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 MENSAJE DEL SANTO PADRE PABLO VI
CON OCASIÓN DEL XXV ANIVERSARIO
DE LA ORGANIZACIÓN DE LAS NACIONES UNIDAS*

 

Con motivo de la celebración del veinticinco aniversario de existencia de la Organización de las Naciones Unidas, Nos complacemos en manifestar, a través de tan alto intermediario, junto con Nuestros votos llenos de esperanza, el testimonio de Nuestra simpatía y adhesión a su vocación universal. De nuevo queremos hoy repetir lo que Nos tuvimos el honor de proclamar el 4 de octubre de 1965 en la tribuna de vuestra Asamblea: «Esta Organización representa el camino obligado de la civilización moderna y de la paz mundial» [1].

Tal conmemoración, ¿no es la ocasión propicia para hacer un balance y reflexionar sobre los resultados que ha podido conseguirse en el curso de este primer cuarto de siglo? Si las promesas y esperanzas que había suscitado el nacimiento de vuestra institución no han podido ser totalmente colmadas, al menos Nos debemos reconocer que en el seno de la Organización de las Naciones Unidas, es donde se elabora con más seguridad el deseo de los gobernantes y de los pueblos de colaborar eficazmente en la construcción de su fraterna unidad. Además ¿dónde mejor podrían encontrar unos y otros un puente de unión, una mesa para reunirse, una tribuna para defender la causa de la justicia y de la paz? Aunque los focos de violencia siguen latentes, brotando aquí y allá en nuevos puntos candentes, la conciencia de la humanidad no deja de afirmarse, cada vez con más fuerza, en ese forum privilegiado donde por encima de los antagonismos y las diferencias, los hombres encuentran esa parte inalienable de ellos mismos que les une a todos: lo humano en el hombre.

¿No es cierto que para asegurar cada vez mejor el mutuo respeto vuestra Asamblea se ha preocupado por establecer en documentos apropiados, pactos o declaraciones, las condiciones de dignidad, libertad y seguridad que deberían ser garantizadas por todos, por todas partes y para todos?[2]. Más que nunca en esta hora atormentada de su historia los pueblos sienten vivamente la distancia que media entre estas generosas resoluciones y su realización eficiente. Ante tantas situaciones inextricables de intereses contradictorios, de prejuicios tenaces, ante el encadenamiento trágico de los conflictos, el desánimo acecha a los mejores que ven derrumbarse la esperanza de una pacifica coexistencia entre fuerzas obstinadamente hostiles. Tengamos la valentía de decirlo: la paz será efímera mientras un nuevo espíritu no impulse á una verdadera reconciliación entre los hombres, los grupos sociales y los pueblos. Esta es la razón por la que hay que esforzarse, incansablemente, para sustituir las relaciones de fuerza por relaciones de comprensión profunda, de respeto mutuo, de colaboración creadora.

Hace más de veinticinco años que vuestra Asamblea proclamó la carta de los derechos del hombre que a nuestros ojos continúa siendo uno de sus mayores sellos de gloria. Exigir para todos sin acepción de raza, de edad, de sexo, de religión, el respeto de la dignidad humana y las condiciones necesarias para su ejercicio, ¿no es traducir a plena voz la aspiración unánime de los corazones y el testimonio universal de las conciencias? Ninguna violación de hecho podrá disminuir el reconocimiento de este derecho inalienable. Pero en las situaciones de opresión prolongada, tan contrarias a las exigencias así proclamadas, ¿quién evitará que los humillados cedan a la tentación de lo que les parece la solución de la desesperación?

A pesar de los inevitables fracasos y de tantas trabas impuestas por su misma complejidad a un organismo tan vasto, el honor de vuestra Asamblea debe consistir en prestar su voz a los que no tienen medio de hacerse oír, de denunciar –sin preocupación de ideologías– toda opresión, venga de donde viniere, y de obrar de tal modo que los gritos de angustia sean percibidos, las justas reclamaciones tomadas en consideración, los débiles protegidos contra la violencia de los fuertes, y la llama de la esperanza sea así mantenida en el seno de la humanidad más humillada[3]. Al corazón de cada hombre « ya que el verdadero peligro reside en el hombre»[4] hay que repetir incansablemente: «¿Qué has hecho de tu hermano?»[5], ese hermano que para tantos creyentes del mundo entero está marcado con el sello indeleble del Dios vivo, Padre de todos los hombres[6].

