DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN XXIII
EN LA BASÍLICA VATICANA TRAS RECIBIR EL PREMIO BALZAN PARA LA PAZ*
Basílica de San Pedro
Viernes 10 de mayo de 1963
Venerables hermanos, queridos señores, queridos hijos:
Hace unos instantes asistíamos en la "Sala Real" del Palacio Apostólico a una ceremonia señalada por una gravedad y por una solemnidad impresionantes. Sabéis cuál era su objeto: el mismo que nos trae ahora entre vosotros, el gran tesoro de la vida en sociedad, el punto más luminoso de la historia de la humanidad y del cristianismo, el objeto de la espera confiada de la Iglesia y de los pueblos: la paz.
Que el Premio de la Paz de la Fundación Internacional Eugenio Balzan sea concedido al humilde servidor de los siervos de Dios; que una asamblea tan numerosa y tan calificada haya querido asociarse así a este acontecimiento, da pábulo a dos reflexiones: una centrada sobre la persona del Papa y otra sugerida por el cuadro majestuoso que ofrece esta reunión en la Basílica Vaticana. Y conviene que todo concluya con el himno de acción de gracias: Magnificat, magnificat anima mea Dominum!
Persona del Papa
La persona del Papa, en primer lugar. Muchos motivos y circunstancias, particularmente en el decurso de los últimos sesenta años de la historia del mundo, han contribuido a hacer más vivo el interés que universalmente se otorga a su misión.
En el momento en que se rinde a la Iglesia, en nuestra persona, un testimonio de alto valor humano y social, no os sorprenderá que evoquemos la memoria de los inolvidables Pontífices que Nos conocimos personalmente a lo largo de nuestra vida y que tanto contribuyeron a acrecentar por todas partes la estima hacia la acción bienhechora del Papado. León XIII, San Pío X, Benedicto XV, Pío XI, Pío XII: los cinco fueron verdaderos amigos de la humanidad, buenos y esforzados artífices de la verdadera paz, puesto que ellos trabajaron sin descanso por mantener, por desarrollar o por restablecer la paz entre los hombres.
Quien ha recibido su sucesión asiste, por su parte, con profunda emoción a la manifestación de este gran designio de Dios Todopoderoso, “origen de toda paternidad en el cielo y en la tierra” (Ef 3, 15), fuente, también, de toda hermandad entre los hombres, la verdadera fraternidad de la paz.
El humilde Papa que os habla tiene conciencia plena de ser él personalmente muy poca cosa delante de Dios. Él no puede menos que humillarse, dar gracias al Señor que tanto le ha favorecido; con una gratitud emocionada, él recibe el amor de los innumerables hijos que, desde todos los puntos del globo, se vuelven así hacia quien y ejerce hoy en la tierra la autoridad de San Pedro y trata de vivir lo mejor posible el testimonio del glorioso Apóstol.
Os lo decimos con toda sencillez y tal como lo sentimos: ninguna circunstancia, ningún acontecimiento, Por honroso que sea para nuestra humilde persona, puede exaltarnos ni turbar la tranquilidad de nuestra alma.
Gloria a Dios, que en su bondad para con su siervo, le infunde cada día serenidad y valor para continuar su tarea en el servicio de la humanidad y le hace encontrar en torno a su persona hombres de nuestro tiempo en un asentimiento tan universal y tan rico que le alientan para ejercitar su ministerio.
La Basílica Vaticana
El segundo objeto de reflexiones nos lo ofrece el cuadro majestuoso de la Basílica Vaticana. Ella aparece, en este día, toda penetrada por la luz de uno de los ejemplos en los que tanto abunda la historia de la Iglesia. El acontecimiento de que se trata, la celebración de la paz, tiene un sentido profundo, que ha llegado al corazón de todos. Somos felices testigos de la unanimidad que se ha producido espontáneamente en torno a un gesto memorable, hecho en honor de la paz. Y Nos os invitamos a elevar un pensamiento hacia aquel de donde arranca esta iniciativa: Eugenio Balzan. El humilde hijo del mundo del trabajo tenía la mirada puesta en el porvenir. Su gesto permanecerá como una bendición para el ejercicio y el servicio de la verdadera paz.
