SOLEMNIDAD DE LA MADRE DE DIOS
XI JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
HOMILÍA DE SU SANTIDAD PABLO VI
EN LA MISA DE LA PAZ
Basílica de Santa María la Mayor*
Domingo 1 de enero de 1978
Convocados por la fe en esta basílica —erigida por nuestro predecesor Sixto III pocos años después del Concilio de Efeso que había proclamado solemnemente en el año 431 a María la Theotokos, es decir, Madre de Dios—, unamos en esta celebración la alabanza por los altísimos privilegios concedidos por Dios a la Virgen Madre, juntamente con la reflexión sobre las exigencias cristianas de la paz en el mundo.
En este espléndido templo, expresión singular de la ferviente devoción mariana del pueblo romano, historia y arte se han fundido admirablemente a través de los siglos; este templo, con su belleza clásica y su atractivo misterioso, nos lleva a pensamientos de alegría serena; en los mosaicos, tan antiguos, refulgen las diversas etapas de la historia de la salvación; en lo alto del ábside resplandece la escena sublime de la "Coronación de María", obra de Jacopo Torriti; y junto a los recuerdos de la gruta del Pesebre, los Magos adoran al Verbo encarnado, en la composición escultórica de Arnolfo di Cambio.
Hemos querido celebrar la "Jornada de la Paz" precisamente en este marco estupendo, creado por la piedad de nuestros antepasados; y desde aquí nos proponemos dirigir una vez más a toda la humanidad las palabras suaves y solemnes de la paz.
La Jornada de la Paz no hace referencia a la paz de un día, de un día solo. Al celebrarla en la primera jornada del año civil, aporta siempre algo al año que comienza: una celebración conjunta que es augurio y promesa al comienzo del calendario; pero presenta también un tema que hemos propuesto nosotros y que resulta ocasión y fuente de convergencia de intenciones con dimensiones universales. Convergencia en la oración, para todos los católicos y para todos los cristianos que quieran unirse a la Jornada; convergencia en el estudio y la reflexión, para los responsables de la guía colectiva de la sociedad y para todos los hombres de buena voluntad; convergencia en una acción conjunta, un testimonio presentado así al mundo a través del esfuerzo solidario para defender a todos los habitantes de nuestro planeta, tan gravemente amenazados en nuestros días por "el carácter absurdo de la guerra moderna", según hemos subrayado en nuestro reciente Mensaje, y para construir la paz cuya necesidad perentoria la conciencia de la humanidad siente cada vez más.
Cada uno de los temas de las diferentes "Jornadas de la Paz" completa a los precedentes, al igual que una piedra se añade a las otras para construir una casa: esta casa de la paz, que se funda —como decía nuestro venerado predecesor Juan XXIII— sobre cuatro pilares, "la verdad, la justicia, la solidaridad operante y la libertad" (cf. Pacem in terris, 47).
Pero el pensamiento dominante de esta celebración nuestra se presenta espontáneamente en el binomio "María y la paz". ¿Acaso no hay relación entre la Maternidad divina de María y la paz que celebramos el mismo día de su fiesta, una relación que no es accidental, sino que extrae su realidad y fruto de todo el patrimonio dogmático, patrístico, teológico y místico de la Iglesia de Cristo? ¿No es verdad que existe una razón histórica que se añade a éstas y nos reúne hoy con vosotros, carísimos hijas e hijos, romanos de nacimiento o de adopción? En efecto, ¿no venís esta mañana a continuar y confirmar con vuestra presencia la práctica profundamente religiosa y filial de vuestros antepasados, diocesanos de esta Iglesia de Roma, que antes de que esa fecha señalase en Occidente el comienzo del año civil eligió ya la octava de Navidad para rendir homenaje especial a la Madre de Dios? Y en torno a vosotros, ¿no está reunida místicamente toda la Iglesia, todo el Pueblo de Dios en esta Patriarcal Basílica, para celebrar a un tiempo la Maternidad de María y la paz, esa paz que su Hijo Jesucristo vino a traer al mundo?
Pero no es preciso ir muy lejos en nuestra reflexión. Si hay correlación entre la maternidad divina de María y la paz, ¿qué relación hay entre esta maternidad y la repulsa de la violencia que figura en el tema elegido para la jornada de este año de 1978? Sí, existe relación. Los estudios teológicos y exegéticos acerca de este argumento se multiplican, lo subrayan cada vez más en la perspectiva que les es propia, y añaden a sus conclusiones la opinión espontánea del pueblo.
