PABLO VI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 9 de septiembre de 1964
Queridos hijos e hijas:
Os recibimos en las vísperas de la reanudación del Concilio Ecuménico, que nos sorbe con los pensamientos y ocupaciones que el gran acontecimiento lleva consigo: hoy no sabríamos hablaros de otra cosa más que de este tema, que interesa sumamente nuestro ministerio pero que debe interesar también vuestro espíritu y de los que se sienten hijos fieles de la Iglesia. Hemos dirigido ya al cardenal decano, que está al frente del Consejo Cardenalicio de la Presidencia del Concilio, una carta con la exhortación de extender a toda la Iglesia nuestra invitación a todos, clero y fieles, a una preparación ascético, a una participación espiritual en este mismo Concilio; hemos recomendado, como es obvio en los grandes momentos de la vida de la Iglesia, expresar con algún acto especial, de penitencia y oración, la invocación y la espera del Espíritu Santo que asiste y guía el camino de los seguidores de Cristo. Os renovamos a todos los presentes, queridos hijos e hijas, esta misma recomendación, ofreced al Concilio vuestra adhesión espiritual, rectificando las intenciones internas que dirigen vuestra vida hacia la obediencia a Dios y hacia su amor, y haciendo surgir de la profundidad del corazón una oración viva por el feliz éxito de la extraordinaria asamblea de la jerarquía eclesiástica. Os agradecemos muchísimo que tengáis también un recuerdo en vuestras oraciones para Nos, que sentimos el peso enorme de nuestra responsabilidad. y tenemos más que nadie necesidad de la ayuda de Dios.
La hora del Concilio es, se puede decir, la hora de Dios. Es la hora en que su Providencia, que gobierna al mundo de una forma incomprensible para Nos e identificable a veces después que los acontecimientos han dejado entrever un cierto designio de sabiduría y de bondad, debe en algún momento permitirnos descubrir sus intenciones antes y durante el desarrollo de los acontecimientos conciliares, para que se cumpla siempre la sentencia —que precede a las deliberaciones de la Asamblea ecuménica como lo fue en el primer concilio apostólico de Jerusalén, del que los Hechos de los Apóstoles nos dan una interesantísima noticia—: “Nos pareció, pues, al Espíritu Santo y a nosotros…” (Hch 15, 28). La acción divina se entrelaza con la de los Apóstoles y sus decisiones coinciden con el pensamiento de Dios, pues son dirigidas y guiadas por el Espíritu Santo.
Esto significa que un Concilio debe tener, por un lado, la mirada alerta para descubrir los “signos de los tiempos”, como dijo Cristo (Mt 16-14), es decir, los acontecimientos humanos, las necesidades de los hombres, los fenómenos de la Historia, el sentido de las vicisitudes de nuestra vida, considerada a la luz de la palabra de Dios y de los carismas de la Iglesia. Y por otro lado, la mirada del Concilio debe buscar y descubrir los “signos de Dios”, su voluntad, su presencia operante en el mundo y en la Iglesia. Son difíciles ambos descubrimientos, pero el segundo, el de los signos de Dios, más que el primero. La indicación del pensamiento divino debe hacerse, en cierto modo, cognoscible, experimental, y esto es una gracia que es necesario, sino merecer, estar al menos en disposición de recibir. Esto os habla de cómo el Concilio no es solamente un acontecimiento externo y espectacular, aunque esto tenga su razón de ser y su benéfica eficacia. sino un hecho interior y espiritual, preparado, esperado, sufrido y gozado, en el espíritu de cuantos componen el Concilio; es un hecho moral y espiritual de incomparable tensión y plenitud, que debe ser confortado con la certeza de estar animado por el Espíritu Santo. Es el momento de Dios que pasa...
Comprenderéis, por tanto, nuestras preocupaciones. Comprenderéis que con la invocación de la divina Asistencia, y especialmente con la oración al Espíritu Santo, animador de la Iglesia, y con la súplica a la Virgen, Reina de los Apóstoles y, por tanto, de los obispos, podéis magníficamente colaborar en el feliz éxito del Concilio. Confiamos mucho, hijos e hijas en Cristo, en esta ayuda espiritual, y con agradecimiento y benevolencia os bendecimos de corazón a todos.
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(A los consiliarios de las ACLI)
En la audiencia general de hoy se encuentra un destacado grupo de sacerdotes, consiliarios provinciales y diocesanos de las A.C.L.I., procedentes de Rocca di Papa, donde se celebra su XIII Congreso Nacional. Queremos dirigirnos especialmente a ellos, que se están preparando con la oración y el estudio para el desarrollo del nuevo año de actividades e iniciativas, en favor de los intereses espirituales y también materiales de los queridos trabajadores cristianos de Italia.