Quizá nunca como en la presente circunstancia ningún homenaje para la glorificación de la paz haya suscitado en los corazones un ardor tan grande y tan espontáneo, de sencillez, de fervor y de ternura.
La paz, vista a la luz de Dios y reflejándose en el corazón de los hombres: ¡qué espectáculo, queridos hijos, y qué delicia para el espíritu y para el corazón! Pero es un edificio que hay que construir día a día y sobre sólidas bases.
Aquí, bajo las bóvedas de la Basílica Vaticana, vemos levantarse hacia el cielo de Roma la incomparable cúpula de Miguel Ángel. Pero no podemos olvidar que la misma se asienta sobre cuatro imponentes columnas que se clavan profundamente en la tierra, hasta tocar la roca: esa roca de la que trata el final del discurso del sermón de la montaña: “la casa edificada sobre roca no ha sido arrancada por la tempestad” (Mt 7, 25).
...Pues bien, la paz es una casa, la casa de todos. Ella es el arco que une la tierra con el cielo. Pero para elevarse tan alto, tiene necesidad de cimentarse sobre cuatro sólidos pilares: aquellos que hemos indicado en nuestra. encíclica Pacem in terris: “La paz —decíamos— sólo es una palabra vacía de sentido si no está basada sobre el orden que Nos hemos trazado, con ferviente esperanza, en esta encíclica: orden fundado sobre la verdad, construido según la justicia, vivificado e integrado por la caridad y realizado en la libertad” (Encíclica Pacem in terris, 5.ª parte). Estos cuatro principios que sostienen todo el edificio pertenecen al derecho natural, inscrito en el corazón de todos. Por esto hemos dirigido nuestra exhortación a toda la humanidad. Estamos convencidos, en efecto, que en el decurso de los próximos años, a la luz de la experiencia pasada y con una apreciación objetiva y serena del lenguaje de la Iglesia, la doctrina que ella ofrece al mundo acabará por imponerse por su misma claridad. Si se presenta a los hombres de hoy, fuera de toda deformación partidista, será imposible que no haga aumentar en el mundo el número de aquellos a quienes pertenece el mérito y la gloria de ser llamados constructores y edificadores de la paz.
Acción de gracias
Finalmente, la acción de gracias: Magnificat!
A la vista del acontecimiento central que esta reunión —el homenaje rendido al Papa, por primera vez en la historia de todo el episcopado romano, de un premio por la paz—, nos es dulce dejar resonar en nuestra alma las palabras del canto de la Virgen María al principio de su milagrosa maternidad: himno del que Ella dio las primeras notas y que ha resonado a través de los siglos, portador de un cúmulo de motivos de gozo y de alegría para todo el género humano.
Por lo que a Nos toca, nos complace sacar del mismo tres versículos que nos parece dan una animación y un color especial a este gran don de la paz, descendido del cielo a la tierra, para subir allá de nuevo, acompañado de las acciones de gracias de la humanidad.
En primer lugar, lo que se refiere a la persona del Papa: respexit humilitatem ancillae suae (Lc 1,48); y también: humilitatem servi sui. En la humildad, el Papa que os habla pretende proseguir su acción en el servicio de los hombres y de la paz del mundo. El no se apartará de la enseñanza evangélica, igualmente alejada de la dureza, como de la indulgente debilidad, una y otra perjudiciales para las almas.
Y la lección vale para todos, porque todos somos deudores a Dios del gran don de la paz, como de todos sus demás beneficios; y todos estamos obligados a emplearlos en su servicio. La humildad es el verdadero titulo de gloria para todo hombre aquí abajo, porque ella implica el reconocimiento de los derechos de Dios, la sincera aceptación de los preceptos de Cristo y el compromiso generoso de servir a la fraternidad humana.
En segundo lugar, fecit mihi magna qui potens est (Lc 1, 49). De cara a los acontecimientos de los que somos testigos: sed de renovación y de progreso espiritual en todo; afán de los pueblos por completarse el uno con el otro en vez de combatirse; deseo general de constituir instituciones fundadas en el derecho natural; la paz cristiana representa para todos y para cada uno una riqueza inestimable, susceptible de los más amplios desarrollos. Nos lo decimos tanto más satisfechos cuanto que vemos ante Nos, con viva satisfacción, a los representantes de los pueblos recientemente admitidos en los organismos internacionales, a los que ellos han aportado el entusiasmo de su juventud, sacando, a su vez, de los mismos nuevas energías.
