MENSAJE DE SU SANTIDAD
PABLO VI
PARA LA CELEBRACIÓN
DE LA V JORNADA DE LA PAZ
Sábado 1 de enero de 1972
SI QUIERES LA PAZ TRABAJA POR LA JUSTICIA
¡Hombres de pensamiento
y Hombres de acción!
¡Hombres todos que vivís en el año 1972!
¡Aceptad una vez más
nuestra invitación a celebrar
la Jornada de la Paz!
Nos continuamos nuestra reflexión sobre la Paz, porque tenemos un concepto-vértice de ella, el de ser bien esencial y fundamental de la humanidad en este mundo; es decir, el de la civilización, del progreso, del orden, de la fraternidad.
Nos pensamos que la idea de la Paz es y debe seguir siendo dominante en el acontecer humano, y que precisamente sea más apremiante, cuando y donde se vea impugnada por ideas o hechos contrarios. Es una idea necesaria, es una idea imperativa, es una idea inspiradora. Ella polariza las aspiraciones humanas, los esfuerzos, las esperanzas. Tiene razón de fin y, como tal, es base y meta de nuestra actividad, tanto individual como colectiva.
Por eso pensamos que es sumamente importante tener una idea exacta de la Paz, despojándola de las seudoconcepciones, que muy a menudo la revisten, deformándola y alterándola. Lo diremos en primer lugar a los jóvenes: la paz no es un estado de estancamiento de la vida, la cual encontraría en ella, al mismo tiempo, su perfección y su muerte: la vida es movimiento, es crecimiento, es trabajo, es esfuerzo, es conquista... ¿lo es también la Paz? Sí, por la misma razón de que ella coincide con el bien Supremo del hombre peregrino en el tiempo, y este bien jamás es conquistado totalmente, si no que está siempre en trance de nueva e inagotable posesión: la Paz es, por lo tanto, la idea central y motora de la fogosidad más activa.
Pero esto no quiere decir que la Paz coincida con la fuerza. Esto lo decimos especialmente a los hombres con responsabilidades, porque ellos, que tienen el interés y el deber de mantener una normalidad de relaciones entre los miembros de un determinado grupo —familia, escuela, empresa, comunidad, clase social, ciudad, Estado— se ven constantemente tentados a imponer por la fuerza tal normalidad de relaciones, que asume la figura de la Paz. En ese caso la ambigüedad de la convivencia humana se convierte en el tormento y en la corrupción de los espíritus humanos: se convierte en impostura vivida la atmósfera resultante unas veces de una victoria sin gloria, otras de un despotismo irracional, de una represión oprimente e incluso de un equilibrio de fuerzas en continuo contraste, y normalmente en crecimiento a la espera de una explosión violenta, que demuestra, con ruinas de toda clase, cuán falsa sería la Paz impuesta con la sola superioridad del poder y de la fuerza.
La paz no es una insidia (cf. Job. 15, 21). La paz no es un engaño sistemático (cf. Jer. 6, 14). Mucho menos es una tiranía totalitaria y despiadada, y de ninguna manera violencia; pero al menos la violencia no osa apropiarse el nombre augusto de Paz.
Es difícil, pero es también indispensable, formarse el concepto auténtico de la Paz. Difícil para quien cierra los ojos a esa primera intuición que nos dice que la Paz es una cosa profundamente humana. Este es el mejor camino para llegar al descubrimiento genuino de la Paz: si nos ponemos a buscar dónde nace verdaderamente, nos damos cuenta de que ella hunde sus raíces en el auténtico sentido del hombre. Una Paz que no sea resultado del verdadero respeto del hombre, no es verdadera Paz. Y ¿cómo llamamos a este sentido verdadero del hombre? Lo llamamos Justicia.
Y la Justicia, ¿no es ella misma una diosa inmóvil? Sí, lo es en sus expresiones, que llamamos derechos y deberes y que codificamos en nuestros nobles códigos, es decir, en las leyes y en los pactos, que producen esa estabilidad de relaciones sociales, culturales, económicas, que no es lícito quebrantar: es el orden, es la Paz. Pero si la Justicia, es decir, todo lo que es y lo que debe ser, hiciese germinar otras expresiones mejores que las vigentes, ¿qué ocurriría?
Antes de responder, preguntémonos si esta hipótesis, a saber, la de un desarrollo de la conciencia de la Justicia, es admisible, es probable, es deseable.
