SANTA MISA EN EL IV CENTENARIO DEL CONCILIO ECUMÉNICO DE TRENTO
HOMILÍA DE PABLO VI
Basílica Vaticana
Domingo 8 de marzo de 1964
Venerables hermanos y queridos hijos:
¡Trento! Debemos saludar, presente en este sagrado rito, a la peregrinación de la archidiócesis de Trento, organizada para conmemorar también en Roma, y precisamente en esta Basílica Vaticana, en unión con el Papa, el cuarto centenario del acontecimiento que ha hecho célebre a lo largo de los siglos y en el mundo el nombre de la noble ciudad de los Alpes, sede del gran Concilio ecuménico, y que también lleva el nombre de Trento; y la saludamos con paternal alegría, sabiendo que ha sido conducida hasta aquí por el celoso pastor de aquella ilustre y carísima Iglesia tridentina, acompañada también por altas autoridades civiles de la región y de la ciudad, compuesta por egregios representantes tanto del clero como de los fieles de los tres grupos étnicos de la archidiócesis y deseosa de rendir homenaje filial a la Cátedra de San Pedro y obtener de ella el consuelo de su dirección y de sus bendiciones tanto para los días presentes como para los futuros.
¡Trento¡ Son tantos los recuerdos y las emociones que este glorioso nombre despierta en nuestro espíritu que, en cierto sentido, tenemos que concentrarnos para no distraernos del acontecimiento al que debemos este sagrado encuentro. Sentimos alentar en torno nuestro el eco majestuoso y profundo de vuestros cantos alpinos, queridos hijos de las montañas y de los valles tridentinos; se perfilan ante nuestra mirada interior los trazos característicos de vuestros inmensos paisajes; contemplamos vuestras hermosas aldeas de las montañas con sus vigilantes campanarios; llega a nuestro recuerdo el nombre venerado de vuestro San Vigil, con el que San Ambrosio, hasta ayer nuestro predecesor, patrono y maestro, estuvo unido por los lazos de la amistad y del consejo; nos llega el recuerdo de los mártires de la Anaunia y de San Romedio, y contemplamos, con su severa y elegante forma, la mole gótico-románica de vuestro bellísimo Duomo, donde admiramos y veneramos su célebre crucifijo, mientras silenciosamente, de sus tumbas, nos salen al encuentro personajes famosos de vuestra historia, cardenales y obispos de magna talla, y nos acompañan fuera para mirar en el paisaje lejano los muros macizos de la Paganella y luego el Castillo del Buen Consejo, que dan sabor al panorama de la ciudad, y más abajo el monumento, pleno de unidad y de dignidad, del padre Dante, que a todos invita a la hermandad en la justicia.
Pero no es éste el cuadro, decíamos, que ahora nos debe ocupar y encantar; preferimos ir al encuentro de la antigua Pieve de Santa María, para recordar allí reunidas en discusión algunas de las congregaciones generales —que luego en el Duomo tendrían sus solemnes conclusiones— del gran Concilio de Trento, de ese Concilio del cual vosotros, y Nos también, en la persona de nuestro cardenal legado el patriarca de Venecia, hemos conmemorado el aniversario de su feliz conclusión. Aquí mismo, en esta basílica, como sabéis, el cardenal Urbani también, solemne y sabiamente, evocó, en presencia de los padres del Concilio Ecuménico Vaticano II, la fausta y centenaria conmemoración; de forma que no podría añadirse nada a tan copiosas y significativas celebraciones, si la llegada de esta peregrinación no nos obligase a renovar las gozosas expresiones y a manifestar nuevas y significativas impresiones.
Os debemos, pues, nuestro agradecimiento y nuestro aplauso, venerados hermanos y queridos hijos, por el honor que tributáis al recuerdo de vuestro histórico Concilio, por la fidelidad de sentimientos y costumbres con que prolongáis y actualizáis su saludable eficacia, y por la feliz intención con que unís espiritualmente vuestra ciudad a esta eterna ciudad, vuestro Concilio de Trento al que la misma Iglesia católica está ahora celebrando en Roma. Nunca, creemos, ha sido más evidente y más viva esta unión.
