ALOCUCIÓN DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
EN LA BASÍLICA DE SAN FRANCISCO DE ASÍS*
Asís, jueves 4 de octubre de 1962
Venerables hermanos y queridos hijos:
Dos nombres luminosos señalan el punto de llegada a Asís y el centro ideal de esta ciudad: a la entrada, Santa María de los Ángeles; en la parte alta, la colina del Paraíso que resuena con el nombre de Francisco.
Franciscus pauper et humilis, caelum dives ingreditur.
Este rasgo suave de esplendores celestiales basta para expresar en seguida la ternura de cuantos tienen el corazón rebosante.
Esta mañana la Madre de Jesús y Madre nuestra nos ha acogido benignamente en su santuario de Loreto. Allí se conmemora el misterio de la Encarnación, que al primer toque de la campana del Angelus Domini levanta una ola de emoción en todo el mundo.
Sobre las puertas de Asís está, en cambio, no sólo la figuración de los espíritus beatísimos que están siempre en la presencia de la Trinidad Augusta y forman corona a la Madre de Dios, sino también de todos los otros a quienes la bondad misericordiosa del Señor les ha confiado nuestra custodia y la protección de los pasos de cada hombre y cada página de la historia humana.
¡Oh María, reina de los ángeles! Desde aquí nos muestras la vía del Paraíso que esta colina representa admirablemente y enciende su común entusiasmo por la celebración del Concilio Ecuménico, que quiere ser una verdadera y grande fiesta del cielo y de la tierra; de los ángeles, de los santos y de los hombres para honor tuyo y de tu castísimo Esposo San José, para honor de San Francisco y de todos los santos, para alabanza y triunfo, en las almas y en los pueblos, del nombre y del reino de Jesucristo Redentor y Maestro del género humano.
Fue San Francisco quien compendió en una sola palabra el bien vivir. Enseñándonos cómo debemos valorar los acontecimientos, cómo ponernos en comunicación con Dios y con nuestros semejantes. Esta palabra da el nombre a esta colina que corona el sepulcro glorioso del Poverello: “Paradiso”, Paraíso.
I
Venerables hermanos y queridos hijos: Reclamo y pregustación del Paraíso sobre la tierra es la dignidad y santidad de la vida.
Ante todo, esto es lo que cuenta, esto es lo que tiene valor absoluto: conocer a Dios, seguir sus mandamientos; acoger los frutos de la Redención y andar, andar in iustitia et sanctitate coram ipso, omnibus diebus nostris (Lc 1, 75).
Sobre esta y no otra base se levanta el edificio de la civilización; de esta verdadera grandeza de la virtud practicada y de la santidad deseada con ardor, el hombre está en condiciones de usar rectamente el don de la libertad hasta realizar la justicia, hasta preservar y construir la paz.
Desde esta altura en que se pregusta el Paraíso la vida conserva vibraciones de juventud y obtiene acentos de victoria.
La posesión de Dios fue primero el sueño y después la meta de Francisco de Asís. Desde jovencito él tenia todo, pero nada le bastaba. Quiso darse al Señor para poseer a Dios lo más intensamente posible, y para llegar a tanto se despojó de todas las cosas terrenas.
Venerables hermanos y queridos hijos: Todavía hoy y siempre permanece el ideal de la santidad: en el sacerdocio, en la vida religiosa y misionera, en las múltiples formas del apostolado de los seglares, tiene un atractivo y una fascinación en las almas juveniles que, en vísperas del Concilio Ecuménico, desde aquí, desde esta sagrada colina, nos deseamos alentar y bendecir.
Hace ahora nueve años, precisamente el 4 de octubre, Nos cantamos la misa sobre este altar papal. En el Evangelio se leían las arcanas palabras de Jesús: “Te lo confieso, oh, Padre, que has ocultado esta doctrina a los sabios y prudentes del siglo para reservarla a los pequeños y a los inocentes” (Mt 11, 35), y de ellas dedujimos este sencillo comentario:
“Es a éstos a quienes se prometió el reino de los cielos; y si sólo a éstos —no a los vanidosos ni a los facinerosos—, aquí con San Francisco, aquí estamos realmente a las puertas del Paraíso. Humana sabiduría, pues, riquezas materiales, dominio incontrastable, todo aquello de lo que el mundo se enorgullece y se alimenta bajo diversos nombres —fortuna, grandeza, política, potencia y prepotencia—, todo ante esta doctrina se detiene y se quiebra”. (Escritos y discursos del cardenal A. G. Roncalli, año 1958, pág. 97, vol. I.)