Sacerdotes carísimos: Vuestra presencia nos proporciona un vivo consuelo, y os damos sentidamente las gracias por ello. Es grande siempre el gozo que nos proporcionan los numerosos grupos de peregrinos, que continuamente se suceden, testimoniando con la elocuencia de los hechos el viviente fervor de su fe, pero mucha mayor es la emoción que nos proporcionan nuestros sacerdotes. Pensamos, en estas ocasiones, en los encuentros celebrados a lo largo de nuestra vida pastoral, con las valerosas escuadras de un sacerdocio humilde y preparado, generoso y positivo; con figuras de sacerdotes celosos, que, unas veces en condiciones desesperantes, casi siempre en el aislamiento y soledad de sus puestos avanzados de centinelas de Dios, llevan la impronta viva del testimonio de Cristo, del misionero, del vigía que escruta los signos del alba en la noche que desaparece. Apreciamos a los sacerdotes, a todos los sacerdotes del mundo, los llevamos en el corazón con sus ansias apostólicas, con sus dificultades, con sus esperanzas; y disfrutamos especialmente en esta ocasión, que nos permite afirmarlo una vez más públicamente, para que llegue nuestra voz a todos los sacerdotes con cura de almas, y les sirva de consuelo y de apoyo.
Pero la fisonomía característica de la pastoral, que empeña vuestras mejores energías —la asistencia espiritual a los trabajadores— os concede un título especial para nuestra benevolencia, queridos asesores provinciales y diocesanos de las A.C.L.I. Hemos de expresaros nuestra sentida complacencia por la entrega, con la que siempre os preparáis con un sentido consciente de responsabilidad, por la seriedad que dedicáis a la profundización y adaptación de los problemas de vuestro ministerio, por la búsqueda de una completa preparación de cara a los imperativos inaplazables del apostolado entre los trabajadores cristianos.
También queremos expresaros unas palabras de paternal exhortación que os acompañen en las actividades del nuevo año de trabajo y sean como el recuerdo de vuestro congreso y de esta significativa audiencia.
Sed sacerdotes, ante todo, y sacerdotes santificadores. Esta es vuestra principal misión, vuestro título de honor, el motivo que justifica vuestra presencia en el mundo del trabajo; esto es, lo que esencialmente desean de vosotros los trabajadores, abrumados por la fatiga y la penuria de su vida. Y el sacerdote que de algún modo, o bajo cualquier pretexto pusiera en segundo plano este aspecto fundamental de su vocación, para dejar paso a las dotes externas, a los recursos de naturaleza y carácter, o a los medios puramente naturales de un trabajo de organizador, de burócrata, o aun de técnica brillante y completa, ese sacerdote, decimos, se expondría al fracaso y a la equivocación. Permitidnos recordar algunas palabras, dirigidas a nuestros queridos sacerdotes de Milán, pero que deseamos aquí repetir para subrayar mejor nuestro pensamiento: “Que el conocimiento de nuestro sacerdocio... nos lleve a Cristo, con humildad gimiente, con caridad conmovida, con abandono generoso en su operante presencia..., esta ascética sacerdotal externa e interna la dejamos a veces olvidada cediendo a las costumbres profanas; otras veces, impacientes nos preguntamos para qué sirven tantas viejas prescripciones y sin escrúpulos contravenimos algunas de ellas; otras veces quizá estamos convencidos de que hacer lo contrario a lo que la letra prescribe es un ganar espíritu; la letra podría ser la obediencia, la unidad de costumbre con los propios hermanos, la renuncia a escandalizaros; mientras el espíritu sería la experiencia de la vida profana especialmente bajo algunas formas seductoras, como, por ejemplo, el amor a los bienes de este mundo, más allá de nuestros deberes, la aquiescencia a tendencias culturales y sociales que la Iglesia prescribe. El mundo en el que debemos vivir y operar ejerce también sobre nosotros sutiles seducciones; el llegar a él y permanecer indemne de su contagiosa fascinación es un problema bastante importante y complejo para la vida del sacerdote” (Cardenal Montini, Discursos al clero, pág. 128-129).
Que vuestra presencia entre los trabajadores sea testimonio vivo, hecho persona que con ellos sufre, espera y ama; de que la Iglesia está con ellos, y hace suyas y alienta sus justas aspiraciones a unas condiciones de vida y de trabajo, que estén de acuerdo con la dignidad de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios y redimida por la sangre divina de Cristo. La Iglesia está junto a los trabajadores con corazón de madre y multiplica los testimonios solemnes y diarios, de interés afectuoso y solícito hacia su condición. Solamente una mente obcecada por la prevención más hostil podría hoy negar esta realidad, pues son muchas las pruebas y documentos de esta maternal solicitud que se distribuyen a lo largo de los siglos como otras tantas piedras millares de un camino milenario, que tiene su origen en la nueva gozosa de una fraternidad gozosa en Cristo y en su Cuerpo Místico, para llegar, hasta las esplendorosas afirmaciones de los más recientes documentos pontificios. Sí, la Iglesia pone en guardia a los trabajadores ante teorías y prácticas engañosas, que, basadas en la negación de Dios, no pueden desembocar más que en la negación del hombre a pesar de sus éxitos efímeros; pero ella no ha cesado nunca ni cesará jamás de sostener los derechos de los más débiles, de proteger a los oprimidos y a los pobres, de predicar el amor sincero basado en el recíproco respeto a los mutuos derechos y deberes.
