otras naciones, donde no se impide la libre actividad de la Iglesia, tampoco faltan graves motivos de congoja, como, por ejemplo, el propagarse doctrinas materialistas, el difundirse un egoísta hedonismo y las insidias tendidas a la santidad de la familia y a la moralidad del pueblo, especialmente de la juventud.

Sin embargo, y a pesar de todo, confiando en la ayuda de Jesucristo, nos sentimos animados a un sereno y cristiano optimismo. ¿Cómo, en efecto, no estar sostenidos por la firme confianza que tenemos en la omnipotente bondad de Aquel que tiene en sus manos los corazones libres de los hombres? Y ¿cómo no confiar también en el vigor y en la fecundidad de todas las fuerzas del bien que obran en los individuos y en los pueblos en pro de la justicia y la verdad?

Nos conocemos bien el celo ardiente de los sagrados pastores y la ferviente actividad del clero, de los religiosos y religiosas; las multiformes iniciativas a que se dedican tantos buenos seglares, con laudable generosidad y perseverancia, en los varios campos del apostolado que reclaman su colaboración. Este maravilloso espectáculo, como de una floreciente primavera; la firmeza de la fe, la unión de los corazones, la docilidad a los sagrados pastores, la fidelidad y obediencia ejemplar de todos a las Sede de Pedro, nos dan la consoladora certeza de que los sudores, los sacrificios y hasta las lágrimas de tantos buenos no pueden dejar de ser prenda de propiciación y de paz para las naciones y para los hombres.

Hemos mencionado la paz, y es un saludo y anhelo de paz el que al iniciarse este nuevo año queremos dirigir al mundo entero.

Por desgracia, el unánime y universal deseo de paz de todos los pueblos no consigue dominar el general temor e incertidumbre de que las discordias puedan acarrear consecuencias gravísimas. Cuando el horizonte internacional logra despejarse fugaz y parcialmente, las comunes desilusiones pasan a ser más sensibles. Hasta se llega a abusar de esta dulce palabra, paz, como si fuera un instrumento no para fomentar la concordia de los ánimos, sino para alimentar las rivalidades y las discordias.

Mas Nos preferimos esperar (y con la oración lo pedimos al Señor) que, cumplidas las legítimas aspiraciones de los pueblos a la libertad e independencia, los más ricos ayuden a los más pobres, los más fuertes sostengan a los más débiles, los más adelantados tiendan la mano a los menos desarrollados, y todos, finalmente, se sientan hermanos, pues todos son hijos del mismo Padre amorosísimo que está en los cielos.

La oportunidad de la presente reunión espontáneamente despierta el dulce pensamiento de nuestra madre suavísima, la santa Iglesia, de la cual todos los pueblos, deben recibir la luz, el ánimo y el benéfico influjo.

En efecto, la Iglesia, por la naturaleza misma de su misión, no quiere otra cosa que el verdadero bien de sus hijos, y quiere que todos participen de él, así los pueblos como cada uno de los individuos. Entre las actividades que se encaminan a esta meta, no hay duda de que ,el primer lugar toca al Concilio ecuménico, y a cuya preparación, con la gracia y ayuda de Dios, están cooperando infatigablemente personalidades eclesiásticas calificadas, escogidas no sólo aquí en Roma, en el centro de la catolicidad, sino en el mundo entero, para que con esta unión de pensamiento y de intenciones se pueda asegurar al Concilio un éxito feliz bajo todo respecto.

Y frutos verdaderamente abundantes se promete la Iglesia de Cristo de este acontecimiento, que intenta ser un servicio prestado a la verdad, un acto de caridad, un ejemplo de paz solemnemente pregonada a todos los pueblos desde esta altísima cátedra, que es el centro de la unidad católica establecido junto a los sagrados recuerdos del príncipes de los apóstoles.

La importancia de esta empresa trae consigo que nuestro oído esté atento aún a las voces que sobre esta materia nos llegan de todas partes, hasta ahora sin muchas notas disonantes. Estas voces, dentro de la variedad con que comentan el acontecimiento, atestiguan los comunes sentimientos que acompañan a la expectación, llena de respeto por parte de todos. Podemos, pues, decir al Señor con el salmista: "Harás escuchar a mis oídos palabras de gozo y alegría".

Ya que hemos hecho mención de los motivos de alegría, no podemos por menos de expresaros el consuelo que hemos experimentado durante la visita, realizada estos últimos días, a la sede de cada uno de los dicasterios de la Curia romana. Gratísima nos ha sido, efectivamente, la visión directa y completa de la preciosa colaboración que se nos da por un numeroso conjunto de eclesiásticos especializados, a los que se agregan algunos seglares; para el despacho de los negocios concernientes al Gobierno de la Iglesia. Este testimonio de estima y de benevolencia de nuestra parte creemos que es el premio merecido de un trabajo asiduo, prudente y fiel, que desde hace tiempo conocemos por experiencia.

Dirigiendo ahora nuestro pensamiento al sagrado Colegio, sentimos el deber de recordar a algunos de sus miembros que han fallecido en estos últimos meses, dejando un vivo sentimiento por su virtud y prudencia; a saber, los Cardenales Pedro Fumasoni Blondi, Juan Francisco O'Hara, José Fietta y José Wendel. Mientras les recordamos con tristeza, nos consuela la certeza de que ellos habrán obtenido de Dios en la felicidad eterna el premio por su piedad y fatigas.

Vengamos ahora al motivo principal del presente Consistorio. Este ha sido por Nos determinado, a fin de que entren a formar parte de vuestro Sagrado Colegio personas autorizadísimas, que serán colegas vuestros en el trabajo y en la dignidad. Porque es de gran ayuda para el supremo gobierno de la Iglesia el consejo y la colaboración de muchos.

En esta nueva creación de Cardenales hemos seguido el criterio de no sólo premiar dignamente a los selectos prelados que se han distinguido por la actividad y diligencia en la Curia romana o en las diócesis que les estaban asignadas, sino de dar también al Sagrado Colegio, en cuanto es posible, una fisonomía semejante a la de la Iglesia, que pertenece a todos los pueblos y que a todos los envuelve en el mismo amor y en una misma solicitud. Por esto hemos escogido a los nuevos Cardenales en las diversas partes del mundo. Y esto nos da ocasión de atestiguar con grande gozo en esta circunstancia nuestro afecto hacia la nación de Venezuela, que ve por vez primera elevado a la dignidad cardenalicia a uno de sus sagrados pastores. Este nombramiento, no lo dudamos, constituirá una contribución para el prestigio y los intereses de la causa católica en aquella nación.

Así que los nuevos miembros del Sagrado Colegio que hemos tenido a bien elegir son los siguientes:

José Eimer Ritter, Arzobispo de Saint Louis; José Humberto Quintero, Arzobispo de Caracas; Luis Concha Córdoba, Arzobispo de Bogotá; José Ferretto, Arzobispo titular de Sardes y asesor de la Sagrada Congregación Consistorial.

 


* AAS 53 (1961) 66-71;  Discorsi, messaggi, colloqui, vol. III, págs. 127-132.

 

 



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