DISCURSO DEL PAPA JUAN XXIII
A LA IX SEMANA DE ARTE SACRO*
Viernes 27 de octubre de 1961
Queridos hijos:
Nos consuela en gran manera recibir a una Asamblea tan ilustre de estudiosos y expertos en arte sagrado, representantes de las Comisiones Diocesanas de Italia, y, entre ellos, ver artistas de notable fama que en este Palacio Apostólico, en el que los artistas han sido siempre de casa, como muy bien se acaba de subrayar. Nos place ver en vosotros a los preciosos colaboradores de la misión educadora y santificadora de la Iglesia. Deseosos de que su ministerio aparezca bajo formas de armoniosa belleza, y toque el corazón de los hombres de hoy también a través del magisterio del arte.
Nuestra estimación por las obras bellas, y por los que las saben crear y valorar, la hemos como respirado desde los primeros años. Nos recuerda el curso de nuestra vida. En efecto, el Señor nos concedió el recibir el Bautismo en una iglesia rural, construida con gusto y sacrificio por gentes humildes, en los comienzos de 1400. Pintada al fresco por desconocidos, mas no extravagantes pintores, merecedores de mención. Lo mismo que los juglares sembraban poesía, éstos sembraron bellas imágenes de madonas y santos; a ellos debemos también nuestro escudo familiar, y nos es caro recordarlo, como confirmación de estas relaciones, amablemente dispuestas por el Señor.
Luego en la iglesia de Santa María de Brusico, desde la que se goza la vista de la colina y de la antigua torre de San Juan —¡bellas imágenes grabadas en el corazón!—, he aquí otras iglesias, todas espléndidas, que se engastan como resplandecientes brillantes en el curso de nuestra vida: desde la de Santa María, en Bérgamo, con los recuerdos de los primeros años de seminario, la romana de Santa María in Monte Santo, en la que recibirnos el carácter sacerdotal, la de San Carlos al Corso; en que se nos confirió la plenitud del sacerdocio; luego, las numerosas iglesias de Oriente, resplandecientes de oro en la mística penumbra de sus augustos recintos, las catedrales de Francia, poemas de arte y de fe, que elevan al cielo su himno triunfal; luego, las iglesias esplendorosas de Venecia, testimonio de siglos cristianos, y el resplandor de los mosaicos de nuestro incomparable San Marcos, que levanta sus armoniosas cúpulas sobre un complejo municipal único en el mundo; finalmente, aquí, en el Vaticano, con sus tesoros de arte, con su grandioso templo, símbolo visible y eficaz del misterio de la "una sancta, catholica et apostolica Ecclesia".
Comprended, pues, con qué ánimo acogemos vuestra asamblea en esta solemne aula del consistorio, para daros nuestro aplauso cordial y para animaros a proseguir vuestra empresa.
El panorama de vuestra semana de estudio está como ilustrado en este salón, cuyas paredes, en su parte superior, fueron pintadas al fresco a principios de 1600 por Juan Alberti y Pablo Brill. Como sabéis, al primero se deben las figuras de los santos y al segundo los paisajes, que representan algunos famosos cenobios.
Los temas tocados en estos días forman un admirable conjunto: iglesias parroquiales y obras anejas, la decoración, las campanas y el campanil, el órgano, los archivos, la restauración, la iluminación y la calefacción. Todo muy apropiado. Pues bien: la doble mención de las pinturas que ornamentan esta aula viene oportunamente a propósito, en cuanto que expresan el doble fin del arte sagrado, que es la formación espiritual del hombre y el armónico desarrollo de su personalidad, comprendida como un todo único para valorar y vigorizar.
1) Ante todo, las figuras de los santos son el símbolo de lo que la religión, con su arte —el arte sagrado— quiere alcanzar: formar al hombre, hacerlo mejor, digno de su vocación cristiana, y capaz de orar, de recogerse, de liberarse de la escoria del pecado y de la tendencia a malgastar el tiempo y los otros dones del espíritu, dilatando su corazón en la unión con Dios y en el ejercicio de la caridad sobrenatural. El arte cristiano tiene un carácter que casi llamaríamos sacramental: no ciertamente en el significado propio de la palabra, pero sí como vehículo e instrumento, del que el Señor se sirve, para disponer el ánimo a los prodigios de la gracia. En él los valores espirituales se hacen como visibles, más acomodados a la mentalidad humana, que quiere ver y palpar; la armonía de la estructura, la forma plástica, la magia de los colores son otros tantos medios, que tratan de aproximar lo visible a lo invisible, lo sensible a lo sobrenatural. Como, en ,efecto, escribe nuestro predecesor Adriano I, en el año 787, "donde se encuentra el cristianismo, allí hay también sagradas imágenes y son honradas por todos los fieles; así, por medio de una imagen visible, nuestra alma se eleva en celestial afecto hasta la invisible majestad de Dios, contemplando la imagen del Cuerpo, tomada por el Hijo de Dios para salvarnos; y podemos adorar al mismo Redentor, que está en el cielo, y en espíritu entonarle himnos de gloria". (A los Emp. Constantino e Irene; I. D. Mansi, Sacrorum Conciliorum nova et amplissima colectio, XII Florenciae, 1766, col. 1061.)
