PABLO VI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 4 de noviembre de 1964
Se encuentra presente en la audiencia una peregrinación extraordinaria, a la que debemos un particular saludo, la de los ex combatientes italianos, reunidos en Roma con sus familiares, procedentes del extranjero, principalmente de los diversos Estados de la América Latina, con algunos también procedentes de América del Norte, algunos de las diversas naciones de Europa y también de otras partes del mundo, incluso de Australia, Nos dicen que son unos mil quinientos peregrinos, guiados por las diversas personalidades de las varias Asociaciones italianas de Combatientes y Cautivos. Reunidos en Roma para sus ceremonias patrióticas, estos antiguos soldados han querido visitarnos y vienen a pedirnos nuestra bendición.
Gustosos os impartimos, queridos ex combatientes, nuestra bendición; queremos que sea el justo reconocimiento al deber cumplido, por los desastres, los peligros, los dolores sufridos, por la camaradería, que todavía os une; pero más aún, quisiéramos que nuestra bendición confirmara en vuestro espíritu los sentimientos de hermandad y paz entre vosotros y con todos los pueblos, aun con aquellos que ayer fueron vuestros enemigos, y revalide los generosos propósitos de quienes fueron buenos soldados: la fidelidad al país que os vio nacer y a aquellos entre los que habéis establecido vuestros hogares, y el servicio a la sociedad, tan necesitada de ser sostenida por las virtudes, que deben ser vuestras: el espíritu de obediencia y de sacrificio, el sentido de la lealtad y del honor, la defensa de los valores civiles y espirituales, que hacen al pueblo fuerte y sano.
Estamos convencidos de que un ex combatiente que convierta en energías morales los recuerdos del trágico drama en que participó tiene dentro de sí una fuente de elevados pensamientos, de experiencias humanas, de deseos generosos, y que, por tanto, es apto no ya para empuñar las armas de la guerra, pero sí para manejar muy bien las armas de la paz; queremos decir la concordia, el trabajo, la justicia, la libertad. Y también estamos convencidos, vuestra presencia nos lo confirma, que quienes cumplieron como bravos soldados su deber militar, en la vida civil pueden sacar de la experiencia pasada y de los sufrimientos vividos un sentido viril y nuevo de toda la vida, aquel que hace aumentar la necesidad de Dios, el deber de buscarlo, la confianza en su Providencia, la satisfacción de creer y orar, el sentido religioso, y mirándolo bien, el sentido cristiano.
Y esto es lo que a la postre os deseamos, ilustres señores y queridos hijos, con la bendición apostólica que ahora os impartiremos.
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Queremos dar un saludo especial a una numerosa y significativa peregrinación de más de mil quinientos participantes, la de los Jóvenes del Centro Turístico Juvenil del Consejo Provincial de Florencia. Es su primera peregrinación, y también por este título merecen nuestro especial interés; estos queridos jóvenes comienzan sus excursiones, de carácter turístico-religioso, viniendo a Roma, y buscando en este centro bendito de la Iglesia católica y de la civilización cristiana inspiración y bendición, Los recibimos muy gustosos, los alentamos y los bendecimos.
Alocución a todos los fieles
Queridos hijos e hijas:
Las buenas palabras que esperáis de Nos para dar a esta audiencia un sencillo motivo de reflexión espiritual se refieren a una impresión, que casi siempre produce en el ánimo de los visitantes su encuentro con el Papa: la impresión de la “autoridad”.
Es una impresión exacta. Aquí todo habla de autoridad, las llaves de Pedro figuran por todas partes. La misma composición de esta reunión pone en evidencia la estructura orgánica y jerárquica de la Iglesia. La presencia del Papa, Cabeza visible de la Iglesia, acentúa esta impresión, recordando a todos que existe en la Iglesia un poder supremo, que es prerrogativa personal, con autoridad sobre toda la comunidad reunida bajo el nombre de Cristo; poder no solamente externo, sino también capaz de crear y desligar obligaciones internas para las conciencias, y no dejado a la elección facultativa de los fieles, sino necesario a la estructura de la Iglesia; y no derivado de ella, sino de Cristo y de Dios. Os será útil, peregrinos o visitantes, deteneros en este aspecto de la Iglesia católica, que tiene en esta Sede su expresión más manifiesta.
