DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
A LAS COMUNIDADES ORIENTALES DE ROMA*
Domingo 23 de abril de 1961
Venerables hermanos y queridos hijos:
La dulce impresión del sagrado rito celebrado el pasado domingo en la Capilla Sixtina nos ha acompañado y todavía conmueve y exalta nuestro espíritu. Verdaderamente la solemnidad fue tal que merece el honor que le hacéis con vuestra presencia como para celebrar su Octava.
Como manifestación singular de respeto y amor por el Oriente, aquella consagración episcopal sigue inspirando a nuestra solicitud paternal dirigida por igual a los hijos de la Iglesia católica, reunidos en diversos grupos étnicos bien definidos o esparcidos por todos los puntos del universo, pensamientos y estímulos al celo ardiente para incremento de las conquistas del reino de Cristo.
Usted, señor Cardenal Amleto Giovanni, ha querido aludir con acierto, ante todo, a aquel pueblo búlgaro que tan querido nos fue y lo es siempre y cuyas aspiraciones hacia la Cátedra de Pedro se intensificaron mucho más con la consagración del archimandrita José Sokolski, efectuada, precisamente hace un siglo en estos días, por manos de Pío IX, de venerable memoria, el 14 de abril de 1861.
Por la familiaridad que compenetró nuestra vida con la de los hijos de Bulgaria en los primeros diez años de nuestro servicio a la Santa Sede en aquellas regiones (1925-1935) perdonaréis esta triste evocación en tono de pena por los hermanos de aquel noble y querido país cuya sincera fe cristiana admiramos y al que tuvimos la dicha santa de consagrar con afectuosa dedicación y respetuosa discreción, con la ayuda de Dios, nuestras mejores energías sacerdotales entregadas igualmente a los fieles católicos de ambos ritos latino y pravoslavo.
Como es sabido, la alegría de los católicos búlgaros de rito eslavo en aquel año de 1861 por la consagración realizada personalmente por el Padre Santo Pío IX en la Capilla Sixtina del ya archimandrita y arzobispo Sokolski fue de brevísima duración. Dos meses después de su llegada y comienzo del ministerio Estambul, aquel Prelado desapareció. Un barco ruso lo llevó a Odessa. Se rodeó su persona de silencio hasta 1879, cuando murió en Kiev. Un pequeño Evangelio escrito en ruso y entregado por él a un pope para que lo transmitiese al primer sacerdote católico encontrase en el camino, llevaba su firma: José Sokolski, siempre católico.
Podemos evocar estos pormenores en una circunstancia sagrada e íntima como la de hoy como manifestación de afecto que conmueve nuestro corazón y el vuestro, venerables hermanos. Ellos iluminan vuestros ojos, queridos jóvenes levitas, que sois los herederos de aquellas aspiraciones y promesas y os preparáis para ser apóstoles de aquella doctrina y caridad que es verdadera gloria cristiana.
Los recuerdos de episodios o hechos particulares no deben llevarnos a consideraciones de desconsolada tristeza. Las vicisitudes históricas de algún grupo de antiguos hermanos hallados y luego perdidos de nuevo, pero siempre recordados y amados, se dilatan en una visión más amplia, confiada y realista; tal visión es el compendio de la obra inteligente y tenaz que continúa la Sagrada Congregación de la Iglesia Oriental.
La palabra del Redentor nos invita a ello cada día: "Alzad vuestros ojos y mirad los campos, que ya están amarillos para la siega" (Io. 4,35).
Este es el misterio de la caridad de Cristo revelado para salud del género humano, de todo el género humano, para quien la gracia de la Redención salvífica del Hijo de Dios hecho hombre no se oculta ni se detiene. A veces por causa de los contrastes que provienen de la flaqueza humana este misterio de gracia y caridad parece aminorar un tanto aquí y allá su eficacia inmediata, pero sólo es para recobrarla en el momento oportuno manifestándose con mayor ímpetu en el futuro.
No estamos siempre en condiciones de darnos cuenta exacta del estado actual de fervor religioso y práctica cristiana de tantas y tantas comunidades que, sin embargo, sabemos están deseosas de permanecer fieles a Cristo y son depositarias de tan gran parte de sus enseñanzas.
Inmensas regiones, pueblos nobilísimos, tradiciones culturales elevadas, antiguos monumentos dignos de todo respeto y honor, esplendorosas obras de arte, de las que resplandece un eficacísimo testimonio de fe y devoción; todo esto nos consuela íntimamente y es promesa alentadora de alegre cosecha que es legítimo esperar y pedir a la bondad del Dueño de la mies.