Maravillosa visión la que ofrecéis a nuestra mirada, la visión de la coherencia histórica, con que está tejida la vida de la Iglesia, que procede de Cristo y es sucesora de Pedro; advertimos que la misma vitalidad corre por las venas del Cuerpo místico e histórico de Cristo, es decir, la Iglesia, y que se manifiesta igual en las más diversas y remotas vicisitudes, sugiriendo esta maravillosa observación que nos demuestra que el curso secular del tiempo, engendrador, primero, y devorador, después, de los grandes fenómenos humanos, no sabe dar razón adecuada del nacimiento y del vigor de la Iglesia, ni consigue disolverle en su flujo, tremendamente transformador y disgregador, antes al contrario la encuentra, en todas las etapas de la historia no sólo siempre la misma, sino siempre en vías de perfeccionamiento y rejuvenecimiento; y no ya por la ayuda temporal de acontecimientos propicios o de factores externos, sino por la capacidad restauradora de encontrar en sí misma, como cuerpo que despierta del sueño, más frescas y vivas energías.
Maravilla a algunos, les proporciona enojo y desconfianza que la Iglesia sea siempre la misma, y no se doblegue ni a la usura, ni a la moda de los tiempos; a otros les maravilla y es motivo de escándalo que la Iglesia se enriquezca, en su larga meditación y en su ardorosa defensa de su primitivo patrimonio doctrinal, con nuevos dogmas y nuevas disposiciones, con las que se quisiera ver alterada y oscurecida su nativa sencillez evangélica. Pero a nosotros nos sirve de consuelo encontrar en la gran obra del Concilio de Trento, como en la perenne disciplina doctrinal de la Iglesia católica, lo que Bossuet decía a un gran pensador de su tiempo, desgraciadamente prevenido contra el catolicismo: “Es preciso, señor —escribe Bossuet—, que tengáis por cierto que nosotros no admitimos ninguna nueva revelación y que es dogma de fe definido por el Concilio de Trento que todas las verdades reveladas por Dios han ido llegando poco a poco hasta nosotros; lo cual ha dado lugar a esa expresión que caracteriza a todo el Concilio, de que el dogma que establece siempre ha sido comprendido como él lo expone: sicut Ecclesia catholica semper intellexit. Según esta regla hay que tener por cierto que los Concilios Ecuménicos, cuando se pronuncian sobre algunas verdades, no proponen nuevos dogmas, sólo declaran los que han sido creídos siempre, explicándolos solamente con términos más claros y precisos”. (Oeuvres, París, 1846, pág. 716, carta 32 a Leibnitz.)
Esta conmemoración de vuestro Concilio y vuestra presencia en el aula del Concilio Vaticano II, carísimos hijos de la archidiócesis tridentina, nos hacen recordar, nos hacen revivir el magnífico hecho, el misterio de la fidelidad de la Iglesia católica a Cristo, su fundador y maestro, y nos proporcionan el consuelo, que precisa el momento presente: la seguridad en la esencia y en la dirección de la santa Iglesia; la certeza de que su enseñanza es hoy eficaz, como ayer, y como lo será mañana; la confianza de que la adhesión a su doctrina y a su disciplina no esteriliza el pensamiento, no le impide la adquisición de cuanto la cultura moderna produce y posee, no lo obliga a repetirse con expresiones puramente formales, sino que le proporciona una íntima estructuración lógica y vital, y le suministra temas y argumentos para entablar con las corrientes intelectuales y espirituales de nuestro tiempo los más leales y fecundos diálogos, y lo estimula a manifestar con expresiones siempre nuevas, por sinceras y vividas, la inagotable riqueza de la verdad, que la fe nos garantiza en el campo divino y religioso e indirectamente en el terreno científico.
