CARTA DE SU SANTIDAD PABLO VI,
FIRMADA POR EL CARDENAL VILLOT,
AL PRESIDENTE DE LA X ASAMBLEA GENERAL
DE LA ORGANIZACIÓN INTERNACIONAL DE EDUCACIÓN CATÓLICA
Viernes 13 de enero de 1978
Señor Presidente:
Con ánimo grato ha tenido noticia el Santo Padre de que está para celebrarse en Bogotá la X Asamblea General de la Organización Internacional de Educación Católica. En tan particular circunstancia, cumplo gustoso el encargo de transmitir, de su parte, a todos los asambleístas, las expresiones de su paterno y afectuoso saludo en el Señor.
Es de notar en primer lugar la pertinente elección del tema de estudio: «Educación a la paz, a la justicia y a las nuevas relaciones internacionales». Efectivamente a nadie se le oculta la creciente dimensión de las relaciones en el mundo de hoy, tanto más indispensables cuanto más se siente la necesidad de colaboración entre las naciones y se adquiere mayor conciencia de los problemas planteados por la urgencia de buscar la paz y la justicia tanto en las relaciones individuales como internacionales.
Su Santidad desea congratularse vivamente por el empeño con que el Secretario general y los miembros de OIEC han preparado esta reunión, mirando no precisamente a conseguir una solución técnica de los problemas, sino a perfeccionar y completar la educación de los jóvenes en un campo concreto, para que sean capaces de empeñarse a trabajar por la justicia, a promover la paz y construir con generosidad y amor una sociedad más en conformidad con el plan divino.
En el reciente Mensaje para la XI Jornada Mundial de la Paz, el Santo Padre ha puesto de relieve el rol dinámico confiado a los jóvenes en lo que se refiere a la paz y ha dicho entre otras cosas: «Pensamos que vosotros, jóvenes, cuando seáis hombres deberéis cambiar el modo de pensar y de actuar del mundo de hoy... Vosotros, jóvenes de los nuevos tiempos, debéis acostumbraros a amar a todos, a dar a la sociedad el aspecto de una comunidad más buena, más honesta, más solidaria».
Esta vuestra reunión a nivel mundial de las instituciones escolares católicas, sobre las cuales pesa, en unión con las familias y las autoridades eclesiásticas, la responsabilidad de la educación cristiana de millones de alumnos en un centenar de países, puede dar una preciosa contribución a este esfuerzo solidario, tan laudable, que se registra en la humanidad contemporánea, y también a la obra de la Iglesia, particularmente del Santo Padre, en favor de la educación de los hombres a la justicia, a la paz y las nuevas relaciones internacionales. No contentos con las fructuosas experiencias llevadas a cabo en las escuelas católicas por el progreso social, os aprestáis ahora a examinar la posibilidad de un ulterior desarrollo de tales iniciativas, echando así las bases para preparar generaciones más conscientes del propio rol frente a la humanidad entera y más deseosas de vivir y actuar en conformidad con la propia responsabilidad.
Esta formación específica orientada hacia el objetivo común de la paz, adquiere ya un dinamismo relevante en la misma escuela católica con la transmisión de la visión cristiana del mundo. En efecto, la enseñanza de la Sagrada Escritura recuerda la pertenencia de todos los hombres a una única familia, de la que Dios es Padre, y afirma la igualdad fundamental de todos, la vocación común dentro del plan universal de la salvación, la prioridad del mandamiento del amor, signo de autenticidad en la vida cristiana. La Iglesia por su parte, aun en medio de la diversidad de situaciones sociales y de lenguajes culturales de las distintas épocas, no ha cesado de afirmar a lo largo de los siglos esta dignidad de todo ser humano, como lo sigue haciendo actualmente.
