PABLO VI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 4 de marzo de 1964
Queridos hijos e hijas:
En este breve coloquio, que la audiencia nos proporciona, con personas que no conocemos, pero que sentimos muy cerca de Nos, no solamente por su presencia física, sino también por su espíritu y su corazón, intentamos leer en sus pensamientos y encontrar uno que nos ponga, un instante al menos, en plena comunicación espiritual con ellos.
Y uno de los pensamientos que creemos leer en el alma de nuestros visitantes es éste: el Papa, el sucesor del Apóstol Pedro. De donde brota vuestra maravilla y vuestra devoción. Es decir, pensáis en el origen histórico y místico, que justamente admiráis en el último y humilde sucesor de Simón el pescador, llamado Pedro por Cristo; y pensáis que esta procedencia os pone ante vuestros ojos el carácter apostólico de la Iglesia y del Pontificado Romano, la nota famosa de la apostolicidad, que es una de las maravillas, por las cuales la Iglesia se manifiesta lo que es, una institución divina.
Pero esta vez quisiéramos invitaros a deteneros no ya en esta nota característica de la Iglesia, aquí más evidente que en cualquier otra parte, sino en el hecho de que Pedro es apóstol, es decir, el enviado, el mensajero, el misionero, el difusor, el heraldo, el testigo, el embajador calificado de Cristo y de su Evangelio.
El ser Pedro apóstol nos hace pensar, por un lado en la apostolicidad de la Iglesia, y por otro en que la Iglesia es apostolado. Y vosotros, que tenéis en estos momentos, en esta audiencia, el estímulo para reconocer el hecho extraordinario y maravilloso de la misión apostólica, que procede nada menos que del Padre celestial (recordad las palabras de Cristo: “Como el Padre me envió, os envío Yo a vosotros”, Jn 20, 21), debéis comprender la naturaleza y el objetivo del hecho mismo, esto es, la difusión del mensaje de Cristo, difusión que llamamos apostolado.
¿Por qué os decimos esto? Porque este aspecto de la misión de Pedro se refiere también a vosotros. No se puede estar cerca del Apóstol Pedro sin sentirse cargado y como envuelto en la misión que el Señor le confió. Y esto por dos capítulos: el destino de esta misión. ¿A quién va destinada? ¡A vosotros! ¡Sí también a vosotros que estáis aquí delante! Por el mero hecho de visitar al Papa quedáis investidos por el mensaje evangélico, que de él emana; es decir, vuestro carácter de hijos, de fieles, de cristianos, de católicos, está iluminado, en cierto sentido, por la presencia del Apóstol, llamado por el Señor, juntamente con los demás Apóstoles: “Luz del mundo” (Mt 5, 14). Y es ahora cuando surge la pregunta que cada uno puede proponerse: ¿Soy en verdad un hijo fiel, un discípulo sincero, un seguidor fervoroso?
El otro capítulo no es menos interesante; nos demuestra que el apostolado se extiende, se debe extender a cada uno de vosotros. El apostolado en su expresión cumbre y auténtica es tarea del Papa, de los obispos, y en unión con ellos, de los sacerdotes, de los religioso, de los misioneros; pero no de una forma exclusiva. Ya sabéis que hoy no sólo la invitación, sino la obligación del apostolado, atañe a todo cristiano, verdaderamente fiel. El apostolado, aunque no oficial, aunque no organizado, es tarea de todo verdadero seguidor de Cristo. La demostración es sencilla, no se puede ser verdadero cristiano sin la caridad; no se puede vivir la caridad sin amar al prójimo, a los hermanos, a los demás.
Quisiéramos, por tanto, que la audiencia despertase en vuestras almas el sentido del apostolado, al que cada uno está llamado, de acuerdo con sus condiciones concretas. Diversa la forma, pero idéntico es el sentido de responsabilidad, que a todos nos debe animar en pro de nuestros hermanos; la misma persuasión de que en cualquier estado se puede y se debe dar testimonio cristiano y demostrar en el prójimo la adhesión a Cristo. Un cristiano indiferente al bien de los demás, en lo que se refiere a esta vital e indispensable adhesión, no sería un verdadero cristiano. Un cristiano egoísta es una contradicción “in terminis”. Nos lo enseñó Cristo, nos lo enseñó el Apóstol Pedro, nos lo enseñará más claramente el Concilio, y os lo repite y recuerda ahora el Papa, tratando de hacer persuasivas sus palabras con la bendición apostólica.
* * *
(Saludo a un grupo de profesores y estudiantes)
Saludamos con particular afecto a los señores profesores y alumnos, juntamente con su presidente la señorita profesora Giuseppina Farres, del Instituto de Enseñanza Media Estatal de Roma “Enrico Fermi”. El gozo que sentimos por su visita tan grata crece al saber que estos profesores y estudiantes suben a la audiencia desde la Basílica de San Pedro, donde han cumplido con el precepto pascual, con libre y sincera profesión de su fe católica y con el íntimo propósito de conseguir una recta y marcada inspiración para su vida. Profesores y estudiantes, os acogemos con un gozo inmenso. Admiramos en vuestra presencia, calificada por estos actos y sentimientos religiosos, uno de los hechos más significativos y más consoladores de nuestra sociedad contemporánea, tan distinta y a veces tan extraña en sus expresiones espirituales, y particularmente vemos en vosotros uno de los hechos más luminosos, más bellos y prometedores de nuestra educación, como lo demuestra la adhesión no ya cansina y rutinaria, sino viva y consciente, de los maestros y de los alumnos a Cristo, el Maestro, la Luz, la Vida de la humanidad; y en vosotros descubrimos la fidelidad a la Iglesia católica, que se da a través de los siglos, y actualiza, hoy aquí, en esta Roma vuestra y nuestra, el mensaje de verdad y de gracia del Evangelio de Cristo.
¡Hijos carísimos! Que Dios os bendiga por este magnifico acto religioso y moral, pues demuestra la apertura de vuestra mente a los valores del espíritu; testifica la sinceridad moral que quiere guiar vuestra vida. Debéis comprender la importancia de este momento de plenitud espiritual; infunde en vuestra existencia el principio de la vida divina que llamamos gracia, de donde procede para todos vosotros, la dignidad, la fuerza, la alegría y la esperanza a nivel sobrenatural, y por el que todos vosotros quedáis iniciados en una nueva y sublime experiencia: el conocimiento interior de Cristo. Os deseamos que la vida os conceda un mayor y más profundo conocimiento del encuentro, sencillo y misterioso, que hoy habéis celebrado.
(En francés)
Deseamos dirigir unas palabras de especial bienvenida y de paternal aliento a las Hijas de la Sabiduría, que acaban de celebrar en las puertas de Roma su Capítulo General.
Sabemos, queridas hijas, el bien que realizáis en numerosos países, al servicio de los niños, de los pobres y de los enfermos,
¡Os bendecimos y felicitamos! De corazón os exhortamos a proseguir estas hermosas actividades, fieles al espíritu de vuestro admirable fundador San Luis María Grignion de Montfort, colaborando gozosamente con las demás familias religiosas que se dedican al apostolado de la Iglesia, y aceptando, cuando fuere preciso, las adaptaciones sugeridas por los tiempos.
Animado de estos sentimientos os concedemos, en prueba de nuestra paternal benevolencia, a vosotras a todas la Congregación de la Divina Sabiduría, una amplia bendición apostólica,
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