Este valor catequético e instrumental del arte hace comprender la esforzada defensa que la Iglesia ha mantenido siempre en favor de las imágenes, su simpatía por los artistas, el fomento de un sano y completo humanismo, y que en el arte precisamente haya conseguido grandes triunfos. La Iglesia, digamos, no procura otra cosa que hacer efectiva su misión de elevación y santificación del hombre. Y de la misma manera que los ángeles son los mensajeros de Dios y le presentan nuestras plegarias, el arte cristiano se levanta por encima del velo de lo sensible para unirse con Dios, acompañar sus santas inspiraciones, facilitar y orientar nuestras relaciones con El.
2) La Iglesia, en el especial cuidado de la parte espiritual del hombre, no olvida tampoco las exigencias temporales. Y por esto mencionamos los frescos de los célebres cenobios de la antigüedad cristiana de éste Salón del Consistorio.
Cenobios y monasterios eran, en efecto, un complejo para todo el hombre: oración y trabajo intelectual y manual, fundamentado conocimiento de la verdad de fe y de los acontecimientos históricos. Con ayuda de todos los instrumentos de la actividad humana, enriquecida por el buen gusto y un vivo celo; cuadros y lienzos, canto armonioso y fervoroso a toque de campanas; biblioteca para el cultivo de la inteligencia y trabajos artesanos para el ejercicio manual. Y además, ambiente acogedor, solemne, ordenado, para poder albergar no a una, sino a muchas generaciones a través de los siglos y ofrecerles un oasis de tranquilidad y de paz, como hermosa joya del espíritu y descanso del cuerpo.
No necesita menos el hombre de hoy; la comunidad cristiana de las grandes ciudades, como de los pueblos, si se recuerda que los grandes monasterios, las cartujas y las trapas conservaron, transmitieron, restauraron tesoros de arte y obras inmortales de las letras, ofreciendo al mismo tiempo preciosas directrices de carácter social: tierras roturadas, construcción de carreteras, canalización de ríos, renovación de cultivos, de incalculable utilidad para las poblaciones.
Si a esto. se añade que las exigencias modernas piden atención a los problemas de una honesta y provechosa recreación, tendremos el vasto panorama de toda la vida y actividad que puede desarrollarse y organizarse hoy junto a nuestras iglesias y bajo la sombra de nuestros campanarios: escuelas profesionales, organizaciones postescolares y salones de juego para los jóvenes, ambulatorios y dispensarios médicos, oficinas de consulta profesional, organizaciones de las diversas actividades de caridad. En una palabra: todo lo que atrae al hombre de hoy suscita interés cultural y valoriza su talento e inclinaciones. Cuantos bienes se encierran en esta visión, especialmente porque una actividad así distribuida es la mejor prueba de la maternal solicitud de la Iglesia y puede arrancar un número siempre mayor de fieles a los influjos perniciosos de los que se dedican a dividir a los hombres y a soliviantar los ánimos.
Queridos hijos: Trabajo arduo y delicado el vuestro. Son suficientes estas ideas para revelar la amplitud de incumbencias que el arte sagrado y sus problemas anejos llevan consigo. Pero cuanto más compleja y difícil es esta labor, y, por tanto, ajena a las fáciles improvisaciones, es más prometedora y animosa.
Se entrevé en algunos una mayor aproximación entre los eclesiásticos y los artistas. No decimos entre la Iglesia y el arte sagrado, porque entre ellos no ha habido incomprensión ni desconfianza. Por su parte, la Iglesia no deja de promover los contactos mediante sus comisiones de arte sagrado desde la central pontificia, que cumple dignamente con su tarea, a las diocesanas, que son como una tupida red de organizaciones vitales en defensa de la belleza y del buen gusto. Ella no deja de fomentar este entendimiento por medio de la enseñanza de la historia del arte y de los principios del arte sagrado en sus institutos y seminarios; con la meticulosa preocupación que ella pone en la educación litúrgica de sus fieles, descendiendo hasta particularidades sobre el mobiliario y vestiduras sagradas; con la prudencia que inculca a sus sacerdotes para que sepan discernir y custodiar los tesoros de la antigüedad, a ellos confiados, y promover el continuo enriquecimiento con obras nuevas y dignas.
Precisamente tenéis un gran y persuasivo ejemplo en esta Semana de estudios para eclesiásticos y laicos. ¡Qué motivos de complacencia proporciona este concorde intercambio de pensamientos y experiencias para el progreso de una actividad tan preciosa!
El que además vuestra Semana haya llegado a su novena edición es como haber alcanzado una cima que se eleva desde el lejano 1933 hasta hoy. Y las perspectivas que se abren en un futuro próximo con la celebración del Concilio Ecuménico encierran nuevos horizontes para vuestra actividad: las relaciones entre arte y liturgia; la inserción de las corrientes vivas del arte y profesiones de hoy en la gran tradición católica, que ha sido siempre sana y sabiamente moderna; la restauración del maridaje entre la teología y el mundo figurativo, como ha sucedido en las grandes épocas artísticas de todos los tiempos; las nuevas exigencias de la arquitectura para servir al decoro del altar: todo esto ofrece a vuestra capacidad e inteligencia nuevos estímulos en la constructiva búsqueda de lo bueno y lo bello.
Nos os seguiremos de cerca con nuestra estima, con el respeto debido a actividad tan noble y particular. Y pedimos que vuestro trabajo se vea alentado por los éxitos y que las dificultades, que sabemos no han de ser pocas; las incomprensiones, las crisis, sean superadas felizmente. En prenda de la ayuda divina, que copiosa pedimos para cada uno de vosotros, os impartimos nuestra amplia y paternal bendición apostólica para que los dones de la belleza y armonía celeste colmen siempre vuestros corazones.
* Discorsi, messaggi, colloqui, vol. III, págs. 485-490.
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