Sea que se contemple la violencia —como lo hemos hecho en nuestro reciente Mensaje para esta Jornada— bajo el aspecto colectivo internacional, es decir, bajo el de la guerra moderna que amenaza con su "suprema irracionalidad", con su "carácter absurdo", y con las tristes hipótesis de una guerra espacial; sea que se la considere bajo los aspectos múltiples de la violencia pasional de la delincuencia creciente, o de la violencia civil erigida en sistema, se plantea una pregunta fundamental: ¿cuáles son las causas de tales comportamientos o de las ideas y sentimientos que los inspiran? Repetidas veces hemos recordado estas causas en nuestros Mensajes precedentes, particularmente en los que tratan sobre el desarme y la defensa de la vida. Esta mañana sólo recordaremos una: la sacudida provocada en la sociedad por condiciones de vida deshumanizadoras (cf. Gaudium et spes, 27).
Tales condiciones de vida provocan, sobre todo en los jóvenes, frustraciones que desencadenan reacciones de violencia y agresividad contra ciertas estructuras y coyunturas de la sociedad contemporánea que quisiera reducir a los jóvenes a simples instrumentos pasivos. Pero su contestación, instintiva u organizada, se dirige no sólo a las consecuencias de estas situaciones penosas, sino también a "una sociedad rebosante de bienestar material, satisfecha y gozosa, pero privada de ideales superiores que dan sentido y valor a la vida" (Mensaje de Navidad; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 5 de enero de 1969, pág. 2). En una palabra, una sociedad desacralizada; una sociedad sin alma, una sociedad sin amor.
De hecho, ¿quiénes son frecuentemente estos violentos cuyas acciones, provocando temor u horror, hacen necesario el deber de proteger nuestra convivencia humana? Muy a menudo, con demasiada frecuencia, los que llevan a cabo esas acciones intolerables son personas olvidadas, marginadas, despreciadas, personas que no son amadas o, al menos, no se sienten amadas. Ávidas más de tener que de ser; testigos y con frecuencia víctimas de la injusticia de los más fuertes o, en algunos casos bien conocidos, de la "violencia estructural de algunos regímenes políticos"; ¿cómo pueden no sentirse "hijos pródigos" en esta sociedad anónima que los ha engendrado y, luego, con frecuencia abandonado, sin baremo fijo de valores, y en resumen, sin brújula ni estrella, sin la estrella de Navidad?
En el secreto de su corazón estos "huérfanos", ¿acaso no aspiran desde los fondos de esta sociedad madrastra a una sociedad materna y, en fin, a la maternidad religiosa de la Madre universal, a la maternidad de María?
Las palabras de Cristo en la cruz, "Mujer, he ahí a tu hijo" (Jn 19, 26-27), ¿no es verdad que iban dirigidas a ellos a través de San Juan: "Madre, he ahí a tus hijos"? ¿Y acaso no era para ellos la frase del Señor moribundo cuando decía: "Hijos, he ahí a vuestra madre", una madre que os ama, una madre a la que amar, una madre situada en el vértice de una sociedad del amor? Es decir, Madre de Dios y del Redentor (Lumen gentium, 53), del nuevo Adán en el que y por el que todos los hombres son hermanos (cf. Rom 8, 29), María, nueva Eva (cf. Lumen gentium, 63), se transforma de este modo en la madre de todos los vivientes (cf. ib., 56), nuestra madre amantísima (ib., 53). Miembro eminente y plenamente singular de la Iglesia (ib., 53), es tipo de la misma (ib., 63); es imagen y principio de la Iglesia que habrá de tener su cumplimiento en la vida futura (ib., 68).
Aquí se nos presenta una nueva visión que es el reflejo de la Virgen en la Iglesia, como dice San Agustín: María "figuram in se sasnctae Ecclesiae demonstrat: María refleja en sí la figura misma de la Iglesia" (De Symbolo, CI; PL 661; H. de Lubac, Méditations sur l'Eglise, pág. 245).
Madre de Cristo Rey, Príncipe de la Paz (Is 9, 6). María se transforma por esto mismo en Reina y Madre de la paz. El Concilio Vaticano II, al enumerar los títulos de María, jamás la separa de la Iglesia.
Así la Iglesia, toda la Iglesia, a ejemplo de María debe vivir también ella cada vez con mayor intensidad la propia maternidad universa (cf. Lumen gentium, 64), respecto de toda la familia humana actualmente deshumanizada porque está desacralizada.
"Madre y Maestra", la Iglesia de Cristo no pretende construir la paz del mundo sin El o suplantándolo; sino que proclamando el reino de Dios en todas las naciones se propone al mismo tiempo "descubrir al hombre el sentido de la propia existencia", sabiendo que "el que sigue a Cristo, Hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre" (Gaudium et spes, 41).
Y volviendo con el pensamiento a María Reina de la Paz, nos complacemos en recordar que nuestro venerado predecesor el Papa Benedicto XV quiso exaltar este título debido a la Virgen María haciendo esculpir un monumento en su honor en esta misma basílica, al finalizar la primera guerra mundial.