Para los pueblos como para los hombres, hablar de derechos es también enunciar deberes. Nos os lo dijimos hace ya cinco años: vuestra vocación es de un conocimiento mutuo, de un caminar los unos con los otros, de rechazar que unos dominen a otros, de obrar de tal manera que jamás unos luchen contra otros, sino que todos trabajen por un bien común. Vasta empresa, bien digna de aunar todas las buenas voluntades en una inmensa e irresistible cooperación para ese desarrollo integral del hombre y ese desarrollo solidario de la humanidad, al que hemos osado invitarles en nombre de un «humanismo pleno», en nuestra encíclica Populorum progressio [7].

En los albores del segundo decenio del desarrollo ¿quién sabrá mejor que la ONU y sus agencias especializadas poner de relieve el desafío lanzado a toda la humanidad? Se trata de actuar de tal modo que los pueblos, aun conservando su identidad y manera de vivir original, se concierten, al menos sobre los medios que hay que tomar para asegurar su común voluntad de vivir y para algunos de ellos su supervivencia. Reconozcámoslo, el bien común de los pueblos – pequeños o grandes – exige de los Estados el superar los propios intereses nacionalistas, para que los mejores proyectos no sean letra muerta, y para que las estructuras de diálogo, incluso las mejor montadas, no se desvíen en cálculos capaces de poner en peligro a la humanidad.

¿No es entregarla a un destino tenebroso y fatal quizás el que sigan siendo estériles –por los presupuestos de guerra– las más brillantes posibilidades de progreso jamás conocidas? ¿No ha llegado la hora de un despertar de la razón ante el porvenir aterrador del mundo que causan tantas energías malgastadas? «Ellos harán de sus espadas rejas de arado y de sus lanzas hoces»[8]. ¡Ojalá vuestro infatigable empeño puesto al servicio de todas las iniciativas de desarme recíproco y controlado, pueda asegurar en nuestra era industrial la realización del anuncio del antiguo profeta de los tiempos agrarios, y emplear las fuentes de energía –por este motivo disponibles– para servir al progreso científico, a la utilización de las inmensas posibilidades que ofrecen las tierras y los océanos y a la subsistencia de todos los miembros de la familia humana en perpetuo crecimiento: que nunca el trabajo de los seres vivos se utilice contra la vida sino por el contrario se encamine a alimentarla y a que sea cada vez más humana! Con imaginación, valentía y perseverancia, permitiréis así que todos los pueblos ocupen pacíficamente el lugar que les corresponde en el concierto de las naciones.

Este dinamismo nuevo que hay que impulsar requiere, es preciso decirlo, un cambio de actitud radical para «pensar de modo nuevo los caminos de la historia y los destinos del mundo»[9]. El progreso espiritual no emerge, es necesario subrayarlo, del progreso material al cual únicamente da su verdadero sentido, como efecto de su causa. Las realizaciones técnicas, por admirables que sean, no suscitan por si mismas ninguna ascensión moral. Mientras la ciencia avanza de éxito en éxito, su utilización exige cada vez más conciencia en el hombre que la pone en práctica.

El mundo moderno oscila entre el miedo y la esperanza y busca desesperadamente dar sentido a su ascensión laboriosa para convertirla en auténticamente humana, al verse acosado en sus fuerzas más vivas y jóvenes por el más grave de los interrogantes que jamás lo haya conmovido: el de su salvación.

Asimismo es de importancia capital que vuestra Organización haya reconocido entre los derechos fundamentales de la persona humana lo que nuestro venerable predecesor Juan XXIII llamaba « el derecho de honrar a Dios según la justa regla de la conciencia y de profesar su religión en la vida privada y pública»[10]: es decir, libertad religiosa de la que la Iglesia ha reafirmado todo su valor en el Concilio ecuménico[11]. Pero, por desgracia, este derecho eminentemente sagrado se encuentra impunemente pisoteado para millones de hombres víctimas inocentes de intolerables discriminaciones religiosas. También nos dirigimos confiadamente a vuestra noble Asamblea, con la esperanza de que sabrá promover, en un campo tan fundamental de la vida de los hombres, una actitud conforme a la voz irreprensible de la conciencia y proscribir comportamientos incompatibles con la dignidad del género humano.

