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PABLO VI

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 29 de julio de 1964

 

Queridos hijos e hijas:

Es natural que vuestra presencia, tan numerosa y tan compuesta, haga surgir en Nos una pregunta, comentada ya otras veces en estas audiencias. La pregunta es ésta: ¿De dónde venís?

La pregunta indica la cordialidad y la confianza de este encuentro que abre los espíritus a una conversación familiar y no pretende permanecer en las formas rígidas e impersonales de una ceremonia oficial, sino que quiere provocar un momento de efusión espiritual y de amistosa comunicación.

Pero dice esta pregunta algo más: dice nuestro deseo de conoceros a todos por lo que sois, de saludaros a todos según los títulos que os recomiendan a nuestra atención, y especialmente mostraros cómo vuestra procedencia, la local especialmente, despierta en nosotros vivo interés. Tenemos hoy presente, además de los italianos, muchos franceses, belgas, canadienses, libaneses, americanos del Norte, ingleses, irlandeses, malteses, alemanes, suizos, españoles, argentinos, brasileños, etc.

¿De dónde venís? Os expresamos inmediatamente nuestra complacencia por vernos circundados por fíeles y visitantes de tan diverso origen. Vuestra diversidad, lejos de suscitar en Nos embarazo o desconfianza, nos conmueve y nos exalta; un misterio de la historia cristiana encuentra aquí un reflejo parlante; nos parece realmente estar situado en el cruce de los caminos del mundo y asistir, una vez más, a la celebración de la Epifanía, que llama a las pueblos desde las extremidades de la tierra, y de Pentecostés, que se llena de multiplicidad de las lenguas que hacen coro a las grandezas de Dios.

Carísimos hijos e hijas, y vosotros gentiles visitantes, os damos las gracias por la alegría que nos procuráis y por el fenómeno espiritual que aquí realizáis; Dios os haga comprender y gustar la singularidad y la belleza de este momento.

Preguntándoos de dónde venís experimentamos en Nos mismo un juego extraño de sentimientos que nos parece corroborar también él la autenticidad religiosa de este encuentro, sólo por la apariencia, exterior y profano. El juego de la relación entre la intensidad del sentimiento paterno con que os recibimos y la distancia local entre este punto y el de vuestro lugar de origen. Pues la proximidad tiene el derecho de ser reconocida como un motivo de particular afecto; quien está más próximo es justo que sea más amado. De otra parte, es también verdad, sin embargo, que quien viene de más lejos sea acogido con mayor consideración por el largo camino recorrido y por lo raro del encuentro. Así que a la vez que abrigamos sentimientos de afectuosa simpatía para cuantos llegan a Nos desde sedes vecinas, tenemos sentimientos de cordialísima benevolencia para cuantos llegan de sedes distantes, y por ello, el uno y el otro motivo, la vecindad y la lejanía, nos hacen capaces de acoger a todos con singular predilección y con igual y común caridad.

Si vosotros tenéis la bondad de reflexionar sobre lo que decimos, encontraréis lógico pasar a otro orden de pensamientos grandes y magníficos: los de la universalidad de nuestra religión católica; una universalidad que no se limita a su contenido doctrinal, sino que se extiende y, podemos decir, se realiza en el complejo de la humanidad como ésta es, naturalmente, superando y aboliendo las distancias, las diversidades, las separaciones, las discriminaciones, los antagonismos, los racismos, los nacionalismos, las cien diferencias que tienen a los hombres divididos entre sí y frecuentemente enemigos entre ellos.

Las divisiones más profundas que existen entre dos hombres son precisamente las que derivan de la situación geográfica, y son divisiones que tienen su evidente razón de ser y son origen de otras divisiones en las que se articula el género humano. Estas divisiones, incluso en lo que tienen de inmutable y de legítimo, bien consideradas a la luz del momento religioso que estamos viviendo, no impiden ya una perfecta unión de espíritus, de sentimientos, de goces y de propósitos; aquí somos hermanos, aquí somos todos uno, en el respeto riguroso de cada personalidad y de cada valor particular. Aquí las barreras caen, aquí la unidad se hace realmente ecuménica. Aquí se respira aquel “sentido católico” que es, por decirlo con un autor francés del siglo pasado (Veuillot), el perfume de Roma.

Probad a prolongar por vuestra cuenta la meditación que brota de esta asamblea variopinta, heterogénea, compuesta de personas que ni siquiera se conocen entre sí y que se sienten en perfecta comunión: como base, la humanidad; como vértice, la fe católica. Y la meditación se hará interesante y conmovedora para cada uno de vosotros si podéis advertir que cada uno, en este lugar y en este momento, no es un individuo aislado e insignificante, sino que es un miembro, un socio de una comunión que a todos nos une y solidariza, la Iglesia, y que cada uno de vosotros se erige ahora en representante de la propia casa, de la propia profesión, de la propia patria.

Y como tales, carísimos, os saludamos y os bendecimos.



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