Consuelo formidable y providencial que nos hace evocar el elogio de que el Concilio Ecuménico Vaticano I hacía del Tridentino, sumando al encomio de la seguridad en la doctrina de la Iglesia católica otros méritos del Tridentino, que nos place referir, porque de ellos también vosotros, hijos y herederos de la tradición católica de vuestra ciudad, dais testimonio. Permitidnos leer el magnífico pasaje de la Constitución Dogmática Dei Filius del Vaticano I, pasaje que creemos habéis celebrado dignamente. Dice este solemne documento: “La Providencia que el Señor despliega en bien de su Iglesia... se ha manifestado en los grandísimos beneficios que el mundo cristiano ha recibido de la celebración de los Concilios Ecuménicos, y de forma especial del Concilio de Trento, por cuanto se desarrolló en tiempos difíciles. Gracias a este Concilio los dogmas santísimos de la religión han sido definidos con mayor precisión y se han expuesto más ampliamente; se han detenido y condenado los errores; se ha confirmado y restituido la disciplina eclesiástica; se ha promovido en el clero el amor a la ciencia y a la piedad; se han instituido seminarios para formar a los jóvenes en la santa milicia; se han restaurado las costumbres del pueblo cristiano, mediante una instrucción más acendrada y una mayor frecuencia en los sacramentos. Además se han estrechado los vínculos que unen a los miembros de la Iglesia con su cabeza visible, y un nuevo vigor se ha infundido al Cuerpo místico de Cristo...” (Con. Oecu. Decreta, Herder, 1962, pág. 780.)
¿Este elogio que un Concilio hace de otro, no es acaso atribuible, para vuestra alabanza, también a la tradición religiosa y moral de Trento, que verdaderamente puede ostentar como orgullo y como empeño, el mote, que enardece a su pueblo: Trento, ciudad católica? Bien podría ser éste el fruto de esta centenaria conmemoración: recordar, conservar, revivir el espíritu del gran Concilio. Vosotros, queridos hijos, debéis mantener encendido este espíritu como una antorcha; como esos fuegos que encendéis por las noches sobre vuestros montes y que circundáis con vuestras canciones. Pues el espíritu del Concilio de Trento es la luz religiosa no solamente del lejano siglo XVI, sino que lo es también del nuestro; el espíritu del Concilio de Trento enciende y reanima el del actual Concilio Vaticano, que se une a aquél y de él toma su punto de partida para afrontar los antiguos y los nuevos problemas que entonces quedaron sin solucionar o que han aparecido con el desarrollo de los nuevos tiempos, Este punto de partida del Concilio, que hoy la Iglesia celebra, es más claro y más vivo que el que conmemoramos, respecto a un importante y difícil problema, que motivó el Concilio de Trento, pero que desgraciadamente no encontró en Trento la solución; la unión en la misma fe y en la misma caridad con los cristianos, que la reforma protestante separó de este centro, de este corazón de la unidad. Fue escogida la ciudad de Trento para facilitar el encuentro, para servir de puente, para ofrecer el abrazo de la reconciliación y de la amistad. Trento no tuvo esta alegría y esta gloria. Pero la tendrá, como ha sido siempre nuestro deseo y el de todo el mundo católico. Surgirá como símbolo de este deseo, hoy también, hoy más que nunca, vivo, implorante, paciente y lleno de oraciones. Con la firmeza de su fe católica no será un confín, será una puerta; no para cerrarla al diálogo, sino para mantenerla abierta; no para echar en cara los errores, sino para salir al encuentro de las virtudes; no para esperar al que no ha venido desde hace cuatro siglos, sino para salir fraternalmente a su encuentro. Esto es lo que el nuevo Concilio quiere hacer, con la ayuda de Dios, continuando el antiguo; y es lo que vosotros, más que nadie en la Iglesia de Dios, debéis comprender y secundar también, según las inspiraciones de la Providencia.
Con esta visión del pasado y del presente, con este presagio del futuro, enviamos nuestra bendición a la insigne y querida Iglesia tridentina, que a vosotros, aquí presentes, os impartimos de corazón para que la llevéis a vuestra tierra.