Nadie piense que la paz, de la que María es portadora, se pueda confundir con la debilidad o la insensibilidad de los tímidos o de los viles; recordemos el himno más bello de la liturgia mariana, el Magnificat, en el que la voz sonora y valiente de María resuena para dar fortaleza y valor a los promotores de la paz: "Desplegó el poder de su brazo y dispersó a los que se engríen con los pensamientos de su corazón. Derribó a los potentados de sus tronos y ensalzó a los humildes" (Lc 51-52).
Nos proponemos confiar a María la causa de la paz en todo el mundo, y en particular en la querida nación del Líbano, ejemplo de país arrollado por la espiral de la violencia no tanto por causas suyas internas cuanto por el reflejo de las situaciones de esa región que no han encontrado todavía soluciones justas; es decir que, en realidad, ha sido víctima de dichas situaciones. En esta Jornada de la Paz. exhortamos, pues, a los aquí presentes y a todos los fieles a orar por el Líbano a la Virgen Notre Dame du Liban, para que acelere la reconciliación de sus hijos y el resurgir espiritual y moral, además del material, de la nación.
Que en las esperanzas de paz que comienzan a vislumbrarse en Oriente Medio, la reconciliación de los distintos grupos libaneses y la convivencia serena de la población lleguen a ser factor de reconciliación y de repulsa de la violencia para todos los pueblos de la región.
Al concluir estas reflexiones nuestras, queremos dirigir una llamada apremiante a todos nuestros hijos y a cada uno particularmente.
Procure cada cual aportar su contribución práctica, generosa y auténtica a la paz del mundo, eliminando del corazón en primer lugar toda forma de violencia, todo sentimiento de avasallamiento del hermano. Actuando así os encontraréis ya en el sendero de la paz universal que se funda en la paz efectiva de cada uno.
Si queréis conseguir que la paz reine en todo el mundo, hacedla reinar primero en vuestro corazón, en vuestra familia, en vuestra casa, en vuestro barrio, en vuestra ciudad, en vuestra región, en vuestra nación:
De este modo los demás sentirán incluso el encanto y el gozo de poder vivir en serenidad y de esforzarse para que este inmenso bien sea aspiración, exigencia y patrimonio de todos.
Esto lo queremos decir en particular a vosotros, jóvenes, y a vosotros, muchachos, presentes hoy muy numerosos en esta basílica.
Hemos querido terminar nuestro reciente Mensaje para la jornada de la Paz dirigiéndonos en especial a los jóvenes y a los muchachos de todo el mundo. porque vosotros tenéis esa extraordinaria capacidad de apertura y esa gozosa disponibilidad que por desgracia a veces los adultos han olvidado o perdido.
También vosotros, jóvenes y muchachos, tenéis una palabra que decir y hacer oír a los mayores, una palabra juvenil, nueva, original.
Comunicad esta palabra de paz, este "no a la violencia" con energía, con fuerza, con la fuerza de vuestro corazón puro, de vuestros oros límpidos, de vuestra alegría de vivir, pero de vivir en un mundo en el que "se darán el abrazo la justicia y la paz" (Sal 84, 11).
En vuestros ideales y en vuestro comportamiento dad siempre la prioridad al amor, es decir, a la comprensión, a la benevolencia, a la solidaridad con los otros.
Reforzad vuestra convicción de paz en la oración personal y comunitaria: en el dialogo y la meditación en los que os esforzáis por conocer cada vez más profundamente a Cristo y por comprender su mensaje con todas sus exigencias: en los sacramentos, y sobre todo en el sacramento de la Eucaristía, en el que el mismo Cristo os da la fe, la esperanza y, ante todo, la caridad; en fin, reforzadla en la devoción filial a la Virgen María.
Si vuestra convicción es sólida y firme. en todas las manifestaciones de vuestra juventud seréis testimonios de la paz y el amor de Cristo que está: en vosotros.
Jóvenes y muchachos, lleváis en vosotros el porvenir del mundo y de la historia. Este mundo será mejor, más fraterno, más justo, si ya desde ahora toda vuestra vida está abierta a la gracia de Cristo, a los ideales de amor y de paz que os enseña el Evangelio.
María, Reina de la Paz, Salus Populi Romani, interceda por estas intenciones.
* (Antes de leer en italiano la homilía, cuyo texto hemos reproducido íntegro, traducido al español, el Papa pronunció espontáneamente unas palabras)
Nos sea permitido dirigir nuestro saludo al clero de esta basílica, a los dos cardenales, a las autoridades civiles y a los ciudadanos presentes. Nos alegra que esta circunstancia nos ofrezca la posibilidad de manifestar desde aquí nuestros deseos de paz para el mundo. Que nuestra plegaria pueda traspasar los límites de esta basílica y extenderse a toda la ciudad de Roma, a Italia y a todo el orbe, en un único y unánime pensamiento de paz, de concordia, y, Dios lo quiera, de prosperidad".
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