II
Sí, venerables hermanos y queridos hijos. Paraíso sobre la tierra es el uso moderado y prudente de las cosas bellas y buenas que la Providencia ha esparcido por el mundo, sin ser exclusivas de nadie y útiles a todos.
Y aquí nos preguntamos: ¿Por qué Dios ha concedido a Asís este encanto natural, este esplendor de arte, este atractivo de santidad que está como suspendido en el aire y que los peregrinos y visitantes notan casi sensiblemente?
La respuesta es fácil. Porque los hombres, mediante un común y universal lenguaje, aprendan a reconocer al Creador y a reconocerse hermanos unos de otros.
En la citada ocasión de nuestra peregrinación a Asís de 1953 coincidimos aquí con nutridas representaciones religiosas y civiles que venían a presentar el homenaje de los vénetos a la tumba del Poverello; y todavía nos conmueve el recuerdo de la lámpara encendida aquel día por el alcalde de nuestra querida Venecia.
¡Qué alta significación, ayer y hoy, a través de los siglos y en todas las venerables basílicas de Oriente y Occidente asume aquel rito!
San Bernardo Abad, aplicando al Nombre de Jesús las virtudes naturales de las gentes, dice: Oleum lucet, ungit, pascit. Fovet ignem, nutrit carnem, lenit dolorem. Lux, cibus, medicina (cf. Sermo 15, super Cantica, circa finem).
Lámpara de la tierra es Cristo. Renovamos místicamente el rito aquí, esta tarde, sobre la tumba de Francisco. El no quiso ser otra cosa más que una fiel imagen del Divino Crucificado, que dio su sangre para iluminar el camino del hombre, para alimentarlo, para sanarlo.
En el nombre y por la virtud de Cristo Nuestra Señor venga la paz a los pueblos, a las naciones, a las familias; y de la paz descienda para todos la participación en la deseada prosperidad espiritual y material que se hace alegría de los espíritus y aliciente para un vivir más sereno y noble.
Paz en la concordia, en la mutua comunicación de un confín al otro del mundo, de las inmensas riquezas de diverso orden y naturaleza que Dios ha confiado al entendimiento, a la voluntad, a las investigaciones de los hombres, a fin de que el justo reparto señale la prevalencia de aquellos principios de sociabilidad que son de Dios y a Dios vuelven.
* * *
En la dura piedra de esta colina del "Paradiso" reposan los huesos del Santo que todo el mundo venera.
Cuarenta y cuatro fueron los años de la vida terrena de Francisco: la primera parte, la mitad, aproximadamente, fue ocupada en la búsqueda del bien tal como se concibe comúnmente y sin demasiada preocupación por un no sé qué de disgusto que mantenía inquieto al hijo de Bernardone. Pero la otra parte de la vida se vio ganada en una aventura que pareció locura y era, en cambio, el comienzo de una misión y una gloria imperecederas. Esta misión y gloria nos inspiran un voto que dejamos aquí en favor de Asís, de Italia, de todas las naciones.
¡Oh ciudad santa de Asís! Tú eres renombrada en todo el mundo por el solo hecha de ser la cuna del Poverello, de tu santo, de tu santo todo ardor seráfico. Que comprendas bien este tu privilegio y puedas ofrecer a la gente el espectáculo de una fidelidad a la tradición cristiana que sea también para ti motivo de verdadero e indeclinable honor.
Y tú, Italia querida, a cuyas riberas vino a detenerse la barca de Pedro —y por este motivo principalmente vienen de todas las playas a ti, que sabes acogerlas con sumo respeto y amor las gentes todas del universo—, guarda bien el testamento sagrado que te compromete frente al cielo y la tierra.
Oh, pueblos del antiguo y del nuevo mundo, todos queridísimos de nuestro corazón de padre, aprended a leer en el libro de Dios la común misión, de cultura y de paz, para la que, en diversas formas, os ha predestinado y os quiere aplicados con amplitud de concepciones luminosas y pacificas hacia nuevas metas de verdadera grandeza espiritual.
A cada pueblo, por último, queremos aplicar las alentadoras palabras del Libro del Eclesiástico, que, con expresión conmovedora, a todos bendice y a todos abraza: “Prestad oídos, oh hijos, y germinaréis como rosas que crecen junto al estanque; expandid el perfume como el incienso y daréis flores como lirios; exhalad un perfume y elevad un cántico y bendecid al Señor en todas sus obras” (Eccli 38, 17-19).
Amén. Aleluya.
* AAS 54 (1962) 728; Discorsi-Messaggi-Colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII, vol. IV, pp. 562-566.
Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana