DISCURSO DEL SANTO PADRE PABLO VI
A LOS PARTICIPANTES EN EL CONGRESO INTERNACIONAL DE CIRUGÍA
Y EN EL CONGRESO DE LA SOCIEDAD DE CIRUGÍA CARDIOVASCULAR
Viernes 20 de septiembre de 1963
Señores:
De corazón agradecemos a todos esta visita; también es para Nos un honor el que, personas tan calificadas, sabios tan renombrados en el campo de la cirugía, vengan a vernos y a presentarnos el homenaje de su presencia y de su palabra.
Como vos mismo acabáis de decir, señor profesor, con palabras tan corteses como exactas, tenemos el placer y el honor de recibir a participantes en dos congresos de gran rango científico, es decir, al XX Congreso Internacional de Cirugía, y al Congreso de la Sociedad de Cirugía Cardiovascular. Aunque no tenemos competencia específica en la disciplina, que ocupa vuestros estudios, y en el arte, en el que sois maestros, tenemos, como todo el mundo, un conocimiento suficiente de vuestros progresos científicos y de vuestra extraordinaria habilidad de cirujanos, para manifestaros toda la admiración que merece vuestra profesión, tan difícil, tan delicada, tan providencial, y para hacernos intérpretes de los muchos enfermos que atendéis, y a los que conseguiréis devolverles la salud. Sois benefactores del género humano, cuando el ejercicio de vuestra profesión está conforme —como no queremos poner en duda— con las leyes superiores y permanentes de la moral; merecéis que se os alabe y se os agradezca tantos dolores aliviados, tantas enfermedades vencidas, tantos condenados arrancados al sufrimiento y a la muerte. Nuestra alabanza y nuestra gratitud están llenas de profunda sinceridad y de entusiasmo. ¡Señores cirujanos; estad plenamente seguros!
Pero es verdad que no es esto todo lo que esperáis que os digamos en esta ocasión extraordinaria. Es evidente: ¿Por qué, señores, venís a ver al Papa, que no pertenece a vuestra especialidad? ¿Qué tiene que ver él con vuestro trabajo y con vuestra profesión?
No pretendemos creer que vuestra visita al Vaticano esté motivada por una simple curiosidad turística: tanta solemnidad no sería necesaria para satisfacerla, y no estaría rodeada de demostraciones que manifiestan una intención distinta de la que guía a los visitantes de museos.
Si nuestro diagnóstico espiritual no nos engaña, lo que os ha traído hasta aquí es la conciencia secreta del valor superior de vuestros estudios y sobre todo de vuestros esfuerzos contra los males físicos que afligen a la Humanidad. Hay algo, que acaso muchos de vosotros nos sabríais definir de una forma adecuada, algo en vuestra ciencia y en vuestro arte que merece ser traído ante nuestra persona, por lo que representa y por la misión que ejerce. Vuestra actividad, aunque ligada a la salud del cuerpo, es digna de situarse en los umbrales del reino del espíritu.
Sí, que la ofrenda sea presentada; merece colocarse al nivel de los valores espirituales; puede ser transformada en acto religioso.
El tema es profundo y raya en el misterio. No es ésta la ocasión de explorarlo. Pero permítasenos responder a vuestra gentileza no solamente con palabras profanas, como las que acabamos de pronunciar, sino con una palabra que brota del fondo de nuestra inteligencia, de nuestro conocimiento de la vida humana, que nuestra fe nos ha enseñado, es decir, la sabiduría divina. La palabra es ésta: el cuerpo humano, la carne del hombre, cuyos secretos físicos y biológicos exploráis, es sagrado. ¡Sí, ahí habita la divinidad, tenedla en cuenta! La vida humana está impregnada del pensamiento de Dios. El hombre es su imagen. Más aún: cuando la gracia santifica al hombre, su cuerpo no es solamente el instrumento del alma y su órgano, es también el templo misterioso del Espíritu Santo. Dios habita en él. Una nueva concepción de la carne humana se abre ante nuestros ojos; una concepción que en nada enturbia la visión de la realidad física y biológica; al contrario, la esclarece. Le da un nuevo atractivo, un semblante que supera el aspecto sensible y estético, aunque éstos sean tan reales y poderosos; un atractivo —¿qué diríamos?— místico; un atractivo nuevo, que no es sugerido por el placer o la belleza, inspirado, sí, por el amor de Cristo, la caridad del samaritano que “lo vio— a aquel hombre cubierto de golpes, medio muerto, lleno de heridas— y se movió a compasión”.
¿Os ofendería, señores, si nos atreviésemos a llamaros los buenos samaritanos del mundo moderno?, ¿si os otorgáramos los sentimientos del humanismo superior del Evangelio?, ¿si deseáramos ennobleceros sublimando vuestro culto de la pobre carne humana con esta espiritualidad religiosa, que Cristo nos descubre y nos ofrece? ¿Y, si es ésta magnífica concepción de vuestra actividad la que os ha movido a venir ante el humilde Vicario de Cristo en la tierra, no le permitiréis impartir, con todo su corazón, a todos vosotros, a vuestros estudios y a vuestra profesión, su bendición apostólica?
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