Por encima de todo temor debe resonar el grito de la esperanza, que es afirmación de certeza.
El Señor ha reservado glorias y triunfos nuevos a su obra redentora entre los hijos del Oriente y Occidente rescatados con su sangre preciosísima y que llevan en la frente la señal de su victoria. Estos triunfos se realizarán en proporción a la actividad y fervor apostólico de todos los que siguen todavía las huellas del antiguo 1paso de los primeros apóstoles y de los grandes evangelizadores de todos los tiempos.
La ceremonia de la reciente consagración episcopal adquiere significación de ese espíritu de renovada y fecunda certeza. Queremos confiaros que el domingo teníamos el corazón conmovido, cuando, entre las melodías de los jóvenes aspirantes al sacerdocio, que se elevaban bajo las imponentes bóvedas de la Capilla Sixtina, pronunciábamos las palabras litúrgicas en la lengua de San Juan Crisóstomo y los ojos distinguían junto al altar la corona de Cardenales de la Santa Iglesia Romana, de Patriarcas, Arzobispos y Obispos, Prelados, así como los miembros de la Sagrada Congregación de la Iglesia Oriental en pleno, jubilosa en torno a su amable Asesor adornado con la corona episcopal como un día de la más solemne manifestación ante la faz de la gran familia de los creyentes. Creíamos poder decir que el Señor estaba contento de nosotros, del humilde oficio que todos juntos habíamos cumplido con su Iglesia Santa "in vestitu deaurato et circundata varietate" (Ps. 44,10).
La reunión de esta mañana —la octava, como nos complacimos en llamarla— ofrece también una elevada significación. Ella fortalece las esperanzas, los ardores de la juventud de la Madre Iglesia, que se renueva en todos sus hijos, ex omni tribu et lingua et populo et natione (Apoc. 5,9), siempre una, santa, católica y apostólica.
Este es el cor unum et anima una. El Papa, humilde y afectuoso Pastor de la Iglesia universal que Cristo llamó suya: Ecclesiam meam (Matth., 16,18); con él Cardenales y Patriarcas, Obispos y Prelados, sacerdotes y monjes, religiosas y fieles, pero particularmente amados los jóvenes seminaristas, intrépidas y gallardas falanges, que se adiestran en proseguir las conquistas pacíficas del reino de Nuestro Señor.
Que el Padre celestial conceda a menudo estos consuelos para alentarnos en el camino que recorrer, para sostenernos en las dificultades, para afianzarnos en el bien, en la mutua caridad, en el buen ejemplo.
Nuestro recuerdo se dirige con frecuencia a los años —los diez primeros— de nuestro servicio en Oriente y nos proporciona inocente solaz y consuelo para el espíritu.
Al atravesar un día a pie el gran Balcán, que domina y une el norte con el sur de Bulgaria, encontramos por casualidad a un pobre monje, de esos que andan vagando de monasterio en monasterio, a quien también saludamos por el camino en otro lugar, en el monte Athos, nos salió al encuentro con mucha gracia y, habiendo conocido nuestro nombre y oficio de representante del Papa, nos cogió las manos y al besarlas con devoción quiso musitar su saludo: "¡Oh, representante del Papa, la dulzura de David y la sabiduría de Salomón!".
¡Venerables hermanos y queridos hijos!
¿No queréis aceptar la confianza que conmueve a nuestro corazón y acoger también vosotros repitiendo como saludo las palabras de un obscuro monje, cuyo encuentro no olvidamos jamás? A los Cardenales, Patriarcas, Arzobispos y Obispos y eclesiásticos de toda índole, pero principalmente a vosotros, queridos jóvenes seminaristas, repetimos con afecto el venturoso saludo del monje del gran Balcán: la dulzura di David, la sabiduría de Salomón; que en vuestros labios, en vuestro corazón, en vuestra vida resuenen estos acentos benditos y santos.
Creedlo, en esta doctrina y ejemplos está el secreto para todos de un gran apostolado santo y santificante; está el estímulo para el futuro de todas las almas y todas las naciones; está la alegría de la Iglesia santa de Dios.
Este es el deseo que renovamos como conclusión de este coloquio familiar, que nos ha salido del corazón con palabras sencillas, como se dicen entre seres queridos. Y en tanto os reiteramos una oración especial por vosotros, venerables hermanos y queridos hijos, por vuestras naciones tan queridas de Nos, por todo el Oriente cristiano, nos complacemos aseguraros nuestro afecto.
La paternal y confortadora Bendición Apostólica es perenne confirmación de la profunda alegría de este día.
* AAS 53 (1961) 314-318; Discorsi, messaggi, colloqui, vol. III, págs. 227-232.
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