DISCURSO DEL PAPA JUAN XXIII
A LA CONFERENCIA DE LAS NACIONES UNIDAS
SOBRE LAS NUEVAS FUENTES DE ENERGÍA*
Sala de los Suizos, Castelgandolfo
Lunes 28 de agosto de 1961
Señores:
Os agradecemos sobremanera la amable visita que habéis querido hacernos durante la "Conferencia de las Naciones Unidas sobre las nuevas fuentes de energía", que os ha reunido en Roma procedentes de tan diferentes países y cuyos trabajos os ocupan estos días.
Vuestro gesto nos demuestra, en efecto, que, además del aspecto científico y técnico de vuestras sabias investigaciones, sois sensibles también al aspecto humano, moral y espiritual que revisten por el hecho de que tienen por objeto al hombre y a su bien verdadero.
El Creador ha sembrado abundantemente la energía en el mundo, y el genio del hombre se entrega, a través de los siglos, a captarla y utilizarla para sus necesidades. Pero en nuestros días, que podríamos llamar la edad de la técnica de la humanidad, las posibilidades de utilización de la energía crecen extraordinariamente, no sólo la energía de tipo "clásico", sino la que proviene también de fuentes poco o todavía no utilizadas hasta ahora, como el sol o el viento, o también las aguas y gases ocultos en las entrañas de la tierra: energía solar, eólica, geotérmica.
Sobre estas nuevas posibilidades versan vuestros cambios de impresiones, no tanto para discutir los principios abstractos cuanto para hacer el inventario de las realidades ya adquiridas en diversos países del universo y susceptibles de aplicarse en otras partes con éxito.
Efectivamente, os preocupáis ante todo, lo sabemos, del bien de la humanidad, y deseosos de ayudar muy especialmente a las poblaciones de los países subdesarrollados, cuyas inmensas necesidades constituyen hoy, podemos decir, una incesante llamada a todos os hombres de corazón.
Nos mismo hemos exhortado repetidas veces, y recientemente todavía más extensamente en la encíclica Mater et Magistra sobre la cuestión social, a nuestros hijos de la Iglesia católica y con ellos a todos los hombres de buena voluntad, a adquirir una conciencia cada vez más viva de sus deberes respecto a sus hermanos menos favorecidos.
Esto quiere decir que sentimos una íntima y profunda satisfacción al pensar que vuestros trabajos, generosamente orientados al servicio de los más abandonados, contribuirán también, por su parte, a esta "obra de misericordia". Los hombres os alabarán por ello, con justísimo derecho, y —lo que es mejor todavía— Dios os recompensará por ello, porque todo el que trabaja por el bien de sus hermanos en espíritu noblemente desinteresado da gloria a Dios y alcanza sus gracias.
Vuestros trabajos, por otra parte, ¿acaso no os mantienen en contacto constante con su omnipotencia? Las fuerzas, tan misteriosas todavía, que sometéis a vuestras investigaciones, ¿no son acaso obra suya? Los verdaderos hombres de ciencia —la experiencia lo demuestra— reconocen sin dificultad la inmensidad del Creador y están muy dispuestos a la práctica de la humildad cristiana. Ejercen con sencillez y rectitud ese "temor del Señor" —timor Domini—, cuyo elogio no se cansa de hacer la Sagrada Escritura y que a todos enseña "el alfa y omega" de la verdadera sabiduría. Esta mañana, también durante la recitación del Breviario y mientras nuestro espíritu estaba ya en medio de vosotros, descubríamos estas palabras llenas de sabor y de estímulo del "Libro del Eclesiástico", que quisiéramos dejaros como epílogo de esta conversación: «Corona sapientiae timor Domini: la corona de la sabiduría es el temor del Señor. Ella hace que florezca la paz y la buena salud; una y otra son dones de Dios. Ella derrama a torrentes la ciencia y el conocimiento inteligente y exalta la gloria de los que se entregan a ella (...). Si deseas la sabiduría, guarda los mandamientos, y el Señor te la concederá» (Eccli. 1, 22-24 y 33).
No podríamos formular para vosotros mejores votos, señores, al terminar vuestra amable visita. De todo corazón os repetimos el placer que nos ha proporcionado. Invocamos sobre vuestras personas, vuestros trabajos, vuestras familias y los países que representáis las mejores bendiciones divinas.
* Discorsi, messaggi, colloqui, vol. III, págs. 390-392.
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