Finalmente, para todos, la hora de la misericordia: et misericordia eius a progenie in progenies timentibus eum (Lc 1, 50). No es hora de la venganza, de la revancha, de las rivalidades sangrientas. No es la hora de un nuevo recurso a la fuerza, que la humanidad rechaza, que la conciencia cristiana repele con horror. La hora de la sabiduría para todos, la hora, de la conciencia que hace nacer en el corazón de los hombres las más nobles aspiraciones. La misericordia ejercida entre los hermanos, imagen y reflejo de la misericordia divina hacia la humanidad.
Tales son las grandes lecciones del Magnificat, realzadas todavía más por el contraste entre los trazos delicados de los primeros versículos y el tono grave de los siguientes: Dispersit superbos... Deposuit potentes..., palabras cargadas de amenaza y de condenación para quienes se apartan del orden querido por Dios, pretenden desarraigarlo o tratan de llevarlo al círculo estrecho de los egoísmos individuales.
Venerables y muy amados hermanos, queridos señores, queridos hijos, venidos hoy aquí desde todos los horizontes: vosotros sois y queréis ser los peregrinos de la paz. Nos lo fuimos también y pretendemos seguir siéndolo. Permitidnos todavía, antes de terminar, una alusión a nuestra modesta persona.
Cuando el servicio de la Santa Sede nos encaminó por primera vez, hace ya bastante tiempo, hacia las regiones del Próximo Oriente, Nos llevábamos como un tesoro, en nuestro humilde bagaje, las palabras que nos fueron siempre tan queridas: obedientia et pax. Era en 1925, unos años después del final de la primera guerra mundial. Después de haber atravesado los países devastados por la guerra, llegábamos a Sofía, ciudad querida de entre todas para nuestro corazón como lo es y lo sigue siendo la primera residencia que nos asignó el servicio de la providencia. Era un 25 de abril, el día de la fiesta de San Marcos; cuya enseñanza se resume en dos palabras: pax et evangelium.
Cerca de treinta años después, en 1953, después de haber sido acogido amablemente durante diez años en Estambul y en Atenas, y durante ocho años en París, llegábamos a Venecia, de cuya sede habíamos sido nombrado Patriarca; y con estas mismas palabras en el corazón y en los labios, nos poníamos de rodillas ante la tumba del Evangelista: la paz y el Evangelio: armas de San Marcos y de todos los verdaderos amigos de Dios y de los hombres. Tales son y serán por siempre las nuestras.
Queridos señores, queridos hijos: os hemos abierto nuestro corazón. Dejadnos concluir con la evocación de un rito emotivo que nos sugiere vuestra presencia en este venerable santuario. En San Pedro, como en las tres otras Basílicas mayores, lo sabéis, una puerta se abre cada veinticinco años: es la puerta que introduce a los peregrinos del mundo entero en la gran indulgencia del Año Santo, la “puerta del perdón”. El perdón, según la enseñanza de Cristo, dimitte nobis debita nostra. ¡Qué palabra tan emocionante, queridos señores! Por lo que a Nos atañe, quisiéramos ver ahí el sello de nuestro servicio de obispo de la Iglesia de Dios —episcopus Ecclesiae Dei—. Quisiéramos que fuera para todos una llamada para una renovación de ardor en pro del bien de la verdad y de la justicia. Que el perdón esté en los labios y en el corazón de todos, en todas partes y siempre: el perdón que, bien considerado, es fuerza y juventud del alma, prenda de divinas bendiciones, garantía de éxito verdadero y durable.
Obedientia et pax: pax et evangelium. Evangelio de obediencia a Dios, de misericordia y de perdón: he aquí el programa que el humilde servidor de los siervos de Dios propone hoy a todos los hombres de buena voluntad. Será entonces cuando, sin duda alguna, la antorcha luminosa de la paz continuará su camino iluminando la alegría y derramando la luz y la gracia en el corazón de los hombres sobre toda la faz de la tierra, haciéndoles descubrir, por encima de todas las fronteras, rostros de hermanos, caras de amigos.
Este es nuestro deseo y también el vuestro. Ojalá que Dios lo acoja y nos conceda ver en seguida cumplida su realización.
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