PABLO VI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 1 de julio de 1964
Queridos hijos e hijas:
Por la gracia del Señor se ha cumplido un año desde que iniciamos estos encuentros semanales de la audiencia general con multitudes, que creemos han ido creciendo en número y variedad de visitantes, de peregrinos, fieles la mayor parte, viajeros, turistas, observadores los demás; grupos distinguidos, representaciones, y destacadas personalidades, de Roma y de Italia especialmente, y siguiendo el orden de afluencia de Alemania y de Estados Unidos, y de todos los países de Europa y de todo el mundo, un encuentro verdaderamente ecuménico, universal, con toda clase de personas: eclesiásticos, religiosos y religiosas, asociaciones católicas de toda especie, grupos parroquiales y diocesanos, las más diversas categorías de profesiones, de representaciones y también de sentimientos, educación y religión, Dos corrientes de asistentes han desfilado más continuamente ante Nos: estudiantes y militares, y a éstos les debemos un agradecimiento especial por el gran placer que sus visitas Nos han procurado, pero debemos recordar también los grandes grupos de trabajadores, los grupos notables de profesionales y de artistas. ¡Cuántos, cuántos y todos muy queridos! En verdad esta audiencia se ha convertido en una parte considerable y significativa de nuestro ministerio apostólico. Lo que en el pasado era poco frecuente, ahora es algo normal; más aún, con tendencia a adquirir proporciones mayores.
Bendecimos al Señor, y a todos aseguramos que han sido recibidos con gran complacencia y reconocimiento, y que siempre nos esforzamos por conceder a estas audiencias el tiempo y el cariño suficientes para contentar a todos, al menos por haber visto al Papa y haber recibido su bendición.
Pero a este respecto surgen algunos problemas prácticos de no fácil solución, comenzando por el del espacio para contener a las multitudes que aquí afluyen; pero, con la ayuda de la Providencia, se le encontrará remedio. Surgen, también, problemas espirituales. ¿Qué forma debe tener una audiencia ocasional como ésta? ¿Qué significado, que valor debemos atribuirle? Ya pensamos Nos cómo responder mejor a estas obvias preguntas. Pero, entre tanto, digamos que procuraremos conservar su aspecto de breve diálogo, como hasta ahora hemos hecho. Por sencillas y breves que sean nuestras palabras, creemos no deben faltar; también por que si no lo eludimos surge el coloquio —hablado y externo por parte nuestra, interior y silencioso por la vuestra— sobre algunos temas ocasionales que la audiencia despierta en el ánimo de los que en ella participan; por ejemplo, ¿quién es el Papa? ¿Qué es la Iglesia? ¿Cuáles son las relaciones de las personas aquí presentes con este centro de la fe y de la unidad?, etcétera. Nace una catequesis, se forma una conciencia, se enciende el fervor.
Veamos, por ejemplo, para iniciar el diálogo, ¿cuáles son los sentimientos que brotan de este encuentro?
Los sentimientos propios de una audiencia general. Os diremos los nuestros, y con esto bastará por hoy.
¿Nuestros sentimientos? No es fácil expresarlos. Nacen de la conciencia de nuestra misión, de nuestra responsabilidad. ¿Podríamos quedar indiferentes ante vuestra presencia, ante vuestra visita? Ciertamente que no. Sentimos dentro de Nos, como levadura y como tormento, el eco de las palabras del Apóstol Pablo “Debitor sum”, estoy en deuda con todos (Rom 1, 14). La universalidad de nuestro mandato apostólico no nos deja en paz. Creemos tener un poquito de comprensión y alguna experiencia, aunque mínima, pero exultante, de las magníficas palabras de Cristo, por las cuales comprendemos la amplitud oceánica de su corazón: “Misereor super turbam”, me da compasión la multitud (Mc 8, 2). Cristo tuvo cariño para todos. “Venite ad me omnes”, venid a Mí todos (Mt 11, 28). Y Nos, que tenemos la sublime y tremenda misión de representarlo, ¿no recibiremos gustoso a todos cuantos vienen a Nos?
¡Recibid, por tanto, nuestra bienvenida, hijos e hijas carísimos!
Nos traéis un gran consuelo por el solo hecho de venir a visitarnos. Os estamos inmensamente agradecidos por ello. Vuestra afluencia conforta nuestra pequeñez, sostiene nuestra esperanza. Creemos, en cierta forma, cumplida aquí la promesa hecha a Abraham: “Multiplicaré tu descendencia como la arena del mar” (Gen 22, 17). Por ello, estad seguros, al entrar aquí dentro encontraréis brazos extendidos, corazón abierto y amor para todos. Con este amor os damos nuestra bendición apostólica.
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