Sí. Este es el hecho que caracteriza el mundo moderno y lo distingue del antiguo. Hoy va progresando la conciencia de la Justicia. Nadie, así lo creemos, contesta este fenómeno. No podemos detenernos ahora en hacer un análisis de él; pero sabemos todos que hoy, gracias a la difusión de la cultura, el hombre, todo hombre, tiene una conciencia nueva de sí mismo. Todo hombre sabe hoy que es Persona y se siente Persona: es decir, un ser inviolable, igual a sus semejantes, libre y responsable; digámoslo también, un ser sagrado.
Y así, un conocimiento diverso y mejor, es decir, más pleno y exigente, de la sístole y de la diástole de su personalidad, esto es, de su doble movimiento moral de derecho y deber, llena la conciencia del hombre, y una Justicia no ya estática sino dinámica le brota del corazón. No es éste un fenómeno simplemente individual, ni únicamente reservado a grupos escogidos y reducidos; es ya un fenómeno colectivo, universal; los Países «en vía de desarrollo» lo gritan en alta voz; es voz de Pueblos, voz de la humanidad; ella está reclamando una nueva expresión de la Justicia, un nuevo fundamento para la Paz.
¿Por qué, convencidos como estamos de este clamor irreprimible, nos retrasamos tanto en dar a la Paz una base que no sea la de la Justicia?
Como ha puesto de relieve la reciente Asamblea del Sínodo de los Obispos, ¿no queda por instaurar todavía una justicia más grande tanto en el seno de las comunidades nacionales, como en el plano internacional?
¿Es justo, por ejemplo, que haya pueblos enteros a los que no les está consentida la libre y normal expresión del más susceptible derecho del espíritu humano, el religioso? ¿Qué autoridad, qué ideología, qué interés histórico o civil puede permitirse el reprimir o el sofocar el sentimiento religioso en su legítima y humana (no digamos supersticiosa, ni fanática, ni turbulenta) expresión? Y ¿qué nombre daremos a la Paz que se pretendería imponer conculcando esta Justicia fundamental?
Y donde otras formas indiscutibles de Justicia —nacional, social, cultural; económica...— fueran ofendidas u oprimidas ¿podremos estar seguros de que sea verdadera Paz la que resulta de semejante proceso despótico? ¿Podemos estar seguros de que será estable, y si es estable, de que sea justa y humana?
¿No forma parte de la Justicia el deber de poner a todos los países en condiciones de promover su propio desarrollo dentro del marco de una cooperación inmune de cualquier intención o cálculo de dominio, tanto económico como político?
El problema resulta extremamente grave y complejo; y no toca a Nos exacerbarlo ni resolverlo prácticamente. No es competencia de quien habla desde esta sede.
Pero precisamente desde esta sede, nuestra invitación a celebrar la Paz resuena como una invitación a practicar la Justicia. Opus justitiae pax (cf. Is. 32, 17). Lo repetimos hoy con una fórmula más incisiva y dinámica: «si quieres la Paz, trabaja por la Justicia».
Es una invitación que no ignora las dificultades para practicar la Justicia: definirla ante todo y actuarla después, nunca sin algún sacrificio del propio prestigio y del propio interés. Quizá hace falta mayor magnanimidad para rendirse a las razones de la Justicia y de la Paz que no para luchar e imponer el propio derecho, auténtico o presunto, al adversario.
Y Nos tenemos tanta confianza, en que los ideales conjuntos de la Justicia y de la Paz llegarán por su propia virtud a engendrar en el hombre moderno las energías morales para que los actúen, que esperamos en su gradual victoria. Más aún, confiamos también cada vez más en que el hombre moderno tenga ya por sí mismo la comprensión de los caminos de la Paz, hasta el punto de hacerse a sí mismo promotor de aquella Justicia que abre esos caminos y los hace recorrer con valiente y profética esperanza.
He aquí por qué nos atrevemos, una vez más, a lanzar nuestra invitación a celebrar la Jornada de la Paz; y este año 1972 bajo el signo austero y sereno de la Justicia, es decir, con el anhelo de dar vida a realizaciones que sean expresiones convergentes de sincera voluntad de Justicia y de sincera voluntad de Paz.
* * *
Encomendamos esta nuestra invitación a los Hermanos e Hijos de nuestra Iglesia católica: es necesario llevar a los hombres de hoy un mensaje de esperanza, a través de una fraternidad vivida y de un esfuerzo honesto y perseverante para una más grande, real, Justicia. Nuestra invitación se conecta lógicamente con la palabras que el reciente Sínodo de los Obispos ha proclamado sobre la «Justicia en el mundo»; y se fortalece con la certeza de que «El, Cristo, es nuestra Paz» (cf. Ef 2, 14).
8 de diciembre de 1971.
PAULUS PP. VI
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