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(Palabras del Papa a los peregrinos de lengua alemana)
Un cariñoso saludo para los peregrinos de habla alemana de la archidiócesis de Trento. Habéis venido aquí para conocer al sucesor de San Pedro. El Señor mismo lo llamó “Hombre de Piedra”. Piedra significa fundamento y fortaleza. Donde está Pedro, está al mismo tiempo la Iglesia. Así, vuestra visita, será al mismo tiempo una visita a la Iglesia, cuyo fundamento, cuya fuerza y apoyo es Pedro.
Vosotros pertenecéis a esta Iglesia. Pertenecéis a ella con orgullo y con profunda fidelidad. Y tratáis de vivir completamente de acuerdo con vuestra fe. Por ello, la Iglesia os regala con gracias sobrenaturales, que enriquecerán vuestras almas y que os proporcionarán una profunda paz interior y con ella, una auténtica alegría.
De esta riqueza vivieron vuestros padres y regalaron a la Iglesia sacerdotes y gentes de orden, que eran hijos suyos. Llenos de reconocimiento, recordamos a los numerosos misioneros que salieron de vuestras filas. Permaneced fieles a esta actitud auténticamente católica; cada uno de vosotros es responsable de que siga habiendo nuevos sacerdotes, dispensadores de la gracia de Cristo, de que el pueblo católico siga siendo rico en gracia y vida sobrenatural. Pero esto solamente será posible si os amáis los unos a los otros. San Pablo nos dijo: “No sed deudores nunca unos de otros, a no ser deudores de amor. Pues quien ama al otro, ha cumplido la ley” (Rm 13. 8). Allí donde el amor de Cristo inspira a los hombres, podéis estar seguros, queridos hijos e hijas, de que se tratan unos a otros con ternura y paciencia y que se soportan con amor (Ef 4, 2).
Como prueba de ello y en señal de nuestros paternales buenos deseos, os impartimos, de todo corazón, a vosotros y a los personas que os son queridas, la bendición apostólica.
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(Saludo a los hombres de la Acción Católica de Milán y a otros fieles)
Están presentes en el rito sagrado otros grupos de peregrinos y de fieles; a todos manifestamos nuestro afectuoso saludo, que hoy se expresa con un augurio de sincera e íntima alegría cristiana. Sugiere este augurio no sólo la afortunada ocasión de que nos encontremos con todos vosotros ante el Señor, sino también las palabras con que se abre esta misa de la Dominica IV de Cuaresma: “¡Laetare!” ¡Alegraos! La Iglesia ofrece y promete hoy su alegría a cuantos siguen su austero y empinado camino espiritual en la Cuaresma, como para dar seguridad a nuestros pasos, tan fácilmente cansados e inciertos, en la práctica animosa de la vida cristiana. ¡Alegraos!, éste es también el augurio que Nos presentamos a quienes asisten y participan en la celebración de este santo sacrificio; deseamos a todos que puedan experimentar no solamente las dificultades inherentes al seguimiento de Cristo, sino también la alegría del espíritu, premio ya y promesa de la eterna felicidad, que el Señor concede a quien verdaderamente le es fiel.
Es obligado un saludo especial a los miembros del Consejo diocesano de la Unión de Hombres de Acción Católica de Milán, que sabemos están presentes y que han venido para confirmarnos su devoción y su buena voluntad, que tan bien conocemos por las pruebas que nos han ofrecido en los años de nuestro ministerio pastoral en la archidiócesis ambrosiana. Aceptamos gustoso este nuevo testimonio de filial fidelidad y confortamos con nuestros votos sus propósitos de intensa y sabia actividad por la causa católica, suplicándoles al mismo tiempo que lleven a todos los miembros de su Unión y a sus esforzados consiliarios el testimonio de nuestro recuerdo y de nuestro vivo afecto.
A todos, al final de la santa misa, daremos de corazón nuestra bendición apostólica.
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