PABLO VI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 8 de julio de 1964
A los asistentes eclesiásticos de las asociaciones juveniles y de los trabajadores
La presencia de dos grupos de asistentes eclesiásticos diocesanos, uno de la juventud masculina de la Acción Católica Italiana, compuesto por cerca de trescientos sacerdotes, y el otro de la juventud femenina, compuesto por cerca de doscientos cincuenta sacerdotes, nos obliga a dirigirles un particular saludo. Un tercer grupo de asistentes eclesiásticos diocesanos, el de las asociaciones cristianas de los trabajadores italianos merece ser recordado junto a los dos primeros grupos.
Vemos con gran satisfacción a estos queridos y valerosos sacerdotes que se reúnen en común para reflexionar sobre su trabajo, para comunicarse sus experiencias, para medir las comunes y las particulares dificultades, para alentar nuevas esperanzas, para concertar planes y propósitos de actividad y para orar en común. Observamos y alabamos tal método de trabajo: ello demuestra el sentido de responsabilidad, el deseo de ponerse al día sobre noticias y opiniones, la confianza en el programa y en la organización colectiva, la necesidad de amistad y de comunión espiritual. Tales reuniones sacerdotales hacen uniforme el sentimiento y acción, trazan las líneas precisas y paralelas del ministerio, imprimen a la actividad formativa y organizativa de las diócesis un impulso ejemplar y eficaz y dan a la acción pastoral un desarrollo coherente y autorizado. En una palabra: son reuniones sabias y benéficas. Celebrados en Roma, estos encuentros tienen el mérito de reavivar el espíritu religioso y el carácter eclesial de la organización a la que los asistentes eclesiásticos están adscritos, además de alimentarlos con frescas energías espirituales. Con satisfacción reconocemos en vosotros, queridos sacerdotes, a los valiosos sostenedores de la cura pastoral de nuestros obispos, a los promotores de energías espirituales nuevas entre nuestra juventud, en el mundo del trabajo y en nuestro laicado, a los intérpretes fieles de los principios directivos del pensamiento y de la acción de los católicos militantes, a los formadores de conciencias cristianas y a los educadores de caracteres fuertes, constantes y activos.
Estos elogios dicen la abundancia de vuestros méritos, dicen la bondad de vuestros programas, dicen nuestro reconocimiento y nuestro favor; pero dicen, sobre todo, la importancia y la responsabilidad de vuestro trabajo, y, finalmente, dicen la urgencia y la amplitud de las necesidades a las cuales se aplica vuestro ministerio.
¡La juventud! ¡Qué inmenso campo necesitado de nuevo y activísimo cultivo! ¿Podemos mirar con ojo tranquilo e indiferente el avanzar de las nuevas generaciones juveniles como si les estuviese garantizada seguramente la formación religiosa y moral de la buena tradición educadora italiana? ¿O no vemos en la mentalidad de los jóvenes de hoy fenómenos nuevos y extraños; no vemos en las costumbres, en la pedagogía, en la escuela y en la familia que les circundan, debilitarse y cambiarse factores que hasta ayer aseguraban, se puede decir, un buen éxito en la formación juvenil; no vemos coeficientes ideológicos y prácticos ejercer hoy sobre el ánimo de la juventud influjos incalculables y peligrosos? ¿Y no vemos, al mismo tiempo, en tantos jóvenes de hoy una necesidad de simplicidad y de sinceridad, una estupenda capacidad de coherencia y de sacrificio, un deseo de dar sentido cristiano, seriedad positiva, virtud verdadera a su propia vida? La formación de la juventud se nos presenta como el problema fundamental de la cura pastoral y de la asistencia social moderna. Quisiéramos que las instituciones a las que ha sido confiada la misión de preparar para la sociedad y para la Iglesia una juventud sana, fuerte, convencida y cristiana, adquieran un mayor desarrollo numérico, pero sobre todo, una eficacia educadora parigual a la inmensa necesidad, si fuese posible, digna, al menos, de las tradiciones de nuestras grandes asociaciones juveniles, digna de vuestro ardor apostólico, carísimos sacerdotes, y digna, también, de los magníficos recursos que sabemos hay en los corazones de nuestros jóvenes a los cuales enviamos, por vuestra mediación, un saludo cordialísimo, fausto y de bendición.
Cuanto decimos de la juventud, podemos decirlo también, habida cuenta de las particulares diferencias, de nuestros trabajadores: a vosotros, sacerdotes, que consagráis vuestras fatigas pastorales a estudiar, a convivir, a confortar, a formar, a animar cristianamente el mundo del trabajo, nuestro aliento y nuestra bendición.
