JUAN XXIII
TESTAMENTO ESPIRITUAL PARA LOS RONCALLI
El 3 de diciembre de 1961 el Papa Juan XXIII envió a su hermano Javier, familiarmente llamado por él Severo (de Zaverio), una carta que Su Santidad consideraba el testamento espiritual para los Roncalli.
Vaticano, 3 de diciembre de 1961
Mi querido hermano Severo:
Hoy es la fiesta de tu gran patrono —el de tu nombre verdadero y propio, que es San Francisco Javier, como se llamaba nuestro querido tío abuelo, y ahora, felizmente, nuestro sobrino Javier. Pienso que han pasado tres años desde que dejé de escribir a máquina, que tanto me gustaba; y si me he decidido hoy a hacerlo de nuevo y a utilizar máquina nueva, y toda para mí, lo he hecho para decirte que sé que estoy envejeciendo, con todo el ruido que han metido por mis ochenta años; pero continúo estando bien y sigo mi buen camino, todavía con buena salud, aunque algún trastorno me hace decir que ochenta no son ni sesenta ni cincuenta; pero, al menos por ahora, puedo continuar el buen servicio del Señor y de la Santa Iglesia.
Esta carta, que quise precisamente escribir con tu dirección, mi querido Severo, como voz que llega a todos, a Alfredo, a Giuseppino, a Assunta, a la cuñada Caterina, a tu querida Maria, a Virginio y Angelo Ghisleni, como a todos los componentes de nuestra descendencia, deseo que sea para todos expresión de mi afecto siempre vivo y siempre joven. Ocupado como estoy, y como vosotros sabéis, en un servicio tan importante, al que se dirigen los ojos del mundo entero, no puedo olvidar a mis queridos familiares, a los que durante mis jornadas se vuelve el pensamiento.
Me agrada comprobar cómo no pudiendo vosotros manteneros en correspondencia personal conmigo, habéis podido confiar todo a monseñor Capovilla, que os quiere mucho, y al que podéis decir todo, como haríais conmigo mismo.
Quiero que recordéis que ésta es una de las poquísimas cartas privadas que he escrito a alguien de mi familia durante los pasados tres primeros años de mi pontificado, y os ruego que me compadezcáis que no pueda hacer otra cosa, ni siquiera con las personas de mi sangre. También este sacrificio que me impongo en mis relaciones con vosotros os hace a vosotros y a mí más honor y ganar más respeto y simpatía de lo que podéis creer e imaginar.
Ahora las grandes manifestaciones de reverencia y de afecto al Papa por la fecha de los ochenta años acaban, y me alegro de ello, porque prefiero a las alabanzas y a las felicitaciones de los hombres la misericordia del Señor, que me ha elegido para una empresa tan grande que deseo me sostenga hasta el término de mi vida.
Mi tranquilidad personal, que hace tanta impresión al mundo, está toda aquí. Permaneced en la obediencia, como he hecho siempre, y no desear o pedir vivir más, ni siquiera un día más allá del tiempo en que el ángel de la muerte me vendrá a llamar y a llevarme al Paraíso, como confío.
Esto no me impide dar gracias al Señor por haber querido precisamente escogerse en Brusico y en la Colombera a aquel que había de llamarse sucesor directo de tantos Papas durante veinte siglos y llevar el nombre de Vicario de Jesucristo en la tierra.
Por esta llamada el nombre de Roncalli fue llevado al conocimiento, la simpatía y el respeto de todo el mundo. Y vosotros hacéis bien en manteneros humildes, como procuro hacer yo, y en no dejaros llevar por las insinuaciones y por las necedades del mundo. El mundo no se interesa más que por ganar dinero, gozar de la vida e imponerse a toda costa, incluso si es preciso, desgraciadamente, con prepotencia.
Los ochenta años pasados me dicen, como a ti, querido Severo, y a todos los nuestros, que los que más cuenta es estar bien, y siempre, preparado para partir de improviso, porque esto es lo que vale: asegurarnos la vida eterna, confiando en la bondad del Señor, que todo lo ve y a todo provee.
Estos sentimientos quiero expresártelos, mi queridísimo Severo, para que tú los transmitas a todos nuestros más íntimos parientes de la Colombera, de Gerole, de Bonate y de Medolago, donde quiera que se encuentren, y de los que apenas se conozco exactamente el pueblo. Dejo a tu discreción el modo de hacerlo. Pienso que Enrica podría ayudarte, y también don Bautista.
Continuad queriéndoos bien entre todos vosotros los Roncalli, componentes de nuevas familias, y sabed comprender por qué no puedo escribir a cada familia. Tiene razón nuestro Giuseppino cuando dice a su hermano el Papa: “Vos sois aquí un prisionero de lujo que no puede hacer todo lo que quisiera”.
Me es grato recordar los nombres de quienes más sufren de entre vosotros: a la querida Maria, tu mujer bendita, y a la buena Rita, que ha asegurado con sus sufrimientos el Paraíso para sí y para vosotros dos, que la habéis asistido con tanta caridad; la cuñada Caterina, que me recuerda siempre a su y nuestro Giovanni, que desde el cielo nos mira, junto con nuestros parientes Roncalli y parientes más próximos, como los de la emigración milanesa.
Sé bien que vosotros tendréis que sufrir alguna mortificación por parte de quien quiere razonar sin buen juicio. Tener un Papa en la familia, al que se vuelven las miradas respetuosas de todo el mundo y vivir —sus parientes— tan modestamente, dejándolos en sus condiciones sociales. Sin embargo, muchos saben que el Papa, hijo de humilde, pero honrada gente, no olvida a nadie, tiene y demuestra un corazón bueno para todos sus más próximos parientes, y que, por lo demás, su condición es la de casi todos sus recientes antecesores; y que el honor de un Papa no es el de enriquecer a sus parientes, sino sólo el de asistirlos con caridad, según sus necesidades y las condiciones de cada uno.
Este es y será uno de los títulos de honor más bellos y más apreciados del Papa Juan y de su familia Roncalli.
A mi muerte no me faltará el elogio que hizo tanta honor a la santidad de Pío X: “Nacido pobre, ha muerto pobre”.
Es natural que habiendo yo cumplido los ochenta también todos los demás me sigan. Animo, ánimo. Estamos en buena compañía. Yo tengo siempre junto mi lecho la fotografía que recoge con sus nombres escritos sobre el mármol, todos nuestros muertos: el abuelo Angelo, el tío abuelo Zaverio, nuestros venerados padres, el hermano Giovanni, las hermanas Teresa, Ancilla, Maria y Enrica. ¡Ah!, qué hermoso coro de almas que nos esperan y ruegan por nosotros. Yo pienso en ellos siempre. El recordarlos en la oración me da valor y me infunde alegría en la confiada esperanza de unirnos a todos ellos en la gloria celeste y eterna.
Os bendigo a todos juntos, recordando a las esposas todas que han venido a alegrar la familia Roncalli o han pasado a acrecentar la alegría de nuevas familias de diverso nombre, pero de igual sentimiento. ¡Ah!, los niños, los niños, qué riqueza y qué bendición.
JOANNES XXIII PP.
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