DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN XXIII
A CONSEJO DIRECTIVO DE LA PRENSA ITALIANA
Sala del Trono
Viernes 22 de febrero de 1963
Estimados señores:
He aquí nuestra respuesta, con una impronta de amable confianza, a la sencilla invitación que se nos ha hecho de tener un coloquio con vosotros los periodistas, con ocasión del Consejo Nacional de la Federación de la Prensa Italiana.
Para este coloquio nos hemos inspirado en dos pensamientos de la Biblia, fuente de eterna sabiduría, y precisamente del Libro de los Proverbios de Salomón:
“Gloria Dei est celare verbum: et gloria regum investigare sermoneen” (25,2). Inescrutables y misteriosos son los designios de Dios; y es feliz el que los sigue con suma reverencia.
Asiduo y consciente homenaje a la sabiduría divina
I. Vuestra profesión, estimados señores, puede no sólo interpretar, sino también prevenir el curso de los acontecimientos, cuando, a veces, los designios de la Providencia, aun abriendo a la mente humana un sublime consejo de misericordia, permanecen cubiertos por un velo de misterio. ¡Gloria Dei est celare verbum!
Es lo suficiente para que cada hombre, considerando su pequeñez y fragilidad, no presuma nunca de sus propios juicios. Aunque esté también investido de altísima autoridad, experto en las ciencias, lleno de virtudes, no puede menos que doblegarse ante la sabiduría divina: y temblar por el tremendo tributo que se le pide de colaborar a la difusión de la verdad y a la propagación del amor; de cooperar a la educación de sus semejantes dotados de espíritu inmortal y en el gobierno del mundo y de cada una de las instituciones que componen el cuerpo social.
La relación existente entre el Creador y la criatura se llama religión, y se impone a todos; también a los hombres de la pluma, de la opinión pública, llamados como vosotros al delicado servicio de todo un complejo de factores, que constituye propiamente lo bueno y lo peligroso de vuestra profesión.
Tenemos la confianza de que la mayor parte de los periodistas sabe leer en nuestro corazón, que quiere irradiar un optimismo consciente, y con el consorcio de aquellas cualidades que lo hacen prudente y benéfico. Permitidnos ahora decir que, a pesar de las variadas corrientes que caracterizan una época histórica, en estos momentos se escucha con universal respeto toda referencia a Dios, y es sentida por los hombres de buena voluntad no solamente con simpatía —que la implica el sentimiento natural religioso, difundido en toda la familia humana— sino con espíritu de fe y con ese anhelo de fe que dispone a las conciencias para la emocionada y generosa ansia de bien.
Sabemos, estimados señores, que no debemos hacernos ilusiones. El hombre enemigo no ha cesado de recorrer el campo y arrojar en los surcos, junto al grano la cizaña. Precisamente por esto el amor a la verdad, el celo por la salvación de las almas y el ardor por nuevas conquistas en todos los campos del progreso civil han de ir acompañados de la prudencia, de la paciencia, de la prontitud al sacrificio.
El afán por iluminar y valorar los elementos positivos no nos hace perder de vista, también en vuestra profesión lo que es motivo de agudo dolor, y cuyo lamento lo podéis encontrar en muchos de nuestros discursos y en la misma audiencia a los periodistas del 27 de enero. Estamos sinceramente convencidos de que a personas ilustradas y rectas la exposición de los aspectos positivos es el acicate más eficaz para que no entreguen su pluma a la mentira, a la sistemática enemistad fraterna, a la corrupción de las costumbres.
II. El Libro de los Proverbios añade: “y es gloria del rey tratar de comprender las palabras”: gloria regum investigare sermonen. En otras palabras, quien está investido de autoridad —la autoridad no se comprende sino en el sentido de misión y servicio— debe tratar de comprender lo que Dios le pide y hacer de la voluntad divina la norma de su pensamiento y de sus obras.
En efecto, la vida humana es la voluntad de Dios en la aceptación de los principios esculpidos en el corazón del hombre y revelados en los dos Testamentos que Cristo confió a su Iglesia.
La vida cristiana es la voluntad de Dios, conocida en grado sublime por la dirección del Evangelio, de aquella “buena nueva”, que invierte el modo tan terreno de valorar las cosas y los acontecimientos. ¡Qué palabras, estimados señores!: “Bienaventurados los pobres, los mansos, los misericordiosos, los limpios de corazón, los pacíficos; bienaventurados los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los que sufren persecución por amor a la justicia” (cfr. Mt 5, 3-10), Estos son los preceptos, motivo e ideal del compromiso cristiano acá abajo.
La vida social es servicio generoso, que se inspira en el orden de lo creado, y jamás se queda tranquila, porque siente la imperiosa necesidad de agotarse a la luz del precepto paulino: la caridad de Cristo nos apremia (2 Cor 5,14); de este modo coopera a la evolución prudente, abierta, pronta, que también, permitidnos decirlo, se deriva limpia y comprometedora de la doctrina social cristiana.
Entrega al apostolado por el bien de los hermanos
Si esta enseñanza preñada de solicitud por todas las angustias y estrecheces que oprimen a la familia humana fuera seguida por todos con amplitud de corazón y de voluntad, a la que alude el texto bíblico con una imagen de unos horizontes sublimes: “Con un corazón tan inmenso como la arena del mar” (3 Reg. 4,29), ¡qué progresos tan grandes se harían en las actividades pacificas y en la concordia en pro de la sociedad!