Que recuerde esto vuestra presencia entre los trabajadores procurando hacer llegar a todos como primer objetivo de vuestro apostolado, los rasgos precisos, accesibles, persuasivos de la doctrina evangélica y del magisterio de la Iglesia.
Finalmente, que vuestra palabra y vuestra acción inculquen la destacada preeminencia de los intereses espirituales sobre cualquier otro valor humano, aun el más sacrosanto. Como sacerdotes sed luz de la tierra, sal del mundo, sed ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios; sed buenos administradores de la múltiple gracia del Señor, Vuestro primer deber es alimentar en los trabajadores cristianos el sentido comunitario de la vida eclesial, la estima y frecuencia, el hambre y la sed de la palabra de Dios, con la certeza vivida y luminosamente inculcada de que el Reino de Dios y su justicia ha de tener la primacía de todas las ansias e intereses en un verdadero cristiano, porque el resto será dado por añadidura. Esto no quiere decir que haya que descuidar los valores materiales; al contrario, pues, según el Evangelio, ésta es la primera condición para poseerlos; pero es una llamada paternal para vosotros, sacerdotes queridos, pues sois representantes autorizados de la Iglesia, la cual —como hemos dejado escrito en la reciente encíclica— “con sencilla confianza mira los caminos de la Historia y dice a los hombres: yo tengo lo que vosotros buscáis, lo que os falta. No promete la felicidad terrena, pero ofrece algo —su luz, su gracia— para poder, lo mejor posible, conseguirla; y habla a los hombres de su destino trascendental”.
He aquí, queridos hijos, cuanto hemos querido deciros en este gratísimo encuentro y para que vuestro trabajo sea siempre fecundo en eficacia sobrenatural, enriquecida por la gracia divina, os acompañamos con nuestro afecto y con nuestra oración y os impartimos a vosotros y a las beneméritas Asociaciones de los Trabajadores Italianos la confortadora bendición apostólica.
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(A los niños de Acción Católica)
Ahora unas palabras también para vosotros, queridos niños de Acción Católica, que salpicáis esta audiencia como flores delicadas de inocencia, de bondad y de gracia. Habéis venido de todas las partes de Italia con un título especial de honor, que os debe hacer sentiros justamente orgullosos, habéis vencido en la competición diocesana de estudio catequístico-litúrgico, y de actividad apostólica en vuestras asociaciones; os acompañan vuestras magníficas delegadas parroquiales, gozosas de ver en los éxitos por vosotros conseguidos, el agradecimiento a sus fatigas y solicitudes.
No es nuestra intención dirigiros un discurso, pues la vivacidad natural de vuestros años encontrará demasiado larga ya la duración de esta audiencia. Queremos deciros solamente, ¡bravo! Ganar un concurso diocesano al que se presentan otros niños y niñas, ciertamente preparados, entrenados en mnemotecnia, en prontitud de respuestas, con amplitud de estudio, vencer en semejante concurso, es señal de que habéis sido bravos de verdad. Os lo decimos, pues, de corazón.
Y con nuestras palabras os lo dice Jesús, cuyas funciones humildemente realizamos aquí en la tierra; Cristo que, como en los tiempos de su vida terrena, os mira con especial predilección y, como entonces, quiere acariciaros, abrazaros, y estrecharos junto a su corazón, diciendo a los mayores: “Dejad que los niños vengan a mí” (Mc 10, 14).
Para mejor conocerle habéis estudiado muy bien el catecismo, para vivir en Él y de Él habéis comenzado a entrar en el sugestivo mundo de la liturgia y de la vida de la Iglesia; para llevarle a vuestros compañeros de juego y de escuela os abrís a las primeras conquistas entusiastas del apostolado.
Que Jesús sea vuestra vida, vuestro alimento, vuestra luz, vuestro amigo, hoy durante los años preciosos y fugaces de la infancia, mañana en los compromisos de la adolescencia y luego siempre, siempre durante toda la vida. Este es nuestro augurio, nuestra oración, nuestra bendición, en la que queremos comprender a los consiliarios y dirigentes centrales y diocesanos aquí presentes, a los delegados parroquiales, cuya actividad merece el más amplio elogio, a los padres lejanos y a todos los que en la parroquia se dedican con generosidad y fervor a la completa formación cristiana de estas bellas esperanzas de la Iglesia, retoños de juventud buena y pura, consuelo profundo del corazón del Papa.
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