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A la gran asamblea de peregrinos y fieles
Queridos hijos e hijas:
En esta expresión de “hijos e hijas” hay mucho de cuanto Nos tenemos en el corazón para vosotros, al saludar vuestra presencia en esta audiencia. El encuentro entre personas que se conocen pone en evidencia la relación de parentesco, de amistad, de compañerismo, de conocimiento que media entre ellas; el cambio de saludos lo expresa. Y nuestro encuentro pone en nuestros labios estos términos de hijos e hijas, que indican las relaciones tan cercanas y cordiales, como las de un padre hacia sus hijitos.
Es lícito preguntarse si este título está respaldado por algún fundamento real, o si, por el contrario, es puramente convencional, retórico, redundante, abusivo, dado que no ha precedido ningún otro encuentro al que estamos gozando, y ningún conocimiento, ninguna relación parece justificar expresiones tan confidenciales. Sin embargo, Nos no sabríamos dirigirnos a vosotros con otra palabra, ni vosotros os sentiríais satisfechos si, por nuestra parte, evitáramos llamaros hijitos; porque sabemos muy bien que el vínculo espiritual que nos une a vosotros es el de una verdadera paternidad, por nuestra parte, y el de una verdadera filiación, por parte vuestra. ¿Pero cómo? Nos vemos por primera vez, no tendremos quizá otra ocasión de vernos, ¿y podemos llamarnos parientes, miembros de una misma familia?
Pues, sí. Y es esta intimidad de encuentro espiritual lo que constituye una de las impresiones, una de las emociones características de la audiencia del Papa. La audiencia nos procura la experiencia de una comunión, de una fusión de alma y de destino que cuenta entre las más bellas y las más legítimas en el seno de esta gran familia, en el seno de esta gran unidad visible e invisible, bajo diferentes aspectos, que se llama la Iglesia. Ser miembros de la misma Iglesia nos permite reconocernos todos como pertenecientes a una misma familia, ligados todos por una profunda solidaridad, ensamblados todos por relaciones irrenunciables, que implican nuestra vocación cristiana. Y he aquí que unas audiencia como ésta nos recuerda aquella misteriosa y real unidad, nos invita a celebrar aquella “comunión de los santos” a la que nos referimos en el símbolo apostólico, es decir, en la profesión dé nuestra fe. Comprobamos aquí un reflejo de un profundo e inmenso designio divino, es decir: Dios nos habla, se nos acerca, nos salva como personas particulares; cada uno de nosotros tiene su propio destino; pero Dios no nos habla, no se nos acerca, no nos salva aisladamente. Dios nos coloca en un orden, en una sociedad, en una organización unitaria, en un cuerpo místico. Dios nos coloca en una comunidad, en un círculo de caridad, en un sistema religioso organizado para nuestra salvación; nos coloca y nos quiere dentro de su Iglesia. Y la Iglesia es tal unión de fe, de oración, de ayudas, de méritos, de influjos recíprocos, de amor que hace miembros de una misma familia a cuantos pertenecen a ella. No es un vínculo remoto e ineficaz el que nos une dentro de la Iglesia, es un vínculo de parentesco estrechísimo,
Este parentesco, para decir verdad, tiene dos expresiones que son diversas, según se considere la relación que nos une a Dios y a Cristo: y ésta es una relación de fraternidad. Jesús lo ha dicho: “Vosotros sois todos hermanos” (Mt 23, 8). Y podríamos muy bien celebrar en esta misma audiencia la fraternidad que a todos nos hace depender igualmente de la paternidad de Dios y de la gracia de Cristo. Pero Cristo ha establecido en el interior de la comunidad de los fieles una diversidad de funciones, esto es, una jerarquía, una paternidad y una filiación que nosotros ahora estamos recordando. Dice San Pablo: “Por mediación del Evangelio, yo os he engendrado en Cristo Jesús! (1 Cor 4, 15).
Es decir, estamos recordando la caridad del ministerio apostólico y sacerdotal, que opera en el seno de la Iglesia para nuestra salvación.
Y es esta caridad la que pone en nuestro corazón y en nuestros labios y ante vuestra mirada los nombres dulcísimos de “hijos e hijas”; los nombres que os aseguran nuestra completa benevolencia, que expresan todo cuanto Nos os deseamos para vuestro bien, cuán cercanos estamos a vosotros con nuestra oración y cuánto deseamos, además, que vosotros seáis fieles a Cristo y a la Iglesia.
Hijos e hijas, con estos sentimientos os saludamos, os exhortamos a ser cristianos y católicos auténticos, os deseamos todo bien del Señor, y, en su nombre, de todo corazón, os bendecimos.
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