El apostolado, finalmente, es la irradiación del amor de Dios al hombre. Es la llama que arde en todos los puntos de la tierra, no para dividir las zonas de explotación, sino para regarlas con el sudor y a veces con la sangre.
En esta visión todos los elementos adquieren su puesto, y el hombre se conduce con humildad, actuando con ardor por el bien propio y el de sus hermanos, sabiéndose parte viviente de una unidad, confiado a la Providencia del Padre celestial, que quiere responder a sus designios de amor infinito. De aquí se deriva el sentido de orden, de plenitud, de entrega en el cumplimiento de la misión que cada uno realiza en el mundo.
No se trata de hacer todo rápidamente, sino solamente lo que permiten las circunstancias; y aun cuando, convencidos de servir a una causa justa, y sintiéndonos impulsados por el dinamismo impuesto por las necesidades más urgentes, la verdad, la prudencia, la bondad deben gobernar los impulsos de la naturaleza.
Permitid al Papa que os habla, aunque en este caso basta decir: permitid al hombre que ha vivido mucho exhortaros: sed celosos guardianes de unas formas periodísticas serias, que sean ejemplo de corrección y señorío; pensad siempre en el influjo que la palabra escrita ejerce sobre las almas, en especial en las más débiles, recordando la gran norma de prudencia y de comprensión que hacía decir a San Pablo: “omnia mihi licent, sed non omnia expediunt: todo me está permitido, pero no todo es conveniente; todo me está permitido, pero yo no seré esclavo de cosa alguna” (1 Cor 6,12).
El saber esperar, e imponerse la disciplina de un dominio sobre el clamoreo mundano, prepara casi siempre al triunfo de la verdad y de la prudencia.
Las virtudes constantes: sinceridad, lealtad, respeto, buena gracia
Durante los treinta años de servicio a la Santa Sede en Oriente y París tuvimos ocasión de tratar con personas de todas las tendencias. Lo confesamos. A veces el corazón temblaba por el ansia de expresarse con un lenguaje pleno no sólo sacerdotal, sino apostólico. Mas las circunstancias pedían una mención rápida y, sin más, el silencio.
También tuvimos ocasión de oír: “Monseñor, le agradezco lo que no me ha dicho, y que ha dejado entender...”. La prensa nos ha atribuido golpes de acierto que, en realidad, no nos podemos imaginar, aunque sí puedan estar de acuerdo con la honesta sencillez de nuestro lenguaje. Repetiremos hoy una palabra que nos era familiar, es la misma que el cardenal Lecot, arzobispo de Burdeos, pronunció en el Elíseo el 11 de julio de 1893, al recibir la birreta cardenalicia: “Mirar sin desconfianza; asistir a las reuniones sin temor; hablar sin comprometerse”. No es el momento de detenerse en el significado, claro por lo demás, de la sentencia.
Estimados señores, a todos llega el momento en que es preciso disponerse para partir de un lugar, o de la Tierra, sin remedio, para dar cuenta de lo realizado. Que cada uno de vosotros pueda decir: no he cavado surcos de división y de desconfianza; no he entristecido a las almas inmortales con la sospecha y el miedo; he sido abierto, leal, confiado; he mirado a los ojos con fraternal simpatía aun a aquellos que no compartían mis ideales, para no impedir que se realizare a su tiempo el gran designio de la Providencia, que aunque lentamente deberá acercarse a la enseñanza y divino mandato de Cristo: “unum sint” (que sean uno).
Sí, estimados señores, os seguimos con humana comprensión y estima conscientes de vuestra grave responsabilidad. Conocemos las declaraciones aprobadas por el Consejo Nacional de la Prensa Italiana. Es un código de sinceridad, de lealtad, de respeto, de buenas intenciones. Ateniéndoos siempre rectamente a él conseguiréis madurar frutos abundantes para vuestra profesión y la concordia universal. Vuestras reuniones siempre han terminado con votos unánimes por la elevación de las formas y la conducta de la prensa; y también la nueva ley sobre la ordenación de la profesión de los periodistas, que ayer leímos en su texto íntegro, habla claramente de vuestra obligación inderogable de observar “los deberes impuestos por la lealtad y la buena fe”, Que estas nobles palabras encuentren siempre correspondencia plena en el corazón y en la buena voluntad de todos los periodistas, para que sean siempre dignos de su alta misión.
Os aseguramos nuestra oración diaria
Por esta razón os apreciamos y os animamos con todo el corazón, pero, sobre todo, continuaremos orando, dedicándoos el quinto misterio gozoso del rosario diario, en el que acostumbro a pensar en los periodistas de todo el mundo que serían los sabios y doctores de Israel en torno a Cristo adolescente, que los escuchaba y les preguntaba (Lc 2,46).
La presencia de Cristo irradie también sobre vosotros la riqueza de su luz y su calor; y con Él, la paz de Dios, que supera todo entendimiento, guarde vuestros corazones y vuestras inteligencias (Flp, 4,7).
Sumamos al augurio que con todo corazón formulamos a vosotros representantes de la prensa italiana y al Consejo directivo de la prensa extranjera en Italia —cuya presencia en este encuentro ha dado la nota de universalidad—, la bendición apostólica, propiciadora de especiales gracias para vosotros, vuestras familias y, de una manera especial, para vuestros hijos.
Fiat, fiat.
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