Esto significa la esperanza que vuestra Organización encarna, para realizar esa comunidad de hombres libres que sigue siendo el ideal de la humanidad y de las energías con las que hay que contar para cumplir tal programa. Pero, según la justa observación de un gran pensador contemporáneo: «Cuanto más difícil es esta inmensa tarea, tanto más debe atraer a los hombres. Los pueblos sólo se ponen en marcha ante empresas difíciles»[12] .

Existe, en efecto, un bien común de los hombres y le pertenece a vuestra Organización por su vocación a la universalidad que es su razón de ser, el promoverlo infatigablemente. A pesar de las tensiones permanentes y las incesantes oposiciones, la unidad de la familia humana se reafirma – cada vez más – en un común rechazo de la injusticia y de la guerra, y en una misma esperanza de un mundo fraterno, en donde personas y comunidades puedan realizarse, libremente según sus posibilidades materiales, intelectuales y espirituales. Al centro de los peores conflictos surge, aún más fuerte, la aspiración hacia un mundo en el que la fuerza –la de los más poderosos sobre todo– no domine ya por el peso de su egoísmo y su ceguera, sino que sea la expresión de una responsabilidad más grande y elevada al servicio de una libre y fecunda cooperación entre todos los grupos humanos, en el respeto mutuo de sus propios valores.

¿No es la vocación de las Naciones Unidas proteger a los Estados, contra las tentaciones que los asaltan, dar consistencia a todas las buenas voluntades y ayudar a los pueblos a caminar hacia una sociedad en la que cada uno sea reconocido, respetado y sostenido en su esfuerzo de crecimiento espiritual hacia un mayor dominio de si mismo en una auténtica libertad? Sí, el trabajo del hombre y las conquistas del genio humano convergen con el designio del Dios creador y redentor, con tal que su inteligencia y corazón se levanten por encima de la ciencia y de la técnica y sepan extirpar las fuerzas disgregadoras, es decir, destructoras, siempre activas en el seno de la humanidad.

Nos renovamos también la confianza con la que vuestra Organización sabrá responder a la inmensa esperanza de una fraterna comunidad mundial donde cada uno pueda llevar una vida verdaderamente humana. También los cristianos –discípulos de Aquel que dio su vida para reunir a los hijos de Dios dispersos– impulsados por la esperanza que brota del mensaje de Cristo, entienden que es necesario trabajar con energía en esta gran obra, en colaboración con todos los hombres de corazón. ¡Que las Naciones Unidas, desde el lugar excepcional que les pertenece, puedan dedicarse decididamente a esa tarea e ir en vanguardia con confianza e intrepidez! Nos imploramos de todo corazón las bendiciones del Todopoderoso sobre este porvenir venturoso al servicio desinteresado de todos los hombres y pueblos.

Desde el Vaticano, el 4 de octubre de 1970.

PABLO VI


*L'Osservatore Romano, edición en lengua española, n.41 p.1-2.

[1] AAS, t. LVII, 1965, p. 873.

[2] Mensaje a la Conferencia de Teherán, en AAS, t. LX, 1968, p. 285.

[3] Cf. Discurso a la OIT, en AAS, t. LXI, 1969, pp. 497 y 499.

[4] Discurso a la ONU, en AAS, t. LVII, 1965, p. 885.

[5] Ge. 4, 10.

[6] Cf. Ge. 1, 26.

[7] Cf. n. 42.

[8] Is. 2, 4.

[9] Discurso a la ONU, en AAS, t. LVII, 1965, p. 884.

[10] Pacem in terris, en AAS, t. LV, 1963, p. 260.

[11] Declaración Dignitatis Humanae, n. 2.

[12] J. Maritain, Christianisme et Démocratie, Paris, éd. Hartmann, 1947, p. 71.

 



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