Sí, aquí estamos en el centro de la autoridad de la Iglesia. ¿Qué reacción despierta en vuestro espíritu esta observación, aquí tan evidente y documentada? Puede suceder que la primera reacción espontánea no sea de gozo. Será quizá una reacción de interés curioso o de admiración; pero no para todos, no siempre, de satisfacción. Más aún, en algunos poco formados, en el “sentido de la Iglesia”, será de desconfianza y casi de defensa, de repulsa a una potestad tan alta y tan indiscutible. ¿Cómo así? ¿Por qué esa actitud negativa con una potestad de paternidad, de servicio y de salvación?
Sería largo explicarlo. Pero todos pueden advertir que está un poco difundida por todas partes la mentalidad del protestantismo y del modernismo, negadora de la necesidad y de la existencia legítima de una autoridad intermedia en las relaciones del alma con Dios. “¡Cuántos hombres entre Dios y yo” (Rousseau), exclama la voz famosa de un epígono de esta mentalidad. Y hay quien ha hablado de religión de autoridad y de religión de espíritu, contraponiendo una y otra, identificando en la religión de autoridad al catolicismo, y en la religión de espíritu a las corrientes del sentimiento religioso liberal y subjetivista de nuestro tiempo, concluyendo obviamente que la primera, la religión llamada de autoridad, no es auténtica, y que la segunda debe proceder y desarrollarse de por sí sin vínculos externos, arbitrarios y sofocantes. Y en este sentido también conspiran con frecuencia los plausibles progresos de la cultura moderna sobre la personalidad humana, sobre la libertad individual, sobre la primacía moral de la conciencia, negando la función o aminorando la competencia, o mortificando el prestigio de la autoridad religiosa.
Si realmente la autoridad religiosa —hablamos de la constitutiva y directiva de la Iglesia católica— fuese un poder arbitrario, o fuese contrario a la vida espiritual, o impusiese vínculos indebidos a las conciencias, o se constituyese al modo de la autoridad temporal, esta desconfianza, este resentimiento, esta reivindicación de la autoridad subjetiva tendrían razón de ser. Pero vosotros sabéis que no es así.
Vosotros que tenéis, y queráis tener, el “sentido de Iglesia” sabéis muy bien dos cosas, en esta muy importante discusión. En primer lugar, sabéis que la autoridad en la Iglesia, y, por tanto en la religión, no está constituida por sí misma, sino que ha sido instituida por Cristo; es pensamiento, voluntad y obra suya; y, por tanto, ante la autoridad de la Iglesia nos debemos sentir ante Cristo. “Quien os oye, a mí me oye” (Lc 10, 16), ha dicho el Señor. Y siempre que se trate de impugnar esta institución, la potestad apostólica, tanto de santificación como de magisterio y gobierno en la Iglesia, se luchará contra la palabra, contra el designio, contra el amor de Cristo.
Sí, también contra el amor de Cristo. Pues la autoridad en la Iglesia, también cuando para ser eficaz sea fuerte y severa, es un instrumento de su caridad. La autoridad en la Iglesia es el vehículo de los dones divinos, es servicio de caridad en favor de la caridad, pues ha sido instituida para poner en práctica en favor de la salvación el gran precepto del amor; no es expresión de orgullo, ni empresa del propio beneficio, ni mucho menos copia de la autoridad civil armada de espada y vestida de gloria. Es una función pastoral, es decir, encaminada a, la guía y prosperidad de los demás; y no sólo no es contraria a la dignidad y a la vitalidad espiritual de las almas sobre las que se ejerce, sino que está precisamente instituida para conferirles dignidad y vitalidad espiritual, para garantizarles la luz de la verdad divina, para distribuirles los dones del Espíritu y para asegurarles el recto camino hacia Dios. Santa Catalina dice muy bien, citando las palabras que el Señor le sugirió: “Yo he querido que unos tuvieran necesidad de los otros, y que existieran mis ministros para administrar las gracias y los dones que han recibido de mí. Quiera el hombre o no, no puede hacer que por fuerza no haga uso del acto de caridad”. (Diálogo, Editorial Ferrari, Roma, 1947, págs. 19-20.) Y es, por tanto, una función providencial e indispensable. Vienen a nuestra mente las palabras del Pontifical, que pronunciamos en la ordenación de los sacerdotes: “Cuanto más frágiles somos, más necesitaremos de la ayuda de muchos de ellos”.
Queridos hijos, quisiéramos que esta audiencia os invitase a meditar en este aspecto de la vida de la Iglesia para confirmar en vosotros el agradecimiento al Señor, que así la ha querido y constituido, y reavivar en vosotros la adhesión cordial y filial a la autoridad de la Iglesia, en virtud de la cual ahora os bendecimos a todos de corazón.
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