PABLO VI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 9 de diciembre de 1964
Queridos hijos e hijas:
Viniendo a visitarnos después de nuestro viaje a Bombay para asistir al Congreso Eucarístico Internacional que allí se ha celebrado, ciertamente tendréis el ánimo y casi en los labios una pregunta que hacernos: ¿Y la India? ¿Qué piensa el Papa de su peregrinación, que tanto ha hecho hablar de él? Curiosidad legítima y filial la vuestra, que, por otro lado, no podemos satisfacer, pues serían muchas las cosas, las impresiones que habría que exponer y comentar.
Mucho se ha escrito y divulgado a través de los medios modernos de información, y mucho habría que decir sobre este acontecimiento, que tiene tantos aspectos, el propiamente religioso, verdaderamente sincero y magnífico; el histórico, civil y social, rico en extremo, en motivos que nos llenan el ánimo de admiración, de simpatía por ese pueblo inmenso, tan religioso, tan paciente, tan laborioso, tan abierto al desarrollo moderno; pero no es éste el momento. De las muchas impresiones que se han gravado en nuestro espíritu os confiaremos una, que entonces fue muy viva, y que al recordarla aquí puede servir de reflexión y recuerdo de esta Audiencia; una impresión del significado complejo y fecundo de esa propiedad que reconocemos en la Iglesia de Cristo, la propiedad de ser católica, es decir, universal, que está tan incrustada en su naturaleza que se hace visible y constituye una de las notas características de la verdadera Iglesia.
La catolicidad indica la multiplicidad siempre extensible de las formas humanas, que pueden formar parte del único Cuerpo místico de Cristo. Que todos los hombres están llamados a la salvación y que la Iglesia tiene capacidad indefinida de acogida para toda la humanidad dentro de sus pabellones, Por ser la catolicidad correlativa a la unidad, y definirse ésta con términos claros y unívocos (dice San Pablo: “Uno es el Señor, una la fe, uno el bautismo, uno Dios y Padre de todos”, Ef, 4,6), fácilmente podemos pensar que la catolicidad, es decir, la extensión de la unidad a la humanidad viva y real, es uniformidad; y sólo el pensar que gente de diversa cultura, lengua, costumbres, nacionalidades, está llamada a constituir “un solo Cuerpo y un solo Espíritu en una única esperanza” (ib. 3), crea en nosotros estupor primeramente, como en los asistentes al milagro de las lenguas el día de Pentecostés, y nos hace luego descubrir innumerables problemas delicadísimos y dificilísimos, reflexionar que toda esa multiplicidad es reconocida, respetada, más aún, promovida y vivificada.
Es preciso que nos formemos un concepto más adecuado de la catolicidad de la Iglesia, que tengamos un ansia más grande de hermandad humana, que nos eduque y nos obligue, afrontando con mayor entusiasmo, los problemas referentes a la presencia de la Iglesia en el mundo.
Si es bello repetir: “Quien en Roma tiene su sede, sabe que los habitantes de la India son miembros suyos”, no es tan fácil establecer los vínculos y las formas de esta pertenencia. Nace inmediatamente un deber: conocer mejor esos pueblos, con los que por razón del Evangelio estamos en contacto, y reconocer el bien que poseen no sólo por su historia y civilización, sino también por el patrimonio de valores morales y también religiosos que poseen y conservan; esta actitud del católico con relación a los acatólicos se va ahora afinando y desarrollando, aunque esto pertenezca ya a la honesta y positiva forma tradicional con que la Iglesia ha considerado a los gentiles, a los paganos: “No se debe dudar, escribía San Agustín, a pesar de su severidad, en afirmar la relación necesaria entre la pertenencia a la Iglesia y la salvación, que también los gentiles tienen sus profetas” (Contra Faustum, 19, 2; P. L, 42, 348).
Esta es la impresión de valores dignos de ser honrados, es la que hemos tenido al visitar el pueblo indio; impresión que no se reduce a irenismo, o sincretismo, sino que impone al diálogo apostólico mucha mesura, mucha sabiduría y mucha paciencia; y que nos recuerda que el cristianismo no está ligado a una sola civilización, sino que está hecho para expresarse según el genio de cada civilización, con tal que sea verdaderamente humana y abierta a la voz del Espíritu.
Concluimos recomendándoos que seáis verdaderamente católicos, es decir muy fieles a la unidad, que Cristo exige de nosotros en su Iglesia; y muy abiertos a la hermandad que la Iglesia predica y promueve, precisamente para ser católica, como Cristo la quiere.
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