Según declaración de la Sagrada Congregación para la Educación Católica en su reciente documento sobre la Escuela Católica, ésta, ofreciendo a los jóvenes la específica concepción cristiana del hombre y del mundo, los prepara y les da una ,razón para participar activamente en la construcción de una sociedad fundada sobre el respeto reciproco de las personas y de las culturas, la corresponsabilidad en el servicio por la dignidad y el fin del hombre. Si pues en este sentido tiene suma importancia la función de la escuela católica, cuya desaparición comportaría una pérdida irreparable para la civilización, no es menos esencial el que los educadores vean la necesidad de inspirarse en la doctrina de la Escritura y la Tradición, particularmente en los más recientes documentos del Magisterio eclesiástico en materia social, para no dar una visión puramente terrena o lo que sería peor desviada de la realidad y de la historia humana, o también para no dejarse arrastrar por la fluctuación de las opiniones.
Esta visión cristiana del mundo va unida a un adecuado conocimiento de las situaciones en que vive el hombre de hoy. Será por tanto necesario estar atentos a los estudios e investigaciones que, llevados a cabo por privados o por organizaciones, sobre todo las internacionales, presenten objetivamente las condiciones económicas, sociales y culturales que determinan los resultados positivos de la sociedad actual, así como las deficiencias y las posibilidades de perfeccionamiento.
De este modo los jóvenes podrán darse cuenta del rol que pueden tener en orden al bienestar de la humanidad; comenzando desde hoy a asumir las propias obligaciones sociales y a conformar su vida a las convicciones aprendidas en la doctrina cristiana, sostenidos y guiados siempre por las razones de vida y de esperanza que, basándose en la fe, saben reconocer la mano de Dios y su amor en medio de las vicisitudes de la vida terrena.
Una educación así concebida se convertirá a su vez no sólo en aprendizaje intelectual, sino también en formación pedagógica de personalidades fuertes que serán artífices de una nueva humanidad. El proyecto educativo de la escuela católica hará vivir ya a los jóvenes las virtudes humanas y cristianas en las relaciones interpersonales que encuentran en su misma vida escolar, en la familia y en las relaciones con los demás jóvenes y con los adultos. Será incumbencia del educador sostener a los jóvenes en este empeño, en las dificultades que se encuentran desde las primeras experiencias y presentar las múltiples exigencias de la convivencia humana así como los aspectos sociales incluso de cuestiones que parecerían tener un carácter más bien individual.
La escuela católica tratará pues de ser cada vez más, aun en su aspecto institucional, una contribución a la paz y a la justicia, a través de una adecuada organización interna, a los diversos niveles, con respeto de los derechos de cada miembro de la comunidad educativa y empeñándose para que todos tengan la posibilidad de contribuir a la obra común De este modo la escuela católica seguirá dando, a través de la contribución específica de la educación cristiana, su colaboración con las familias y las demás instituciones escolares, en la participación activa en la vida de la comunidad local, nacional e internacional, tomando parte oportunamente incluso en las actividades sociales extraescolares. Con el fin de favorecer esta participación de los jóvenes en la vida social, será útil que los educadores católicos estén atentos sobre todo a las actividades promovidas por la Iglesia, como por ejemplo la Jornada Mundial de la Paz, las obras sociales y las diversas asociaciones del laicado, sin cerrarse frente a iniciativas promovidas por otros movimientos y organizaciones.
En esta señalada circunstancia, el Santo Padre desea renovar la expresión de su profundo aprecio para con la escuela católica por la valiosa contribución que ella viene prestando, también en este concreto campo educativo, aun en medio de no pocas dificultades y con notable sacrificio de los responsables. Desea asimismo alentar la adhesión y colaboración dentro del OIEC, el cual por su misma dimensión internacional favorece una más amplia apertura de cada movimiento particular.
Con estos votos y esperanzas Su Santidad formula los mejores votos por el éxito de la Asamblea e imparte a todos los participantes, en prenda de la asistencia divina, la bendición apostólica.
Me valgo de la oportunidad para renovarle el testimonio de mi devota estima en Cristo.
Cardenal Jean VILLOT
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